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Desplazó sólo un poco el visor y perdió de vista la ciudad. En la orilla más alejada del río todavía se alzaban las ennegrecidas ruinas de los graneros de piedra. Algunos de los cairhieninos con los que Rand había hablado aseguraban que el incendio de los graneros había provocado disturbios y posteriormente la muerte del rey Galldrain, lo que desembocó finalmente en la guerra civil. Otros decían que el asesinato de Galldrain era lo que había ocasionado las algaradas y los incendios. Rand dudaba mucho que alguna vez llegara a descubrir cuál de las dos versiones era la verdadera o si lo era alguna de ellas.

Un número indeterminado de masas carbonizadas salpicaba ambas márgenes del río, pero ninguna de ellas estaba cerca de la ciudad. Los Aiel sentían inquietud —el término «miedo» habría sido demasiado fuerte— hacia cualquier extensión de agua que no pudiera cruzarse a pie o vadeando, pero Couladin se las había ingeniado para situar barreras de troncos flotantes a través del Alguenya, tanto en el tramo más arriba de Cairhien como en el de más abajo, junto con suficientes hombres para asegurarse de que no las atravesaran. Las flechas incendiarias habían hecho el resto. Nada ni nadie, excepto las ratas y los pájaros, podían entrar o salir de Cairhien sin permiso de Couladin.

En las colinas circundantes apenas había señales del ejército sitiador. Aquí y allí los buitres aleteaban pesadamente, a buen seguro dándose un festín con los restos de algún intento fallido de escapar al cerco, pero no se veía a un solo Shaido. Los Aiel rara vez resultaban visibles a menos que lo quisieran ellos.

Esperando. Rand movió el visor de lentes hacia la cima pelada de un cerro situado a menos de dos kilómetros de las murallas de la ciudad, de vuelta a un agrupamiento de hombres. No distinguía sus rostros ni gran cosa más aparte del hecho de que todos vestían el cadin’sor. Y otra cosa más: uno de aquellos hombres iba con los brazos al aire. Couladin. Rand estaba seguro de que tenía que ser imaginación suya, pero le pareció que cuando Couladin se movía podía distinguir la luz del sol reflejándose en las escamas metálicas que rodeaban los antebrazos del hombre, a semejanza de las suyas. Asmodean era el responsable de que el Aiel las tuviera. Sólo había sido un intento de desviar la atención de Rand hacia otro, de tenerlo ocupado mientras él ponía en marcha sus propios planes, pero sin eso ¿cuántas cosas habrían sido diferentes? Desde luego, ahora no estaría en esta torre observando una ciudad sitiada y esperando una batalla.

De repente, algo centelleante surcó el aire en aquella distante colina, un manchón alargado, y dos de los hombres que estaban allí se desplomaron en medio de sacudidas. Con la mirada prendida en los hombres caídos, los dos aparentemente traspasados por la misma lanza, Couladin y los demás parecían tan estupefactos como Rand. Éste movió el visor de lentes, buscando al hombre que había lanzado con una fuerza tan impresionante. Tenía que ser un valiente —y un necio— para encontrarse tan cerca. La búsqueda de Rand se extendió por el horizonte, más allá de cualquier posible alcance de tiro que podría conseguir un brazo humano. Empezaba a plantearse la posibilidad de un tirador Ogier —no era muy probable, ya que hacía falta mucho para empujar a la violencia a un miembro de esta raza— cuando otro relampagueante manchón atrajo su mirada.

Sobresaltado, se incorporó a medias con un respingo antes de volver a acercar el ojo al visor y enfocar éste rápidamente en las murallas de Cairhien. La lanza —o lo que quiera que fuese— había salido de allí. Ahora estaba seguro de ello. El cómo ya era otro asunto completamente distinto. A esa distancia lo único que lograba distinguir era algún movimiento esporádico en las murallas o en lo alto de una torre.

