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Su satisfacción se desvaneció al advertir la mueca sarcástica de Asmodean. Y peor fue la interrogante mirada de Aviendha. Ella había estado en la Ciudadela de Tear, sabía quiénes eran estos hombres y por qué los había mandado allí. «Hago lo que debo», pensó amargamente, y habría deseado que no sonara como si quisiera disculparse.

—Entremos —dijo con un timbre más cortante de lo que pretendía, y los siete Grandes Señores dieron un brinco como si de repente hubiesen recordado quién y qué era él.

Trataron de arremolinarse a su alrededor mientras remontaba la escalinata, pero salvo Meilan, que le indicaba el camino, las Doncellas simplemente formaron un sólido cerco en torno a Rand, y los Grandes Señores tuvieron que ponerse detrás con Asmodean y los nobles de segunda fila. Aviendha se mantuvo cerca, por supuesto, y Sulin iba al otro lado, con Somara, Lamelle y Enaila pisándole los talones. Sólo con alzar el brazo habrían podido tocarle la espalda, sin necesidad de estirarlo. Rand asestó a Aviendha una mirada acusadora, y la joven enarcó las cejas en una expresión tan interrogante que él casi creyó que no tenía nada que ver. Sólo casi.

Los pasillos del palacio estaban desiertos a excepción de los uniformados sirvientes que hacían exageradas reverencias a su paso, pero cuando entró en el Gran Salón del Sol comprobó que la nobleza cairhienina no había sido excluida completamente de la corte.

—Llega el Dragón Renacido —anunció un hombre de cabello blanco que se encontraba al otro lado de las enormes puertas doradas con el Sol Naciente cincelado en ellas. Su chaqueta roja con las estrellas de seis puntas bordadas en azul, que le quedaba un poco grande tras su estancia en Cairhien, lo señalaba con un sirviente de alto rango de la casa de Meilan—. ¡Salve, lord Dragón Rand al’Thor! ¡Honor y gloria al lord Dragón!

Se alzó un clamor en la cámara que resonó en la bóveda en ángulo del techo, quince metros más arriba:

—¡Salve, lord Dragón Rand al’Thor! ¡Honor y gloria al lord Dragón!

En comparación, el silencio que siguió pareció mucho más intenso. Entre las inmensas columnas cuadradas de mármol, veteadas en un tono azul tan oscuro que casi parecía negro, había muchos más tearianos de lo que Rand esperaba, filas de Señores y Señoras de la Tierra ataviados con sus mejores atuendos: sombreros picudos de terciopelo y chaquetas de mangas abullonadas y rayadas ellos; vestidos de vivos colores con gorgueras de encaje y minúsculos casquetes trabajados con complejos bordados o recamados de perlas o pequeñas gemas ellas.

Detrás de los tearianos estaban los cairhieninos, vestidos en tonos oscuros excepto por los acuchillados de color que cruzaban la pechera de los vestidos o de las largas casacas. Cuantos más acuchillados con los colores de las casas, más alto el rango de quien los llevaba, pero tanto hombres como mujeres que lucían franjas desde el cuello hasta la cintura o más abajo estaban detrás de tearianos que claramente pertenecían a casas de segunda fila, con bordados en hilo dorado en vez de hilo de oro, y paño de lana en lugar de seda. No eran pocos los hombres cairhieninos que se habían afeitado y empolvado la parte delantera de la cabeza; todos los jóvenes la llevaban de tal guisa.

Los tearianos se mostraban expectantes aunque intranquilos; los rostros cairhieninos parecían estar tallados en hielo. Imposible saber quiénes habían aclamado y quiénes no, pero Rand sospechaba que la mayoría de las salutaciones se habían producido en las filas delanteras.

—Son muchos los que desean serviros aquí —murmuró Meilan mientras cruzaban por el suelo de baldosas azules con el gran mosaico del Sol Naciente. Las reverencias e inclinaciones de cabezas se sucedieron a su paso.

Rand se limitó a responder con un gruñido. ¿Que deseaban servirle? No necesitaba a Moraine para saber que estos nobles de segunda fila confiaban en hacerse más grandes merced a los predios y feudos desgajados de Cairhien. Sin duda Meilan y los otros seis Grandes Señores ya habían insinuado, si no prometido, qué tierras pertenecerían a quién.

Al otro extremo del Gran Salón, el Trono del Sol se alzaba en el centro de una amplia plataforma en gradas de mármol azul oscuro. Incluso aquí la sobriedad cairhienina se mantenía, considerando que era un trono. El gran sillón de robustos reposabrazos relucía con dorados y seda, pero de algún modo daba la impresión de ser todo él simples líneas verticales, a excepción del radiante Sol Naciente que quedaría sobre la cabeza de quienquiera que se sentara en él.

