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A decir verdad, la ansiedad y la falta de sueño sólo eran responsables en parte del pésimo humor que tenía aquella mañana. Los otros motivos eran minucias, pero muy reales. Una china en el zapato no era apenas nada si se comparaba con que a uno le cortasen la cabeza, pero si la incordiante china sí estaba en el zapato y el tajo del verdugo sólo era una remota probabilidad…

Era imposible no mirar su propia imagen y su cabello suelto sobre los hombros en lugar de estar decentemente trenzado. Por mucho que se lo cepillase el descarado tono pelirrojo no desaparecería. Y sabía de sobra que había un vestido azul sobre la cama, a su espalda, de un azul tan chillón que haría pestañear incluso a una gitana, y con un escote tan exagerado como el del primer atuendo rojo que estaba colgado en una clavija. Ésa era la razón de que llevase puesta esta camisola que se sostenía tan precariamente. Un vestido así no era bastante, al menos en opinión de Valan Luca, de modo que Clarine trabajaba a marchas forzadas en otro par a juego de un color amarillo rabioso, y se había comentado algo sobre rayas. Nynaeve no quería saber nada de rayas.

«Al menos ese hombre podría dejarme elegir los colores», pensó mientras frotaba enérgicamente con la ramita machacada. O Clarine. Pero no, Luca tenía sus ideas y nunca consultaba. En ocasiones su elección de colores la hacía olvidar la línea de los escotes. «¡Debería tirárselo a la cara!» Pero sabía que no lo haría. Por otro lado, Birgitte se exhibía con aquellos vestidos sin el menor sonrojo. ¡Desde luego, la mujer no se parecía en nada a la heroína de las historias! Y no es que fuera a ponerse estos vestidos sin protestar sólo porque Birgitte lo hiciera. No competía con ella en ningún sentido. Sólo que…

—Si tienes que hacer algo, más te vale hacerte a la idea —gruñó sin sacarse la ramita de la boca.

—¿Qué has dicho? —preguntó Elayne—. Si vas a decir algo, por favor quítate eso de la boca. De otro modo el ruido es asqueroso.

Nynaeve se enjugó la barbilla y luego lanzó una mirada furibunda sobre el hombro. Elayne estaba sentada en su estrecho catre, con las piernas dobladas hacia un lado, y se trenzaba el cabello teñido de negro. Ya se había puesto las ajustadas calzas repletas de lentejuelas así como una camisa nívea de seda, con vuelos en el escote, que era excesivamente transparente. La blanca capa, también adornada con lentejuelas, descansaba a su lado. Blanca. También ella tenía dos trajes para actuar y un tercero estaba en confección, todos ellos blancos, aunque no exactamente lisos.

—Si vas a vestirte de ese modo, Elayne, no deberías sentarte así. Es indecente.

La joven se puso ceñuda, pero bajó los pies al suelo. Y alzó la barbilla con aquel aire altanero tan propio de ella.

—Creo que daré un paseo por la ciudad esta mañana —anunció fríamente, todavía trenzándose el cabello—. Me siento… encerrada en este carromato.

Nynaeve se aclaró la boca y escupió el agua en la palangana. Haciendo mucho ruido. Ciertamente el carromato daba la impresión de hacerse más y más pequeño con el paso de los días. A lo mejor no era necesario que estuvieran recluidas para dejarse ver lo menos posible —la idea había sido suya, y empezaba a lamentarlo— pero esto ya era ridículo. Tres días encerrada con Elayne salvo cuando tenían que actuar empezaban a parecerle tres semanas. O tres meses. Hasta ahora no se había dado cuenta de la lengua tan corrosiva que tenía Elayne. Tenía que llegar un barco. Cualquier clase de embarcación. Habría dado hasta la última moneda escondida en la chimenea de ladrillos, hasta la última joya, cualquier cosa, por disponer de un barco ese mismo día.

—Bueno, un paseo no llamará la atención, ¿verdad? Sin duda el ejercicio te vendrá bien. O tal vez sólo se deba a que esas calzas te aprietan demasiado las caderas.