Levantó la cabeza y vio que Rhuarc se apartaba del otro visor de lentes para dejar el sitio a Han. Aquélla era la única razón para la torre y las lentes. Los exploradores les llevaban la información que podían respecto al despliegue de los Shaido, pero de este modo los jefes podían ver por sí mismos el terreno en el que se disputaría la batalla. Ya habían trazado un plan entre todos, pero echar otro vistazo al panorama no estaba de más. Rand sabía poca cosa sobre batallas, pero Lan opinaba que el plan era bueno. Es decir, Rand no sabía mucho conscientemente, pero a veces se colaban en su mente ciertos recuerdos y entonces parecía saber más de lo que habría deseado.

—¿Viste eso? ¿Esas… lanzas?

Aparentemente, Rhuarc estaba tan desconcertado como Rand imaginaba que debía de parecerlo él, pero el Aiel asintió.

—La última alcanzó a otro Shaido, pero no lo mató porque se apartó gateando. Lástima que no fuera Couladin. —Señaló el visor de lentes y Rand le dejó sitio.

¿Realmente podría considerarse eso mala suerte? La muerte de Couladin no pondría fin a la amenaza cernida sobre Cairhien o cualquier otro sitio. Ahora que se encontraban a este lado de la Pared del Dragón los Shaido no darían media vuelta con las orejas gachas sólo porque el hombre que creían el Car’a’carn muriese. Sería un golpe para ellos, cierto, pero no tan fuerte como para hacerlos regresar. Y, después de lo que había visto, Rand no creía que Couladin mereciera una salida tan fácil.

«Puedo ser tan duro como me lo exijan las circunstancias. Por él, sí puedo serlo», pensó mientras acariciaba la empuñadura de la espada.

42

Antes de la flecha

El techo de la tienda por dentro debía de ser la vista más aburrida del mundo, pero Mat permanecía tumbado boca arriba, en mangas de camisa, sobre los cojines escarlatas y con borlas que Melindhra había adquirido, observando fijamente la tela de color pardo. O, más bien, miraba más allá de ella, al vacío. Con un brazo doblado debajo de la cabeza, movió una copa de plata batida con la otra mano, haciendo dar vueltas al contenido, un buen vino procedente del sur de Cairhien. El pequeño barril le había costado el equivalente al precio de dos buenos caballos —es decir, lo que habrían costado dos caballos si el mundo y todo lo demás no estuvieran patas arriba— pero lo consideraba un precio pequeño por algo decente. De vez en cuando, y debido al movimiento giratorio, rebosaban una o dos gotas que le caían en la mano, pero ni siquiera lo advertía y tampoco tomó un solo sorbo.

Desde su punto de vista, hacía mucho que las cosas habían sobrepasado con creces el adjetivo de ser simplemente serias. Así podían calificarse el estar atascado en el Yermo sin tener idea de cómo salir de él, los ataques de trollocs por la noche, la aparición de los Myrddraal que helaban la sangre en las venas con su mirada sin ojos. Ése era el tipo de cosas que ocurrían de manera repentina y que por lo general acababan sin que uno tuviera tiempo para pensar. No es que uno lo buscara a propósito, por supuesto, pero sí que acababa acostumbrándose si lograba sobrevivir a ello. Empero, hacía días que sabía adónde iban y por qué. Nada de repentino en ello. Días para pensarlo.

«No soy un jodido héroe ni un jodido soldado», rezongó para sus adentros. Enfurecido, relegó al rincón más hondo de su mente un recuerdo de ir caminando por las murallas de una fortaleza mientras daba órdenes a sus últimos subordinados de acudir al lugar donde otro montón de escalas de asalto de los trollocs acababan de aparecer. «¡Ése no era yo, así la Luz consuma a quienquiera que fuese! Yo soy…» No sabía quién era —un amargo pensamiento—, pero en cualquier caso su vida se componía de tabernas, juego, mujeres y baile. De eso no le cabía duda alguna. Y también un buen caballo y todas las calzadas del mundo para elegir, no quedarse sentado y esperando que alguien le disparara flechas e intentara clavarle una espada o una lanza en las costillas. Lo contrario sería actuar como un necio, y él no estaba dispuesto a ser tal cosa, ni por Rand ni por Moraine ni por ningún otro.