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Lejos del glorioso pasado guerrero en el que la mayoría creía, los Aiel habían empezado como indefensos refugiados a raíz del Desmembramiento del Mundo. Todos los que sobrevivieron al cataclismo lo eran, por supuesto, pero los Aiel nunca se habían considerado indefensos. Lo que era peor, habían sido seguidores de la Filosofía de la Hoja, una ética que rechazaba el uso de la violencia incluso en defensa de la propia vida. Aiel significaba «Dedicados» en la Antigua Lengua, y era a la paz a lo que estaban consagrados. Los que en la actualidad se llamaban a sí mismos Aiel eran los descendientes de aquellos que habían roto una promesa mantenida durante incontables generaciones. Sólo quedaba un vestigio de aquella creencia: un Aiel prefería morir antes que tocar una espada. Siempre habían considerado que ello era parte de su orgullosa ascendencia, de su disociación con quienes vivían fuera del Yermo.

Rand les había oído decir que habían cometido algún pecado por el que los habían llevado a vivir a esas desoladas tierras. Ahora sabían cuál era. Los hombres y mujeres que habían construido Rhuidean y muerto allí —los llamados Jenn Aiel, el clan que no lo era, en las contadas ocasiones en que se hablaba de ellos— eran los únicos que se habían mantenido fieles a las Aes Sedai desde los tiempos anteriores al Desmembramiento. Era muy duro afrontar el hecho de que aquello en lo que uno siempre había creído era una mentira.

—Había que decirlo —adujo Rand.

«Tenían derecho a saberlo —se dijo—. Un hombre no debería verse obligado a vivir una mentira. Además, sus propias profecías dicen que los destruiría. No podría haber actuado de otro modo». El pasado era pasado y había quedado atrás; debería preocuparse del futuro. «Algunos de estos hombres no me aprecian y algunos me odian por no haber nacido entre ellos, pero me siguen. Los necesito a todos».

—¿Y qué hay de los Miagoma? —preguntó.

Erim, recostado entre Rhuarc y Han, sacudió la cabeza. Su cabello, antaño de un fuerte tono pelirrojo, estaba ahora medio cano, pero en sus verdes ojos había tanta fuerza como en los de un joven. Sus grandes manos, anchas, largas y firmes, pregonaban la fortaleza de sus brazos.

—Timolan no deja que sus pies sepan hacia qué lado saltarán hasta que ha brincado.

—Cuando Timolan era un joven jefe —dijo Jheran—, intentó unir a los clanes y fracasó. No le sentará muy bien que haya alguien que ha tenido éxito en donde él falló.

—Vendrá —manifestó Rhuarc—. Timolan jamás se creyó a sí mismo El que Viene con el Alba. Y Janwin traerá a los Shiande. Pero esperarán. Antes tienen que asumir los acontecimientos en sus propias mentes.

—Lo que tienen que asumir es el hecho de que El que Viene con el Alba es un hombre de las tierras húmedas —espetó Han—. Sin ánimo de ofender, Car’a’carn. —En su voz no había servilismo; un jefe no era un rey, y tampoco lo era el jefe de jefes. En el mejor de los casos, se lo consideraba el primero entre iguales.

—También los Daryne y los Codarra acabarán viniendo, creo —dijo calmosamente Bruan. Y deprisa, no fuera a ser que el silencio se convirtiera en una razón para danzar las lanzas. El primero entre iguales en el mejor de los casos—. Han sido los clanes que han sufrido más bajas por el marasmo. —Así era como los Aiel habían dado en llamar al largo período de estupefacción y parálisis en que habían quedado sumidos antes de que alguien intentara escapar de ser Aiel—. Por el momento, Mandelain e Indirian están volcados en mantener unidos a sus clanes, y ambos querrán ver con sus propios ojos los dragones en tus brazos, pero vendrán.

Aquello dejaba sólo pendiente de discusión un clan, precisamente al que ninguno de los jefes deseaba mencionar.

—¿Qué noticias hay de Couladin y de los Shaido? —preguntó Rand.

