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Rand lo atajó. ¿Es que el hombre no sabía contar? ¿Acaso el número de Aiel que se veía desde allí no le daba una pista de los que tenía que haber en total alrededor de la ciudad? En cualquier caso, a Rand le daba igual; ya estaba muy harto de oír la misma canción y no lo aguantaba más.

—¿Estáis seguro de las noticias que traíais de Tear?

—¿Noticias, mi señor Dragón? —Weiramon parpadeó—. ¿Qué…? ¡Ah, eso! Así se abrase mi alma, no hay de qué preocuparse. Los piratas illianos a menudo intentan atacar a lo largo de la costa.

Por lo que había dicho a su llegada, era algo más que intentos.

—¿Y los ataques a los llanos de Maredo? ¿También son cosa habitual?

—Rayos y truenos, ésos sólo eran unos bandidos. —Más que protesta, lo dijo como un hecho probado—. Quizá ni siquiera fueran illianos, y, desde luego, no eran soldados. Con su costumbre de embrollar las cosas, quién sabe si es el rey o la Corporación o el Consejo de los Nueve quien tiene la sartén por el mango de un día para otro. Pero, si se deciden a hacer algún movimiento, enviarán ejércitos contra Tear bajo el mando de los Aguijones Dorados, no unos simples salteadores que prenden fuego a las carretas de mercaderes o a las granjas fronterizas, eso os lo puedo asegurar.

—Si vos lo decís —contestó Rand con la mayor cortesía posible. Fuera cual fuera el poder que ostentara la Corporación o el Consejo de los Nueve o Mattin Stepaneos den Balgar, sería el que Sammael les dejara tener. Pero eran relativamente pocos los que estaban enterados de que los Renegados ya andaban libres por el mundo. Algunos que deberían saberlo se negaban a creerlo o no hacían caso, como si así los Renegados fueran a desaparecer, o parecían pensar que si tal cosa había de ocurrir sería en un impreciso, y preferiblemente lejano, futuro. No tenía sentido convencer de ello a Weiramon, estuviera entre los primeros o los segundos. El que este hombre le creyera o no carecía de importancia.

El Gran Señor contempló con gesto ceñudo el valle entre las colinas; más concretamente, los dos campamentos cairhieninos.

—Sin tener todavía un mando adecuado aquí, quién sabe qué gentuza se ha desplazado hacia el sur. —Torció el gesto al tiempo que volvía a golpearse la palma con los guanteletes, esta vez con más fuerza que antes, y se giró hacia Rand—. En fin, pronto los meteremos en cintura para vos, mi señor Dragón. Si quisierais dar la orden, podría conducir a…

Rand pasó junto al hombre sin prestar atención a sus palabras, aunque Weiramon fue tras él todavía pidiendo permiso para atacar, y con los dos lechuguinos siguiéndolo como perros fieles. Este hombre era un completo necio.

No estaban ellos solos, naturalmente. La cumbre de la colina se encontraba abarrotada, a decir verdad. Para empezar, Sulin tenía a un centenar de Far Dareis Mai apostadas alrededor de la cima, todas ellas aparentemente más dispuestas a cubrirse con los velos de lo que siempre lo estaban los Aiel. No era únicamente la proximidad de los Shaido lo que tenía a Sulin con los nervios de punta. Para escarnio del desprecio que despertaba en Rand la desconfianza entre los campamentos de allí abajo, Enaila y otras dos Doncellas nunca estaban lejos de Weiramon y sus lechuguinos, y cuanto más se acercaban los tres hombres a Rand, más dispuestas parecían las tres mujeres a velarse el rostro.

A corta distancia, Aviendha hablaba con una docena o más de Sabias, todas ellas con los chales echados por el doblez de los brazos y, salvo la joven, engalanadas con montones de brazaletes y collares. Sorprendentemente, era una mujer descarnada y con el pelo cano, más vieja incluso que Bair, quien parecía llevar la batuta. Rand habría esperado que fueran Amys o Bair, pero hasta ellas dos cerraban el pico en cuanto Sorilea hablaba. Melaine estaba con Bael, a mitad de camino entre las otras Sabias y los demás jefes de clan. La mujer no dejaba de arreglarle la chaqueta del cadin’sor, como si no supiera vestirse solo; Bael tenía el aire sufrido del hombre que está recordándose todas y cada una de las razones por las que se casó. Tal vez fuera impresión suya, pero Rand tenía la sensación de que las Sabias estaban intentando de nuevo influir sobre los jefes de clan. Si tal era el caso, no tardaría en enterarse de los detalles.

