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»No lo hará a menos que sea un redomado idiota. Así podrían retirarse hacia el río con orden, aunque en esos puentes se atascarán. No imagino nadando a los Aiel; ni siquiera los veo buscando vados, a decir verdad. Mantened la presión para empujarlos a cruzar. Con suerte, estaréis en condiciones de azuzarlos todo el camino hasta las montañas. —También era como en los vados de Cuaindaigh, en las postrimerías de la Guerra de los Trollocs, y más o menos a la misma escala. Tampoco se diferenciaba mucho de Tora Shan. Ni del desfiladero de Sulmein, antes de que Hawkwing se lo tomara con calma. Los nombres acudían a su mente como fugaces destellos, así como imágenes de batallas olvidadas incluso por los historiadores. Absorto como estaba en los mapas, no los identificó como otra cosa que no fueran sus propios recuerdos—. Lástima que no tengáis más caballería. La caballería ligera es mejor para hostigar a tropas en retirada. Ataques rápidos por los flancos, forzándolos a mantener la carrera y sin darles un momento de respiro para que paren a luchar. Aunque los Aiel podrían hacerlo casi tan bien.

—¿Y la otra razón? —preguntó Lan en voz queda.

A estas alturas Mat estaba enfrascado en ello, volcado por completo en los planes de batalla. Su afición por el juego era mucho más que un simple pasatiempo; en realidad lo apasionaba. Y batallar era un juego que convertía las partidas de dados en las tabernas en una cosa de niños y de viejos inválidos y desdentados. Aquí eran vidas lo que estaba en juego, tanto la de uno mismo como las de otros hombres, unos hombres que ni siquiera se encontraban allí. Si uno metía la pata, si hacía una tonta apuesta, se perdían ciudades o naciones enteras. La tétrica música de Natael constituía un acompañamiento muy adecuado. Al mismo tiempo, éste era un juego que encendía la sangre.

—Lo sabes tan bien como yo —resopló, sin alzar la vista del mapa—. Si uno solo de esos cuatro clanes decide ponerse de parte de Couladin, os atacarán por detrás cuando todavía estéis de Shaido hasta las cejas. Couladin será el yunque, y ellos, el martillo, con vosotros haciendo de nuez entremedias. Lanzad sólo la mitad de vuestras tropas contra Couladin. Con eso las fuerzas están equilibradas, pero tendréis que conformaros. —En la guerra no había lugar para la honorabilidad. Uno se lanzaba contra el enemigo por la retaguardia cuando éste menos se lo esperaba, en el momento y el lugar en que era más débil—. Todavía tenéis una ventaja, y es que él tiene que preocuparse de una posible salida de tropas de la ciudad. La otra mitad de vuestros efectivos, habréis de dividirla en tres unidades: una para crear un pasillo que conduzca a Couladin hacia el río, y las otras dos situadas a unos cuantos kilómetros de distancia, entre la ciudad y los cuatro clanes.

—Muy ingenioso —opinó Lan mientras asentía con la cabeza. La expresión del pétreo semblante no varió un solo momento, pero, aunque leve, en su voz se advertía un timbre de aprobación—. Ningún clan sacaría nada en limpio atacando a cualquiera de esas fuerzas, sobre todo existiendo la posibilidad de que la otra podría lanzarse contra su retaguardia. Y ninguno intentaría interferir en lo que ocurra alrededor de la ciudad por la misma razón. Claro que cabe la posibilidad de que se unieran los cuatro clanes. Si aún no han aunado fuerzas, no parece probable, pero si lo hacen todo cambiaría.

—Todas las cosas cambian siempre —rió Mat de buena gana—. Incluso el mejor plan dura únicamente hasta que la primera flecha sale volando del arco. Esto sería coser y cantar, fácil hasta para que un niño pudiera dirigirlo si no fuera porque Indirian y los demás aún no tienen claro qué van a hacer. Si al final deciden apoyar a Couladin, entonces tirad los dados y cruzad los dedos, porque podéis dar por seguro que el propio Oscuro ha entrado en el juego. Por lo menos contaréis con bastantes tropas situadas lejos de la ciudad para estar casi a la par con ellos. Suficientes para contenerlos el tiempo que os haga falta. Olvidad la idea de perseguir a Couladin y volved todas las tropas en su dirección tan pronto como tengáis la certeza de que los Shaido están cruzando el Gaelin. Sin embargo, yo apostaría a que los cuatro clanes se quedarán a la expectativa y se unirán a vosotros una vez que Couladin haya sido derrotado. La victoria aclara ideas y borra muchas indecisiones en la mente de la mayoría de los hombres.