Silencio por toda respuesta; un silencio roto únicamente por las suaves y serenas notas del arpa en segundo plano. Los hombres, en un estado de ánimo lo más parecido al desasosiego en unos Aiel, aguardaban a que fuera otro quien hablara. Jheran se examinaba fijamente, con el ceño fruncido, la uña del pulgar; Bruan jugueteaba con una de las borlas plateadas de su cojín verde, e incluso Rhuarc contemplaba atentamente la alfombra.

Los hombres y mujeres vestidos de blanco se afanaban en silencio escanciando vino en copas de plata que se iban colocando al lado de cada jefe, llevando bandejas con aceitunas, escasas en el Yermo, queso de oveja y los pálidos y arrugados frutos secos que los Aiel llamaban pecara. Los rostros Aiel que asomaban bajo las blancas capuchas mantenían los ojos fijos en el suelo y una inusitada expresión de mansedumbre.

Capturados, ya fuera en batalla o en un asalto a un dominio, los gai’shain juraban servir obedientemente durante un año y un día, sin tocar un arma, sin actuar con violencia, y al finalizar el plazo regresaban a su clan y a su septiar como si no hubiera ocurrido nada. Una curiosa reminiscencia de la Filosofía de la Hoja. El ji’e’toh, honor y obligación, lo exigía, y romper el ji’e’toh era casi lo peor que podía hacer un Aiel. Puede que lo peor. Cabía la posibilidad que alguno de esos hombres o mujeres estuvieran sirviendo en ese momento al jefe de su propio clan; pero, mientras durara el período de gai’shain, no darían señal alguna de reconocimiento, ni el más leve parpadeo, incluso en el caso de ser un hijo o una hija.

De repente se le ocurrió a Rand que tal era la razón de que algunos Aiel reaccionaran como lo habían hecho ante su revelación. Para ellos debía de haber sido como si sus antepasados hubieran prometido ser gai’shain de por vida, y no sólo para ellos, sino también para todas las generaciones venideras. Y esas generaciones —todas, desde el principio hasta el día de hoy— habían quebrantado el ji’e’toh al tomar la lanza. ¿Alguno de los jefes que tenía delante se habría planteado este punto de vista? El ji’e’toh era un asunto sumamente serio para cualquier Aiel.

Los gai’shain se marcharon sin que sus pasos levantaran el más leve rumor. Ninguno de los jefes tocó el vino ni la comida.

—¿Hay alguna esperanza, por remota que sea, de que Couladin se reúna conmigo? —Rand sabía que no la había; había dejado de enviar mensajes requiriendo una entrevista cuando se enteró de que Couladin desollaba vivos a los portadores. Empero, era un modo de hacer hablar a los otros.

—La única noticia que hemos tenido de él —contestó Han con un resoplido de desprecio— es que se propone despellejarte a ti cuando te ponga los ojos encima. ¿Te parece que eso apunta alguna intención de dialogar?

—¿Qué posibilidades tengo de apartar a los Shaido de él?

—Ellos lo siguen —repuso Rhuarc—. No es jefe, pero ellos creen que lo es. —Couladin no había entrado en aquellas columnas de cristal, por lo que tal vez todavía siguiera creyendo lo que proclamaba: que todo lo que Rand había dicho era mentira—. Afirma que él es el Car’a’carn, y ellos también lo creen. Las Doncellas Shaido que vinieron lo hicieron por su asociación, y ello porque las Far Dareis Mai son defensoras de tu honor. Ninguno más de ellos vendrá.

—Enviamos exploradores para vigilarlos —dijo Bruan—, y los Shaido los matan en cuanto tienen ocasión. Con ello, Couladin ha iniciado media docena de pleitos de sangre, pero hasta el momento no da señales de que vaya a atacarnos. Según me han contado dice que estamos profanando Rhuidean y que atacarnos aquí sólo sería agravar el sacrilegio.

Erim gruñó y rebulló en el cojín.

—Lo que quiere decir es que hay suficientes lanzas aquí para matar dos veces a los Shaido y todavía sobrarían. —Se metió un trozo del blanco queso en la boca y agregó—: Los Shaido fueron siempre cobardes y ladrones.