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A pesar del gran número de heridos, no todas las Sabias estaban atendiéndolos; dentro del pabellón levantado a un lado, había unas veinte sentadas en círculo escuchando lo que decía una que estaba de pie en el centro. Cuando ésta tomó asiento, otra ocupó su lugar. Varios gai’shain permanecían arrodillados fuera, alrededor del pabellón, pero ninguna de las Sabias parecía estar interesada en el vino ni en ninguna otra cosa excepto en la conversación que se mantenía. A Rand le pareció ver que la que hablaba en ese momento era Amys.

Para su sorpresa, Asmodean también estaba ayudando con los heridos; llevaba un odre de agua colgado de cada hombro, cosa que resultaba muy chocante con su chaqueta de terciopelo y puntillas blancas. Al levantarse después de dar de beber a un hombre al que de cintura para arriba sólo lo cubrían los vendajes, vio a Rand y vaciló.

Un instante después le entregó los odres a uno de los gai’shain y se abrió paso entre las Doncellas en dirección a Rand. Las mujeres no le hicieron caso alguno —todas parecían pendientes de Adelin y Enaila, que hablaban con Moraine, o del propio Rand— y su semblante estaba tenso para cuando tuvo que detenerse ante el cerrado círculo que rodeaba a Jeade’en. Las Doncellas abrieron un hueco lentamente, y sólo lo suficiente para dejarlo pasar hasta el estribo del caballo.

—Estaba seguro de que estabais a salvo. Estaba seguro. —A juzgar por el tono de su voz, aquello no era cierto. Al no recibir respuesta de Rand, Asmodean se encogió de hombros con inquietud—. Moraine insistió en que repartiera agua. Una mujer de mucho carácter, demasiado para permitir siquiera que el bardo del lord Dragón se… —Dejó la frase en el aire y se lamió los labios—. ¿Qué ocurrió?

—Sammael —dijo Rand, pero no como respuesta; simplemente manifestaba en voz alta los pensamientos que se colaban en el vacío—. Recuerdo cuando por primera vez se lo llamó Destructor de la Esperanza. Fue después de su traición en Puertas de Hevan y de que condujera a la Sombra hacia Rorn M’doi y al corazón de Satelle. La esperanza pareció morir aquel día. Culan Cuhan lloró. ¿Qué ocurre? —El rostro de Asmodean se había tornado tan blanco como el vendaje de Sulin, pero el hombre se limitó a sacudir lentamente la cabeza, en silencio. Rand miró hacia el pabellón. No conocía a la Sabia que había tomado la palabra—. ¿Es allí donde me están esperando? Entonces creo que debería reunirme con ellas.

—Todavía no te recibirán —dijo Lan apareciendo de repente al lado de Asmodean, que dio un brinco—, ni a ningún hombre. —Tampoco Rand había oído acercarse al Guardián, pero sólo volvió la cabeza hacia él. Hasta ese simple gesto le costó un esfuerzo ímprobo, y tuvo la sensación de que la cabeza era de otra persona—. Están reunidas con las Sabias de los Miagoma, los Codarra, los Shiande y los Daryne.

—Los clanes vienen a mí —proclamó, impasible, Rand. Pero habían esperado demasiado; lo bastante para que ese día hubiera sido más sangriento. En los relatos estas cosas no pasaban nunca.

—Eso parece. Pero los cuatro jefes no se reunirán contigo hasta que las Sabias hayan hecho todos los arreglos —agregó Lan en tono seco—. Ven, Moraine podrá explicártelo mucho mejor que yo.

—Lo hecho, hecho está. —Rand sacudió la cabeza—. Puedo enterarme de los detalles después. Si ya no es necesario que Han los tenga vigilados para que no nos ataquen por la espalda, entonces quiero verlo. Sulin, envía a un corredor. Han…

—Ha acabado, Rand —lo atajó el Guardián firmemente—. Todo. Sólo quedan unos pocos Shaido al sur de la ciudad. Se han hecho miles de prisioneros, y casi todos los restantes están cruzando el Gaelin. Se te habría informado hace una hora si alguien hubiese sabido dónde encontrarte. No has dejado de moverte de un sitio para otro. Ven y deja que Moraine te lo cuente todo.

—¿Se ha acabado? ¿Hemos vencido?

—Has vencido. Completamente.

Rand miró a los hombres a los que estaban vendando heridas, a los que esperaban pacientemente en largas filas a que pudieran ocuparse de ellos y a los que se marchaban una vez que se los había curado. Las filas casi no avanzaban. Moraine seguía haciendo su lento recorrido ante los cuerpos tendidos, deteniéndose, inestable, aquí y allí para curar. Sólo unos pocos de los heridos debían de estar allí, por supuesto. Habrían estado llegando como buenamente pudieran a lo largo del día y se habrían ido marchando una vez estuvieran en condiciones de hacerlo. Si es que podían. Los muertos no estaban allí. «Sólo una batalla perdida es más triste que una batalla ganada». Creyó recordar haber dicho eso mucho tiempo atrás. A lo mejor lo había leído.