Y ese quién se suponía que era él, comprendió Rand mucho antes de llegar a los siete peldaños que conducían a lo alto de la plataforma. Aviendha los subió con él, y Asmodean, en su condición de bardo del lord Dragón, también los remontó, pero Sulin se apresuró a situar a las otras Doncellas alrededor de la base de la plataforma, quienes sostuvieron las lanzas de manera que cortaron el paso a Meilan y al resto de los Grandes Señores. La frustración se pintó en aquellos semblantes tearianos. El silencio reinante en el Gran Salón era tan profundo que Rand podía oír su propia respiración.

—Esto pertenece a otra persona —dijo finalmente—. Además, he pasado demasiado tiempo sobre la silla de montar para sentirme a gusto en un asiento tan duro. Traedme algo más cómodo.

Hubo un momento de estupefacto silencio antes de que un murmullo recorriera la cámara. La expresión de Meilan se tornó de repente tan calculadora —aunque rápidamente la ocultó— que Rand estuvo a punto de reír. Era muy probable que Asmodean tuviera razón respecto a este hombre. El propio Renegado observaba a Rand con un gesto insinuante apenas velado.

Pasaron varios minutos antes de que el tipo de la chaqueta con estrellas bordadas regresara, jadeante, y subiera a la plataforma seguido de dos sirvientes cairhieninos uniformados que cargaban con un sillón de respaldo alto, con montones de mullidos cojines de seda, y les indicara dónde colocarlo mientras lanzaba constantes ojeadas inquietas a Rand. Unas líneas verticales doradas recorrían las sólidas patas y el respaldo del sillón, pero su aspecto resultaba insignificante junto al Trono del Sol.

Mientras los tres sirvientes se retiraban haciendo reverencias sin parar, doblándose por la cintura a cada paso, Rand tiró a un lado la mayor parte de los cojines y se sentó agradecido; colocó sobre sus rodillas el fragmento de lanza seanchan, pero tuvo buen cuidado de no suspirar. Aviendha lo estaba observando atentamente por si advertía en él algún gesto de debilidad, y el modo en que los ojos de Somara iban de la joven a él alternativamente confirmó sus sospechas.

Sin embargo, fueran cuales fueran los problemas que tenía con Aviendha y las Far Dareis Mai, los presentes en la sala aguardaban sus palabras con ansiedad e inquietud a partes iguales. «Al menos saltarán si digo rana», pensó. Puede que no les gustase, pero lo harían.

Con la ayuda de Moraine había urdido lo que debía hacer allí. Algunas cosas sabía de antemano que eran correctas sin que ella se las sugiriese, pero habría sido conveniente tenerla a su lado para que le aconsejara al oído cuando fuera necesario, en vez de tener a Aviendha dispuesta a hacer una seña a Somara, pero no tenía sentido alargar más el momento. A buen seguro que toda la nobleza teariana y cairhienina instalada en la ciudad se encontraba presente en la sala.

—¿Por qué se han quedado detrás los cairhieninos? —inquirió en voz alta, y la multitud de nobles rebulló al tiempo que se intercambiaban miradas desconcertadas—. Los tearianos vinieron para prestar ayuda, pero eso no es razón para que los cairhieninos se queden relegados en las filas posteriores. Que todos los presentes se coloquen conforme al rango. Todos.

Habría resultado difícil decir cuál de los dos grupos, tearianos y cairhieninos, estaba más estupefacto, si bien Meilan parecía a punto de tragarse la lengua, y los otros seis Grandes Señores no le andaban muy a la zaga. Incluso el flemático Aracome se había quedado pálido. En medio de mucho arrastrar de pies y apartar a un lado las faldas y numerosas miradas gélidas por parte de ambos grupos, los asistentes se colocaron como Rand había requerido, hasta que en primera fila sólo hubo hombres y mujeres con franjas de colores a través de las pecheras, y en la segunda, sólo unos pocos tearianos entre cairhieninos. A Meilan y sus iguales se les habían unido al pie de la plataforma lores y ladis cairhieninos en un número que duplicaba el suyo, la mayoría de los cuales peinaban canas, y todos lucían franjas de colores desde el cuello hasta casi las rodillas; aunque el término «unírseles» no era el apropiado. Formaban dos grupos separados por un trecho de tres pasos, y evitaban mirarse entre sí con tal empeño que tanto habría dado si hubiese agitado los puños y la hubiesen emprendido a gritos. Todas las miradas estaban prendidas en Rand, y si las de los tearianos traslucían cólera, las de los cairhieninos seguían siendo gélidas, con sólo atisbos de deshielo en el modo conjeturador con que lo estudiaban.