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—Me he fijado en los estandartes que ondean sobre Cairhien —prosiguió cuando dejaron de moverse—. Está bien que flameen tantas Lunas Crecientes de Tear. Sin el grano teariano, la gente de esta ciudad no habría vivido para izar ninguna bandera. Y, sin las espadas tearianas, la gente de esta ciudad que hubiese sobrevivido hasta hoy, tanto nobles como plebeyos, estaría aprendiendo a obedecer a los Shaido. Tear es digna de elogio. —Aquello hizo que los tearianos se hincharan de orgullo, naturalmente, y provocó feroces cabeceos de asentimiento y aun más feroces sonrisas, aunque ciertamente pareció desconcertar a los Grandes Señores. En realidad, los cairhieninos que estaban al pie de la plataforma se miraban entre sí con incertidumbre—. Pero yo no necesito tantos estandartes en mi honor. Dejad una sola enseña del Dragón en la torre más alta de la ciudad para que así todos cuantos se aproximen la vean, pero quitad las demás y reemplazadlas por las de Cairhien. Estamos en Cairhien, y el Sol Naciente debe ondear, y ondeará, orgullosamente. Cairhien tiene su propio honor, y lo conservará.

La sala estalló en un clamor tan repentino que las Doncellas enarbolaron las lanzas, un clamor que reverberó en paredes y techo. Un instante después Sulin se dirigía a las Doncellas con el rápido lenguaje de señas, y los velos a medio alzar se dejaron caer de nuevo. Los nobles cairhieninos aclamaban con tanto entusiasmo como lo había hecho el pueblo llano en las calles, brincando y agitando los brazos como cualquier habitante de extramuros en plena fiesta. En medio del pandemónium les llegó el turno a los tearianos de intercambiar miradas silenciosas. No parecían enfadados. Incluso Meilan tenía un aire inseguro más que cualquier otra cosa, aunque, al igual que Torean y los demás, contemplaba con estupefacción a los lores y ladis de alto rango que había a su alrededor, tan fríos y dignos unos segundos antes, y ahora danzando y aclamando al lord Dragón.

Rand ignoraba cómo había interpretado cualquiera de ellos sus palabras. Ciertamente había esperado que leyesen entre líneas lo que había dicho, en especial los cairhieninos, y tal vez incluso que algunos comprenderían lo que realmente quería dar a entender, pero no estaba preparado para tal despliegue de entusiasmo. El carácter reservado cairhienino era un rasgo peculiar —¡si lo sabría él!—, que a veces se mezclaba con una obstinación inesperada. Moraine se había mostrado reticente en ese tema a pesar de su insistencia en tratar de enseñarle cuanto pudiera; todo lo más que había llegado a comentar fue que si esa circunspección se rompía quizá lo hiciera hasta un grado sorprendente. Y tanto que sí.

Cuando cesaron finalmente las aclamaciones, empezaron los juramentos de lealtad. Meilan fue el primero en hincar la rodilla en el suelo, el semblante tenso mientras juraba por la Luz y su esperanza de salvación y renacimiento servir fielmente y obedecer; era una antigua fórmula, y Rand confió en que obligara a algunos a guardar el juramento. Después de que Meilan hubo besado la punta del fragmento de lanza seanchan, tratando de disimular una mueca amarga atusándose la barba, ocupó su lugar lady Colavaere. Era una mujer madura muy hermosa, con los puños de oscuras puntillas cayendo sobre las manos que colocó entre las de Rand, y franjas horizontales de colores desde la gola de encaje hasta las rodillas; prestó juramento con una voz clara y firme y aquel timbre musical al que Rand estaba acostumbrado a fuerza de oírlo en Moraine. También en sus oscuros ojos había algo de esa mirada evaluativa de la Aes Sedai, en especial cuando la volvió hacia Aviendha mientras hacía una reverencia y descendía las gradas de la plataforma. Torean la reemplazó, sudando a mares conforme prestaba juramento, y a él lo reemplazó lord Dobraine, con una mirada penetrante en sus ojos hundidos, uno de los pocos hombres mayores que se había afeitado la parte delantera de su largo y muy canoso cabello; después fue el turno de Aracome; y luego…

Rand notó crecer su impaciencia a medida que el desfile de nobles se sucedía y se presentaban de uno en uno para arrodillarse ante él, un cairhienino a continuación de un teariano, que a su vez había reemplazado a otro cairhienino, tal como lo había ordenado. Todo esto era necesario, a decir de Moraine —y así lo confirmó una voz dentro de su cabeza que sabía era la de Lews Therin— pero para él sólo significaba más retraso. Debía tener su lealtad, aunque sólo fuera en apariencia, a fin de empezar a consolidar su posición en Cairhien, y al menos ese comienzo debía llevarlo a cabo antes de ocuparse de Sammael. «¡Y me ocuparé de él! ¡Todavía me queda mucho por hacer para dejarle que siga pinchándome los talones desde los matorrales! ¡Va a enterarse de lo que implica provocar al Dragón!»

No comprendía por qué los que se arrodillaban ante él empezaban a sudar y a lamerse los labios mientras pronunciaban, entre balbuceos, las palabras del juramento de lealtad. Claro que él no veía la fría luz que ardía en sus propios ojos.

47

El precio de un barco

Acabadas las abluciones matinales, Nynaeve se secó con la toalla y, de mala gana, se puso una camisola limpia de seda. La seda no era tan fresca como el lino, y, aunque el sol acababa de salir, el calor dentro del carromato presagiaba que tendrían otro día sofocante. Además de lo cual, la prenda estaba cortada del tal modo que la mujer temía que se le deslizara y cayera alrededor de los tobillos si respiraba mal. Al menos no estaba húmeda con la transpiración de la noche, como lo estaba la que había desechado.

Unos sueños inquietantes no la habían dejado descansar, sueños de Moghedien de los que despertaba tan sobresaltada que se incorporaba en la cama bruscamente. Y ésos no eran tan malos como aquellos en los que no se despertaba: sueños de Birgitte disparándole flechas, pero a ella, no al tablón, sin fallar; sueños de los seguidores del Profeta entrando a saco en el recinto del espectáculo; de quedarse atascadas en Samara para siempre porque no llegaba ninguna embarcación; de llegar a Salidar y encontrar que Elaida estaba al mando. O de nuevo Moghedien, que estaba allí también. De este último había despertado sollozando.

Todo, naturalmente, se debía a las preocupaciones y era lógico. Tres noches acampados allí sin que apareciera un barco; tres días sofocantes de estar plantada de pie, con los ojos vendados, contra el condenado tablón. Eso solo bastaba para ponerle de punta los nervios a cualquiera aun sin contar con la inquietud de no saber si Moghedien se dirigía o no hacia allí. Claro que el que la mujer supiera que viajaban con un espectáculo ambulante no significaba que las buscara precisamente en Samara. Había más espectáculos ambulantes en el mundo aparte de los que se habían reunido en esa ciudad. Sin embargo, buscar razones para no estar preocupada era más fácil que no preocuparse.

«Pero ¿por qué estoy inquieta por Egwene?» Sumergió una ramita machacada en un pequeño plato con sal y soda que había en el lavabo y empezó a frotarse enérgicamente los dientes. Egwene había aparecido de repente en casi todos sus sueños, gritándole y regañándola, pero no entendía cómo encajaba la muchacha en ellos.