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«Estaba demasiado ocupado en seguir con vida para fijarme», pensó con acritud. Y en no desangrarse hasta morir. Allá, en Dos Ríos, había sido tan bueno como cualquiera con la vara de combate, y ese tipo de arma no era tan diferente de la lanza que manejaba ahora, pero podía decirse que Couladin había nacido con ellas en las manos. Claro que toda esa destreza no le había servido de mucho al final. «A lo mejor todavía me queda un poquito de suerte. ¡Luz, por favor, que se me muestre propicia ahora!»

Estaba pensando cómo librarse de Melindhra para ponerse a ensillar a Puntos cuando Talmanes se presentó e hizo una reverencia ceremoniosa, con la mano sobre el corazón, al estilo de Cairhien.

—La gracia te sea propicia, Mat.

—Y a ti —respondió el joven con aire ausente. La Aiel no se iba a marchar porque se lo pidiera él. Y pedírselo sería como meter un zorro en un gallinero. A lo mejor podía decirle que le apetecía cabalgar un rato. Claro que los Aiel eran capaces de aguantar corriendo más que un caballo.

—Anoche vino una delegación de la ciudad, y habrá un desfile triunfal para el lord Dragón como agradecimiento de Cairhien.

—No me digas. —Melindhra debía de tener servicios asignados como las demás Doncellas, que siempre andaban apiñadas alrededor de Rand; quizá tuviera que irse para hacer su turno. No obstante, tras echarle una ojeada a la mujer, Mat pensó que lo mejor era no hacerse ilusiones al respecto. Su amplia sonrisa traslucía… un aire posesivo.

—La delegación la envió el Gran Señor Meilan —informó Nalesean, que se reunió con ellos. Su reverencia fue tan formal con la del cairhienino, pero más precipitada—. Es él quien ofrece el desfile al lord Dragón.

—Lord Dobraine, lord Maringil y lady Colavaere, entre otros, también se presentaron ante el lord Dragón.

Mat se obligó a prestar atención al momento presente. Estos dos estaban intentando hacer como si el otro no existiera —ambos mirándolo directamente sin dirigirse entre sí ni un vistazo de reojo— pero el gesto de sus semblantes era tenso como sus palabras por el esfuerzo de disimular, y sus nudillos estaban blancos de tanto apretar las manos sobre las empuñaduras de las espadas. Sólo faltaba que estos dos llegaran a las manos para poner la guinda en el pastel y que él acabara atravesado accidentalmente por la espada de cualquiera de ellos mientras intentaba quitarse de en medio renqueando.

—¿Y qué importancia tiene quién envió la delegación mientras que Rand tenga su desfile?

—La importancia de que debes pedirle que, por derecho, hemos de ser nosotros quienes lo encabecemos —se apresuró a responder Talmanes—. Mataste a Couladin y ello nos otorga ese derecho.

Nalesean cerró la boca y frunció el ceño; evidentemente, había estado a punto de decir lo mismo.

—Pedídselo vosotros —repuso Mat—. A mí no me concierne. —Sintió que la mano de Melindhra se tensaba sobre la parte posterior de su cuello, pero no le importó. A buen seguro, Moraine no estaría lejos de Rand, y no estaba dispuesto a meter la cabeza en un segundo cepo cuando todavía intentaba encontrar el modo de escaparse del primero.

Talmanes y Nalesean lo miraron boquiabiertos, como si se hubiese vuelto loco.

—Eres nuestro cabecilla de la batalla —protestó Nalesean—. Nuestro general.

—Mi asistente te limpiará las botas —intervino Talmanes con una sonrisilla que puso buen cuidado en no dirigir al irritado teariano—, y te cepillará y remendará las ropas. Ofrecerás tu mejor aspecto.

Nalesean se dio un tirón de la puntiaguda barba; sus ojos se desviaron fugazmente hacia el otro hombre antes de que pudiera contener el gesto.

—Si me lo permites, te ofrezco una buena chaqueta que creo que es de tu talla. Es de satén dorado y carmesí.

Ahora le tocó al cairhienino torcer el gesto.

—¡General! —exclamó Mat, ayudándose de la lanza para erguirse—. ¡Yo no soy ningún jodido…! Quiero decir, que no deseo usurpar el puesto que le corresponde a otro. —Que dilucidaran ellos a cuál de los dos se refería.

—Así se abrase mi alma —dijo Nalesean—, fue tu diestra dirección en la batalla la que nos hizo vencer y nos mantuvo con vida. Por no mencionar tu suerte. Me he enterado de que siempre sacas la mejor carta, pero es algo más que eso. Te seguiría aunque no conocieses al lord Dragón.

—Eres nuestro líder —se apresuró a intervenir Talmanes con un tono de voz más sobrio aunque igualmente convencido—. Hasta ayer seguí a hombres de otras tierras porque debía hacerlo. A ti te seguiré porque quiero. Puede que no seas un lord en Andor, pero aquí, yo afirmo que lo eres y me tienes a tus órdenes.

Cairhienino y teariano se contemplaron como sorprendidos de haber manifestado en voz alta el mismo sentimiento, y luego, lentamente y de mala gana, intercambiaron unos breves cabeceos de conformidad. Aunque no se tragaran —y de eso se daba cuenta hasta el más necio— en esto estaban de acuerdo. Hasta cierto punto.

—Te enviaré a mi mozo de cuadra para que almohace tu caballo para el desfile —dijo Talmanes y apenas frunció el ceño cuando Nalesean añadió:

—El mío compartirá esa tarea. Tu montura debe tener un aspecto que nos haga enorgullecernos. Y, así me abrase, necesitamos un estandarte. Tu estandarte.

El cairhienino mostró su conformidad a esto último con un rotundo cabeceo.

Mat no sabía si reírse como un loco o sentarse y ponerse a llorar. Aquellos malditos recuerdos. De no ser por ellos, habría seguido su camino, como estaba planeado. De no ser por Rand, nunca habrían entrado en su cabeza. Podía seguirlos paso a paso, cada uno necesario en ese preciso momento y con un propósito en sí mismo, todos ellos conduciendo, inevitablemente, al siguiente. Al principio de todo ello estaba Rand. Y los puñeteros ta’veren. No lograba entender cómo el hecho de hacer algo que parecía absolutamente necesario y poniendo el máximo empeño para que resultara casi inofensivo siempre parecía conducirlo más dentro del cenagal. Melindhra había empezado a acariciarle la nuca en lugar de apretársela. Sólo le faltaba que…

Alzó la vista a la colina y allí estaba. Moraine, en su montura de elegante paso, con Lan a su lado, empequeñeciéndola sobre su negro corcel. El Guardián se inclinó hacia ella como para escuchar y pareció que surgía una pequeña discusión entre ambos, una protesta violenta por parte de él, pero al cabo de un momento la Aes Sedai hizo que Aldieb volviera grupas y se perdió de vista por la otra ladera. Lan se quedó donde estaba, sobre Mandarb, observando el campamento que había al pie de la colina. Vigilando a Mat.

El joven se estremeció. De verdad que la cabeza de Couladin parecía estar sonriéndole directamente a él. Casi podía oír hablar al hombre. Me habrás matado, pero has metido el pie justo en el cepo. Yo estoy muerto, pero tú nunca estarás libre.

—Genial. Condenadamente genial —rezongó, y echó un trago del fuerte brandy que le cortó la respiración. Talmanes y Nalesean parecían creer que lo había dicho en serio, y Melindhra rió con complacencia.