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—Como vos digáis, mi señor Dragón —manifestó al cabo de un momento, pero su tono traslucía que no lo había entendido—. Si gustáis acompañarme al Palacio Real, os he preparado una pequeña recepción. Muy pequeña, me temo, puesto que no estaba enterado de vuestra llegada, aunque para esta noche me ocuparé de…

—Lo que quiera que hayáis preparado para ahora será suficiente —lo interrumpió Rand, y por respuesta obtuvo otra reverencia y una fina y untuosa sonrisa.

Ahora el tipo era todo servilismo, y dentro de una hora le estaría hablando como si fuera una persona de cortos alcances que no entendía los hechos que tenía ante sus narices, pero bajo todo ello yacía un desprecio y un odio que él creía que Rand no advertía a pesar de reflejarse claramente en sus ojos. Desprecio porque Rand no era un lord —realmente no, a entender de Meilan, porque no lo era de nacimiento— y odio porque en sus manos había tenido poder sobre la vida y la muerte antes de que Rand llegara. Creer que las Profecías del Dragón se cumplirían algún día era una cosa, y otra muy distinta que el propio poder se viera menguado por tal motivo.

Se produjo un momento de confusión antes de que Rand indicase a Sulin que permitiera a los otros lores tearianos pasar con sus caballos y situarse detrás de Asmodean y del estandarte enarbolado por Pevin. De ser por Meilan habría utilizado otra vez a los Defensores de la Ciudadela para despejar el camino, pero Rand ordenó, categórico, que se integraran en el cortejo detrás de las Doncellas. Los soldados obedecieron, los rostros impasibles bajo las viseras de los yelmos, aunque el oficial sacudió la cabeza y el Gran Señor sonrió con aire prepotente. Aquella sonrisa se desvaneció cuando se hizo evidente que la muchedumbre se apartaba fácilmente al paso de las Doncellas, quienes no tenían que repartir golpes para abrirse camino; el teariano lo atribuyó a la reputación de salvajismo que tenían los Aiel, y frunció el ceño cuando Rand no respondió a su comentario. Hubo algo de lo que sí tomó nota Rand: ahora que los tearianos iban con él, no volvieron a lanzarse aclamaciones.

El Palacio Real de Cairhien ocupaba completamente el cerro más alto de la ciudad, situado en su mismo centro; era una construcción cuadrada, oscura e imponente. A decir verdad, con todos esos niveles y cortes en terrazas revestidas de piedra resultaba difícil distinguir que hubiese en realidad un cerro. Arcadas elevadas y ventanales altos y estrechos, muy por encima del suelo, hacían tan poco para aliviar la rigidez de líneas como las grises torres escalonadas levantadas con precisión en cuadrados concéntricos de creciente altura. La calle daba paso a una larga y ancha rampa que conducía a unas grandes puertas de bronce y a un enorme patio cuadrado que había detrás, en el que filas de soldados tearianos en formación aguardaban firmes como estatuas, con las picas inclinadas. Había más en las balconadas de piedra que se asomaban al patio.

Un murmullo pasó por las filas de soldados al aparecer las Doncellas, pero quedó ahogado enseguida con los gritos entonados de «¡Gloria al Dragón Renacido! ¡Gloria al lord Dragón y a Tear! ¡Gloria al lord Dragón y al Gran Señor Meilan!». Por la expresión de este último, habríase dicho que todo aquello era espontáneo.

Sirvientes con uniformes oscuros, los primeros cairhieninos que Rand veía dentro de palacio, salieron apresuradamente con palanganas doradas y blancas toallas de lino mientras Rand pasaba la pierna por encima de la alta perilla del fuste de la silla y desmontaba. Otros sirvientes acudieron a encargarse de las riendas. Se valió de la excusa de lavarse la cara y las manos con agua fresca para dejar que Aviendha desmontara por sí misma. Intentar ayudarla a bajar podría muy bien haber acabado con los dos despatarrados en el empedrado del suelo.

