Выбрать главу

—Por lo que veo tú no lo crees —dijo por encima del hombro a Aviendha. Ninguna de las Doncellas se había puesto la condenada cinta.

La joven vaciló antes de responder.

—No sé qué creer. —Habló tan bajo como antes, pero a pesar de ello su tono sonaba irritado e inseguro—. Hay muchas creencias, y las Sabias guardan silencio a menudo, como si ignorasen la verdad. Algunos afirman que siguiéndote expiamos el pecado de nuestros antepasados por… por fallarles a las Aes Sedai.

Su voz entrecortada lo impresionó; nunca se había planteado que a Aviendha le preocupara tanto como a cualquier otro Aiel lo que les había revelado sobre su pasado. Avergonzar sería un término más adecuado que preocupar; la vergüenza era una parte importante del ji’e’toh. Se avergonzaban de lo que habían sido —seguidores de la Filosofía de la Hoja— y al mismo tiempo se avergonzaban de haber abandonado su compromiso con ella.

—A estas alturas hay demasiados que han oído versiones de una parte de la Profecía de Rhuidean —continuó la joven con un timbre más controlado, como si ella no hubiese ignorado por completo la existencia de la dichosa profecía antes de iniciar su preparación para convertirse en Sabia—, pero están tergiversadas. Saben que nos destruirás… —Su supuesto control flaqueó lo que tardó en hacer una profunda inhalación—. Pero muchos creen que nos matarás a todos en interminables danzas con las lanzas, como un sacrificio para expiar el pecado. Otros creen que el marasmo en sí es una prueba, una criba para apartar a todos los que no sean lo bastante duros antes de la Última Batalla. Incluso he oído decir a algunos que los Aiel son ahora tu sueño, y que cuando despiertes de esta vida dejaremos de existir.

Una sombría serie de creencias, aquélla. Mal asunto haberles revelado un pasado que veían vergonzante. Era un milagro que no lo hubiesen abandonado todos. O que no se hubieran vuelto locos.

—¿Y qué es lo que piensan la Sabias? —preguntó en un tono tan quedo como el de ella.

—Que lo que ha de ser, será. Salvaremos lo que pueda salvarse, Rand al’Thor. No esperamos hacer nada más.

Esperamos. Se incluía entre las Sabias, igual que Egwene y Elayne se incluían entre las Aes Sedai.

—Bien —repuso con tono ligero—, imagino que Sorilea cree que como poco habría que darme de bofetadas. Y probablemente Bair lo piensa también. Y ni que decir tiene que Melaine.

—Entre otras cosas —masculló. Con gran decepción de Rand la muchacha se separó de él, aunque se mantuvo agarrada a la chaqueta—. Piensan muchas cosas que me gustaría que no pensaran.

Rand sonrió a despecho de sí mismo. Así que Aviendha no creía que necesitara unos buenos bofetones. La primera cosa agradable desde que se había despertado.

Las carretas de Hadnan Kadere se encontraban a un par de kilómetros de su tienda, colocadas en un círculo en una amplia depresión entre dos colinas, donde los Soldados de Piedra montaban guardia. El Amigo Siniestro llevaba una chaqueta de color cremoso, y alzó la vista mientras se enjugaba el sudor con el inevitable pañuelo grande cuando Rand pasó por allí con su estandarte y su escolta de corredoras. Moraine estaba con él, examinando la carreta donde el umbral ter’angreal iba atado y cubierto con lonas detrás del pescante. Ni siquiera volvió la vista hasta que Kadere le dijo algo; era obvio que éste le estaba sugiriendo que quizá quisiera acompañar a Rand. De hecho, parecía ansioso por que la Aes Sedai se marchara. Ciertamente tendría que felicitarse por haber conseguido ocultar durante tanto tiempo su condición de Amigo Siniestro, pero cuanto más tiempo pasara cerca de una Aes Sedai más probabilidades había de que lo descubrieran.