No obstante, era Aviendha de quien Rand estaba pendiente. La joven le sonrió brevemente antes de prestar atención de nuevo a lo que decía Sorilea. Una sonrisa amistosa, nada más. En fin, al menos era algo. No había vuelto a lanzarle invectivas desde lo ocurrido entre ambos, y si la muchacha hacía un comentario mordaz alguna vez, no era más áspero de lo que cabría esperar por parte de Egwene. Excepto en una ocasión en la que él volvió a mencionar el tema del matrimonio; entonces sí que le había calentado las orejas de tal modo que a partir de ese momento dio por terminado el asunto. Sin embargo, a pesar de que a todo lo más que llegaba su relación era un trato amistoso, a veces la joven se desnudaba despreocupadamente delante de él por las noches; porque seguía insistiendo en dormir, como mucho, a tres pasos de él.

En cualquier caso, las Doncellas parecían estar seguras de que había mucho menos distancia entre las mantas de ambos, y Rand seguía esperando que esa opinión se difundiera, pero hasta ahora no había ocurrido así. Egwene se le habría echado encima como un árbol talado si tuviera la más remota sospecha de algo así. Para ella era muy fácil hablar de Elayne, pero Rand no quería pensar cómo reaccionaría con lo de Aviendha, y ésta se encontraba aquí, a un paso de él. Total, que estaba más tenso que nunca cuando miraba a la Aiel, pero ella parecía más sosegada de lo que jamás la había visto. De un modo u otro, tal actitud parecía justo la contraria a la que sería normal. Con esta mujer todo parecía ser al contrario. Claro que, pensándolo bien, Min era la única fémina que no le había hecho tener la impresión de estar cabeza abajo la mitad del tiempo.

Soltó un suspiro y siguió caminando, todavía sin prestar atención a Weiramon. Algún día conseguiría entender a las mujeres. Cuando tuviera tiempo para dedicarse a ello. Empero, sospechaba que toda una vida no sería suficiente.

Los jefes de clan tenían su propia reunión con jefes de septiar y representantes de las asociaciones. Rand reconoció a algunos de ellos; el sombrío Heirn, jefe de los Jindo Taardad; Mangin, que le hizo un amistoso gesto con la cabeza, mientras que a los tearianos les dedicaba una mueca desdeñosa; Juranai, esbelto como una lanza, cabecilla en esta expedición de los Aethan Dor, los Escudos Rojos, a pesar de que algunos mechones blancos surcaban su cabello castaño claro; y Roidan, ancho de hombros y entrecano, que dirigía a los Sha’mad Conde, los Hijos del Relámpago. Desde que habían dejado atrás el paso de Jangai, estos cuatro se habían sumado algunas veces a los entrenamientos de la lucha Aiel sin armas que Rand practicaba.

—¿Quieres ir de caza hoy? —le preguntó Mangin cuando Rand pasó junto a él, y el joven lo miró sorprendido.

—¿De caza?

—No hay mucho donde escoger, pero podríamos intentar atrapar ovejas en un saco. —La sesgada mirada que Mangin dirigió a los tearianos no dejaba lugar a dudas de a qué «ovejas» se refería, aunque Weiramon y los otros no lo entendieron. O fingieron no entenderlo. El lechuguino del pañuelo perfumado lo olisqueó otra vez.

—Quizás en otro momento —contestó Rand mientras sacudía la cabeza. Creía que podría haberse hecho amigo de cualquiera de los cuatro, pero en especial de Mangin, quien tenía un sentido del humor muy parecido al de Mat. Sin embargo, si no tenía tiempo para dedicarse a estudiar el carácter femenino, tampoco lo tenía para hacer nuevos amigos. En realidad, ni siquiera lo tenía para los viejos amigos. Mat lo preocupaba.

En la parte más alta de la colina, una pesada torre de tablones asomaba por encima de las copas de los árboles, con la ancha plataforma que la remataba elevándose quince metros o más sobre el suelo. Los Aiel no sabían cómo trabajar la madera a semejante escala, pero entre los refugiados cairhieninos había gente de sobra familiarizada en la materia.