Sin necesitar que se lo ordenara, Sulin eligió a veinte Doncellas además de ella para acompañarlo al interior. Por un lado, Rand se alegró de que la Aiel no intentara mantener hasta la última lanza a su alrededor. Por otro lado, deseó que Enaila, Lamelle y Somara no hubiesen estado entre las veinte escogidas. Las atentas miradas que le dedicaban —sobre todo Lamelle, una mujer delgada, de mandíbula firme, con el cabello rojo oscuro y casi veinte años mayor que él— le hicieron rechinar los dientes. De algún modo Aviendha tenía que habérselas arreglado para hablar con ellas y con Sulin a su espalda. «Tal vez no pueda hacer nada respecto a las Doncellas —pensó, sombrío, mientras echaba la toalla de lino a uno de los sirvientes—, ¡pero que me abrase si queda una sola Aiel a la que no deje bien claro que soy el Car’a’carn

Los otros Grandes Señores lo recibieron al pie de la amplia escalinata gris que subía desde el patio, todos ellos ataviados con chaquetas de seda en fuertes colores, con franjas satinadas y botas trabajadas con adornos de plata. Saltaba a la vista que ninguno de ellos sabía que Meilan había salido a buscarlo hasta que ya estaba todo hecho. Torean, con su basta cara de patata y un extraño aire lánguido en un hombre de aspecto tan tosco, aspiró con nerviosismo el pañuelo perfumado. Gueyam, la barba ungida con aceites que hacía resaltar más aun su calvicie, apretaba los puños, del tamaño de jamones pequeños, y asestaba una mirada furibunda a Meilan incluso mientras hacía una reverencia a Rand. La afilada nariz de Simaan temblaba de indignación; Maraconn, cuyos ojos de color azul eran poco corrientes en Tear, tenía los finos labios tan apretados que casi le habían desaparecido; y, aunque la estrecha cara de Hearne era toda sonrisas, el hombre se daba tirones inconscientemente del lóbulo de una oreja, gesto habitual en él cuando estaba furioso. Sólo Aracome, esbelto como un sable, no traslucía emoción alguna; claro que este hombre sabía disimular la ira hasta que estaba a punto de estallar.

Era una oportunidad demasiado buena para desaprovecharla. Agradeciendo para sus adentros a Moraine todo lo que le había enseñado —era más fácil hacer tropezar a un necio que derribarlo de un golpe, decía la Aes Sedai— Rand estrechó afectuosamente la regordeta mano de Torean, palmeó a Gueyam en el fornido hombro, devolvió la sonrisa a Hearne con otra tan cálida como si se la dedicara a un amigo íntimo, y saludó con un breve cabeceo a Aracome a la par que le lanzaba una intensa y, aparentemente, significativa mirada. A Simaan y Maraconn no les hizo más caso que una breve e impasible ojeada a cada uno, tan fría como un estanque en pleno invierno.

De momento no hacía falta más, aparte de observar cómo movían los ojos y los rostros se ponían tensos mientras le daban vueltas al asunto. Habían participado en el Da’es Daemar, el Juego de las Casas, a lo largo de toda su vida, y el estar entre cairhieninos, que hacían mil cábalas por el simple gesto de enarcar una ceja o de toser, había agudizado su susceptibilidad. Cada uno de ellos sabía que Rand no tenía motivo para mostrarse amistoso con él, pero cada cual se estaría preguntando si no lo habría saludado así a él para ocultar algo real con cualquier otro. Los que parecían más preocupados eran Simaan y Maraconn, pero los restantes observaban a esos dos quizás abrigando más sospechas que con los demás. Tal vez la frialdad demostrada había sido la verdadera tapadera. O quizás era eso precisamente lo que se intentaba que pensaran.

Rand se dijo que Moraine se sentiría orgullosa de él, y también Thom Merrilin. Aun en el caso de que ninguno de estos siete estuviera tramando nada contra él en la actualidad —cosa que jamás creería aunque Mat apostara por ello— los hombres de su posición podían hacer mucho para echar a perder sus planes sin verse implicados, y lo harían aunque sólo fuese por la fuerza de la costumbre aunque no hubiese otra razón. O lo habrían hecho. Ahora los había cogido por sorpresa y los tenía desconcertados. Si era capaz de mantenerlos en ese estado, estarían demasiado ocupados vigilándose entre sí para crearle problemas a él. Puede que incluso obedecieran, para variar, sin encontrar cien razones para que las cosas se hiciesen de un modo distinto del que él quería. En fin, eso sería mucho pedir.