Realmente fue una sorpresa para Rand ver que el hombre seguía allí. Al menos la mitad de los carreteros que habían entrado en el Yermo con él se habían escabullido después de cruzar la Pared del Dragón, y hubo que reemplazarlos por refugiados cairhieninos elegidos por el propio Rand a fin de asegurarse de que no fueran de la calaña de Kadere. Todas las mañanas esperaba encontrarse con que el buhonero se había marchado, y más desde que Isendre había escapado. Las Doncellas casi habían desmontado las carretas para dar con ella, mientras Kadere empapaba tres pañuelos con sudor. Rand no lamentaría si el tipo se las ingeniaba para escabullirse una noche. Los centinelas Aiel tenían la orden de dejarlo marchar siempre y cuando no intentara llevarse los preciados carromatos de Moraine. Cada día se hacía más evidente que aquella carga era un tesoro para la Aes Sedai, y Rand estaba dispuesto a impedir que la perdiera.

Echó una ojeada por encima del hombro, pero Asmodean tenía la vista fija al frente, haciendo caso omiso de las carretas. El Renegado afirmaba no haber tenido contacto con Kadere desde que Rand lo había capturado, y éste era de la opinión que tal cosa podía ser verdad. Ciertamente el buhonero nunca se alejaba de la caravana y estaba a la vista de los centinelas en todo momento, salvo cuando se metía en su propio carromato.

Al otro lado de la caravana Rand casi sofrenó su caballo de manera inconsciente. Era muy probable que Moraine quisiera acompañarlo a Cairhien; le había llenado la cabeza de datos, pero siempre parecía que hubiese algo más que deseaba transmitirle, y esta vez precisamente a Rand le vendría bien contar con su presencia y su consejo. Sin embargo, la Aes Sedai se limitó a mirarlo durante unos instantes interminables y después se volvió hacia la carreta.

Fruncido el entrecejo, Rand taconeó al rodado para que continuara. No era mala cosa recordar que Moraine tenía otras ovejas que trasquilar aparte de las que él sabía. Se había vuelto muy confiado. Más le valía ser tan cauteloso con ella como lo era con Asmodean.

«No confíes en nadie», se exhortó amargamente para sus adentros. Por un instante no supo si la idea era suya o de Lews Therin, pero finalmente decidió que tanto daba. Todo el mundo tenía sus propias metas, sus propios deseos. Lo mejor era no confiar plenamente en nadie salvo en sí mismo. Empero, se preguntó hasta qué punto podía fiarse de sí mismo, con la presencia de otro hombre insinuándose en lo más recóndito de su mente.

Los buitres cubrían el cielo por encima de Cairhien en espirales superpuestas de negras alas. En el suelo aleteaban entre nubes de moscas, graznando roncamente a los relucientes cuervos que intentaban usurpar sus derechos sobre los cadáveres. Allí donde los Aiel recorrían los pelados cerros para recoger los cuerpos de sus muertos, las aves levantaban pesadamente el vuelo a la par que gritaban en protesta y después volvían a posarse en el suelo tan pronto como los humanos vivos se alejaban unos cuantos pasos. Buitres, cuervos y moscas juntos realmente no podrían ensombrecer la luz del día, pero ésa era la impresión que daba.

Sintiendo revuelto el estómago y procurando no mirar, Rand taloneó a Jeade’en para que trotara más deprisa hasta que Aviendha tuvo que pegarse de nuevo contra su espalda y las Doncellas acelerar el trote y convertirlo en carrera. Nadie protestó, y Rand no creía que se debiese únicamente a que los Aiel eran capaces de mantener esa velocidad durante horas. Incluso Asmodean parecía haber palidecido. La expresión de Pevin no varió, bien que el brillante estandarte que ondeaba tras él parecía una burla sórdida en ese lugar.

Lo que había más adelante no era mucho mejor. Rand recordaba extramuros como una bulliciosa colmena, un laberinto de callejas llenas de ruido y color. Ahora era una franja de cenizas amontonadas y silenciosas que rodeaba las murallas de Cairhien por tres de los cuatro lados. Vigas carbonizadas yacían al buen tuntún sobre los cimientos de piedra, y aquí y allí todavía se alzaba alguna chimenea, negra de hollín, que en ocasiones mantenía un precario equilibrio de puro ladeada que estaba. En algunos sitios aparecía una silla intacta tirada en la calle de tierra, o un hatillo que alguien había dejado caer en su precipitada huida, o una muñeca de trapo; todo ello hacía resaltar aun más la desolación.