No. Había demasiadas personas vivas que eran su responsabilidad para preocuparse por los que estaban muertos. «Pero ¿cuántos rostros muertos me serán familiares, como el de Jolien? ¡Jamás podré olvidar a Ilyena ni aunque el mundo entero se abrase!»

Con el ceño fruncido, se llevó la mano a la cabeza. Aquellos pensamientos parecían haber venido apelotonados, desde lugares diferentes; estaba tan cansado que casi no podía pensar, pero tenía que hacerlo, tenía que discurrir ideas que no se escabulleran y quedaran fuera de su alcance. Soltó la Fuente y el vacío, y un espasmo lo sacudió violentamente cuando el saidin estuvo a punto de arrastrarlo con su fuerza en aquel instante de retirada. Apenas si tuvo tiempo para darse cuenta de su error. Desconectado del Poder, el agotamiento y el dolor cayeron sobre él como una losa.

Fue consciente de los rostros alzados hacia él mientras se desplomaba de la silla, de bocas moviéndose, de manos tendidas para agarrarlo, para frenar su caída.

—¡Moraine! —gritó Lan, cuya voz sonó hueca en los oídos de Rand—. ¡Está sangrando mucho!

Sulin le acunaba la cabeza en sus brazos.

—Aguanta, Rand al’Thor —instó con voz apremiante—. Aguanta.

Asmodean no dijo nada, pero su expresión era desolada, y Rand sintió un chorrillo de saidin fluyendo desde el hombre a él. La oscuridad lo envolvió.

45

Después de la tormenta

Sentado en un pequeño peñasco que afloraba al pie de la vertiente, Mat hizo un gesto de dolor al calarse el sombrero para protegerse del sol de media mañana, en parte para resguardarse los ojos del resplandor del sol, pero también porque había algo más que no deseaba ver, si bien los cortes y contusiones se lo recordaban, en especial el tajo abierto por una flecha en la sien, y que ahora apretaba el borde del sombrero. Un ungüento que Daerid llevaba en las alforjas había detenido la hemorragia, en esa herida y en otras, pero todas le seguían doliendo, y la mayoría escocían. Esto último empeoraría. El calor del día sólo estaba empezando, pero el sudor le perlaba la cara y ya sentía húmedas la ropa interior y la camisa. Se preguntó si el otoño llegaría alguna vez en Cairhien. Por lo menos, el malestar hacía que se olvidara de lo cansado que estaba; a despecho de haber pasado la noche en vela habría sido incapaz de conciliar el sueño en un colchón de plumas, cuanto menos tendido entre mantas sobre el duro suelo. De todos modos no quería estar más cerca de su tienda.

«Menudo panorama. Casi me han matado, estoy sudando como un cerdo, no encuentro un sitio cómodo donde tumbarme y no me atrevo a emborracharme. ¡Rayos, truenos y centellas!» Dejó de toquetear un corte que tenía la pechera de la chaqueta —por dos dedos aquella lanza no le había atravesado el corazón; ¡Luz, qué diestro había sido aquel hombre!— y desechó esa idea de su cabeza. No es que resultara fácil hacerlo con todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor.

Por una vez, a los tearianos y los cairhieninos no parecía importarles ver tiendas Aiel por doquier. Había Aiel incluso en el campamento y, lo que era casi igualmente milagroso, los tearianos compartían con los cairhieninos las humeantes lumbres. Y no es que alguien estuviera comiendo; los cazos de calentar agua no se habían puesto sobre el fuego, aunque sí se olía carne asándose en alguna parte. Sin embargo, la mayoría estaban tan borrachos como habían podido conseguir a base de vino, brandy o el oosquai Aiel; todo eran risas y celebraciones. No muy lejos de donde se encontraba sentado él, una docena de Defensores de la Ciudadela, sudorosos y en mangas de camisa, bailaban acompañados por las palmas de un centenar o más de espectadores, cerca de un poste de tres metros de altura que estaba hincado en el suelo —Mat apartó rápidamente los ojos de él— donde otros tantos Aiel también brincaban y pateaban. Mat suponía que era alguna clase de danza; otro Aiel tocaba la zampoña para acompañarlos. Los bailarines saltaban tan alto como podían, levantaban más aun uno de los pies, y después caían sobre ese mismo pie para de inmediato saltar otra vez, más y más deprisa, a veces girando como trompos horizontales en la cúspide del salto o dando volantines o piruetas. Siete u ocho tearianos y cairhieninos estaban sentados tras haberse roto algún hueso por intentar emularlos, pero seguían jaleando y riendo como dementes mientras se iban pasando una escudilla de piedra con algún tipo de bebida. Había más grupos de hombres bailando y puede que cantando, pero con la algarabía reinante resultaba difícil asegurarlo. Desde su posición, sin girarse, podía contar diez zampoñas, por no mencionar el doble de silbatos metálicos, y un instrumento de viento que tenía un aspecto entre flauta y cuerno que un cairhienino delgaducho, vestido con una chaqueta andrajosa, soplaba con entusiasmo. Y los tambores eran incontables, aunque la mayoría no eran otra cosa que pucheros que golpeaban con cucharas.