La música se había parado. Mat miró de soslayo a Natael y se encontró con que el hombre sostenía el arpa en una postura rígida mientras lo observaba con más intensidad que nunca, mirándolo de hito en hito como si no lo hubiese visto jamás, como si no supiera quién era. Los ojos del juglar semejaban dos oscuros cristales pulidos, y sus nudillos estaban blancos por la fuerza con que apretaba la dorada madera del instrumento.

Aquello bastó para que Mat fuera consciente de todo, de cuanto había dicho, de todos los recuerdos que había estado evocando. «¡Así me abrase la Luz por ser un idiota que no sabe mantener la boca cerrada!» ¿Por qué había tenido Lan que llevar la conversación hacia esos derroteros? ¿Por qué no se había limitado a charlar sobre caballos o el tiempo que hacía o simplemente quedarse calladito? El Guardián nunca se había mostrado tan deseoso de hablar. Claro que también él debería haber tenido la cabeza en lo que debía y no ponerse a divagar, además de mantener quietecita la lengua. Por lo menos no había estado chapurreando en la Antigua Lengua. «¡Rayos y truenos, espero no haberlo hecho!»

Se incorporó de un salto y giró sobre sus talones, dispuesto a marcharse; se dio de cara con Rand, que estaba plantado justo en la entrada mientras hacía girar entre sus dedos aquel raro fragmento de lanza con penacho, el gesto abstraído, como si no se percatara de estar haciéndolo. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Bah, daba igual. Mat soltó de corrido todo lo que tenía pensado decir:

—Me marcho, Rand. Mañana, con las primeras luces del alba, estaré en mi caballo y de camino. Me iría ahora mismo si pudiera llegar lo bastante lejos en medio día para que me apeteciera detenerme. Me propongo poner tantos kilómetros entre los Aiel, cualquier Aiel, y yo como Puntos sea capaz de cubrir antes de tener que acampar. —No tenía sentido meterse en el petate si se encontraba lo bastante cerca para que los exploradores de unos u otros le echaran el guante y lo pusieran a secar colgado como un jamón; Couladin también debía de tener sus propias patrullas e incluso cabía la posibilidad de que los de este bando no lo reconocieran antes de que una lanza le hubiera atravesado el hígado.

—Lamentaré verte partir —musitó Rand.

—No intentes convencerme para que no… —Mat parpadeó—. ¿Eso es todo? ¿Que lamentarás verme partir?

—Nunca traté de retenerte, Mat. Perrin se marchó cuando tuvo que hacerlo, y lo mismo reza para ti.

Mat abrió la boca y luego volvió a cerrarla. Rand no había intentado nunca retenerlo, cierto. Sólo lo había hecho sin intentarlo. No obstante, ahora no había ni el más ligero atisbo del tirón del ta’veren, ninguna sensación de que estuviera haciendo algo indebido. Su propósito era firme y claro.

—¿Adónde irás?

—Al sur. —Tampoco es que tuviera muchas opciones sobre qué dirección tomar. Las otras conducían al Gaelin, al norte del cual no había nada que le interesara, o a los Aiel, uno de cuyos grupos estaba dispuesto a matarlo y el otro, a lo mejor sí o a lo mejor no, dependiendo de lo cerca que estuviera Rand y de lo que hubieran tomado de cena la noche anterior. A su modo de ver, la apuesta era poco favorable—. Al menos de momento. Después, a algún sitio donde haya una taberna y algunas mujeres que no lleven lanzas. —Melindhra. A lo mejor le planteaba algún problema. Tenía la impresión de que era el tipo de hembra que no renunciaría a una relación hasta que ella quisiera romperla. En fin, de un modo u otro, se las apañaría. Tal vez se limitaría a largarse antes de que la mujer se enterara.