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Rand no tenía ni idea de cuál de las dos mujeres provocaba aquello, pero desde luego las explosiones parecían destinadas a hacer perder los nervios a los Shaido. Le tocaba a él hacer su parte, o de lo contrario sólo sería un espectador más. Buscó el contacto con el saidin y lo aferró. Un fuego helado rozó el exterior del vacío que rodeaba a lo que era Rand al’Thor. Fríamente, hizo caso omiso de la untuosa contaminación que penetraba en él junto con los torrentes de Poder que amenazaban con arrastrarlo.

A esa distancia, existían límites para lo que podía hacer. De hecho, era casi el máximo de distancia a la que era capaz de hacer algo sin un angreal o sa’angreal. Probablemente era la razón de que las dos mujeres estuvieran encauzando los rayos uno por uno, así como las explosiones; si él estaba al límite, ellas debían de estar sobrepasándolo.

Un recuerdo se filtró a través del vacío, pero no era suyo, sino de Lews Therin. Por una vez, no le importó. Un instante después encauzaba y una bola de fuego envolvía la cumbre de un cerro situado a unos ocho kilómetros, una hirviente masa de llamas casi blancas. Cuando se consumió, Rand vio sin necesidad de utilizar el visor de lentes que el cerro era ahora más bajo y que estaba negro en la parte superior, como si se hubiese fundido. Entre ellos tres, puede que no hiciera falta que los clanes lucharan contra Couladin ni poco ni mucho.

«¡Ilyena, amor mío, perdóname!»

El vacío tembló; por un instante, Rand se tambaleó al borde de la destrucción. Oleadas de Poder Único rompieron contra él entre espuma de miedo; la contaminación pareció formar una capa sólida alrededor de su corazón, cual una piedra calcinada.

Apretó la barandilla hasta que los nudillos le dolieron y se obligó a recobrar la calma, a mantener la impasibilidad del vacío. De ahí en adelante rehusó escuchar los pensamientos que surgían en su mente, y en lugar de ello se concentró totalmente en encauzar, en devastar un cerro tras otro de manera metódica.

Manteniéndose bastante detrás de la línea de árboles que había en la cumbre, Mat sujetó el hocico de Puntos para evitar que el castrado relinchara mientras veía cómo un millar más o menos de Aiel descendía por las colinas en su dirección, procedente del sur. El sol acababa de asomar por el horizonte, proyectando largas sombras a un lado de la masa de guerreros al trote. La calidez nocturna empezaba a dar paso al calor del día; la temperatura sería sofocante en cuanto el sol estuviera un poco más alto. De hecho, él había empezado a sudar.

Los Aiel no lo habían visto todavía, pero si seguía allí parado acabarían descubriéndolo sin ningún género de dudas. No tenía mucha importancia que casi con toda seguridad fueran hombres de Rand —si Couladin tenía hombres al sur, el día iba a ponerse muy interesante para aquellos tan estúpidos como para encontrarse en el medio de la batalla— y no importaba porque él no iba a correr el riesgo de dejarse ver. Ya le había pasado demasiado cerca una flecha esa mañana para actuar con tanta imprudencia. Con gesto mecánico se tanteó el limpio rasgón que tenía la hombrera de la chaqueta. Buen disparo, considerando que se había hecho sobre una diana móvil apenas entrevista entre los árboles. Habría admirado más la destreza del arquero si la diana no hubiese sido él.

Sin quitar los ojos de los Aiel que se aproximaban, hizo retroceder con gran cuidado a Puntos más adentro de la rala fronda; si lo veían y aceleraban el paso, quería saberlo. La gente decía que los Aiel eran capaces de superar por agotamiento a un hombre a caballo, y se proponía contar con una gran ventaja si lo intentaban.

Hasta que los perdió de vista tras los árboles, Mat no apresuró su propio paso y condujo a Puntos por las riendas hasta la ladera contraria antes de montar y virar hacia el oeste. Todas las precauciones eran pocas si quería seguir vivo en ese día y en ese lugar. Masculló para sus adentros mientras cabalgaba, con el sombrero bien calado y la lanza de mango negro cruzada sobre la perilla de la silla. Al oeste otra vez.

El día había empezado muy bien, un par de horas antes del alba, cuando Melindhra abandonó la tienda para alguna reunión de las Doncellas. Creyéndolo dormido, ni siquiera lo miró al salir mientras rezongaba entre dientes algo sobre Rand al’Thor, y el honor y «Far Dareis Mai por encima de todo». Era como si discutiera consigo misma, pero, francamente, a él le importaba poco si lo que la mujer quería era hacer picadillo a Rand y preparar un guiso con él. No había pasado un minuto desde la marcha de Melindhra cuando Mat ya estaba llenando a reventar las alforjas. Nadie le había prestado atención cuando ensilló a Puntos y se escabulló como una sombra hacia el sur. Un buen comienzo. Sólo que no había contado con las columnas de Taardad y Tomanelle y de todos los otros malditos clanes dando un rodeo por el sur. No lo consoló el hecho de que la maniobra fuera muy semejante a la que le había expuesto a Lan en su parloteo. Quería ir al sur, y aquellos Aiel lo habían obligado a dirigirse hacia el Alguenya. Hacia donde estaría la lucha.

Al cabo de dos o tres kilómetros, hizo que Puntos remontara la ladera con gran precaución y se detuvo al resguardo de los árboles de la cumbre. Era una de las colinas más altas de la zona, y desde allí disfrutaba de una buena vista. Esta vez no divisó Aiel, pero la columna que serpenteaba a lo largo del sinuoso valle entre cerros era casi igual de peligrosa. Tearianos montados iban a la cabeza, detrás de un puñado de enseñas de lores de variados colores. Una brecha separaba la caballería de un bosque de afiladas picas: los soldados de a pie, que avanzaban en apretadas filas tras el polvo levantado por los tearianos; a continuación otro cuerpo de caballería, éste cairhienino, con multitud de estandartes, banderas y con. Los cairhieninos no mantenían orden ninguno, y se movían atrás o adelante conforme lo hacían sus lores para conversar entre sí, pero al menos llevaban flanqueadores a ambos lados. Fuera como fuese, tan pronto como hubiesen pasado él dispondría de una clara ruta hacia el sur. «¡Y no pararé hasta estar a mitad de camino del puñetero Erinin!»

Un leve movimiento atrajo su atención, bastante delante de la columna que marchaba allá abajo. No lo habría advertido de no haberse encontrado a tanta altura. Desde luego, ninguno de los jinetes podía haberlo visto. Sacó el pequeño visor de lentes de sus alforjas —a Kin Tovere le gustaba jugar a los dados— y escudriñó en la dirección que había atisbado el movimiento. Soltó un quedo silbido entre dientes. Aiel, al menos tantos como los hombres que avanzaban por el valle, y si no eran de Couladin, entonces es que pensaban darles una sorpresa de cumpleaños, porque estaban agazapados entre los agostados arbustos y las hojas muertas.

Tamborileó los dedos un momento sobre su muslo; a no mucho tardar, ahí abajo iba a haber algunos cadáveres. Y no precisamente de Aiel. «No es asunto mío. Estoy fuera de esto, de aquí, y me dirijo al sur». Esperaría un poco y después se alejaría mientras estuvieran demasiado ocupados para reparar en él.