Los azules ojos centellearon, pero la barbilla de Elayne permaneció erguida y su tono siguió siendo frío.

—Soñé con Egwene anoche, y entre la charla sobre Rand y Cairhien, porque a mí me preocupa lo que esté ocurriendo allí aunque a ti no, me comentó que te estabas volviendo una chillona verdulera. No es que opine igual, necesariamente. Yo habría utilizado el término «rabanera».

—¡Escúchame bien, pequeña marisabidilla maleducada! ¡Como no te…! —Todavía ceñuda, Nynaeve cerró la boca bruscamente y luego respiró lenta y profundamente. Con un gran esfuerzo consiguió que su voz sonara calmada cuando volvió a hablar—. ¿Que has soñado con Egwene? —Elayne asintió con un seco cabeceo—. ¿Y habló de Rand y de Cairhien?

La mujer más joven puso los ojos en blanco con exagerada exasperación y continuó haciéndose la trenza. Nynaeve se obligó a soltar el puñado de cabello rojo que apretaba entre sus dedos y rechazó la idea de enseñar a la heredera del trono de Andor una pequeña lección de modales. Como no apareciese pronto un barco…

—Si eres capaz de pensar en otra cosa que no sea cómo enseñar más las piernas de lo que ya lo estás haciendo ahora —continuó Nynaeve—, tal vez te interese saber que también estuvo en mis sueños. Dijo que Rand había logrado una gran victoria en Cairhien ayer.

—Puede que yo enseñe las piernas —bramó Elayne, con los pómulos enrojeciéndose de rabia—, pero al menos no llevo al aire los… ¿Que también has soñado con ella?

No tardaron mucho en cotejar notas, aunque Elayne siguió haciendo alarde de una lengua viperina. No era raro que soñaran con lo mismo; Nynaeve tenía buenas razones para gritar a Egwene, y Elayne seguramente había soñado con desfilar ante Rand con aquel traje de lentejuelas, si no con menos ropa; decírselo fue un simple acto de sinceridad, nada más. Aun así, enseguida se hizo patente que Egwene les había dicho lo mismo en ambos sueños, y aquello no dejaba lugar a la menor duda.

—No paraba de repetir que estaba realmente allí —murmuró la antigua Zahorí—, pero pensé que era parte del sueño. —Egwene les había comentado muy a menudo que tal cosa era posible, hablar con alguien en sus propios sueños, pero jamás insinuó que ella fuese capaz de hacerlo—. ¿Por qué iba a creerlo? Me refiero a que también dijo que finalmente había reconocido un trozo de lanza, que últimamente Rand lleva a todos sitios, como de procedencia seanchan, y eso es ridículo.

—Oh, sí, claro. —Elayne enarcó una ceja de un modo irritante—. Tan ridículo como toparnos con Cerandin y sus s’redit. Tiene que haber más refugiados seanchan, Nynaeve, y probablemente las lanzas sean lo menos importante que dejaron tras de sí.

¿Es que esta mujer no podía hablar sin soltar un aguijonazo?

—Ya me he dado cuenta de que tú comprendiste enseguida que no era un simple sueño —replicó con sorna.

Elayne se echó la coleta ya trenzada hacia atrás, por encima del hombro, y después sacudió subrepticiamente la cabeza otra vez, para calcular bien el movimiento.

—Espero que Rand se encuentre bien —dijo, y Nynaeve resopló; Egwene había dicho que el muchacho necesitaría varios días de descanso antes de poder levantarse, pero Moraine lo había curado. La otra mujer continuó—: Nadie le ha advertido que no debe prolongar en exceso el tiempo de contacto con el saidin. ¿Es que ignora que el Poder podría matarlo si absorbe demasiado o lo maneja estando cansado? En ese aspecto, para él es igual que para nosotras.

De modo que su intención era cambiar de tema, ¿no?

—A lo mejor no lo sabe —respondió dulcemente Nynaeve—, puesto que no existe una Torre Blanca para hombres. —Aquello la hizo pensar en otra cosa—. ¿De verdad crees que fue Sammael?

Cogida por sorpresa con una réplica en la punta de la lengua, Elayne la miró, furibunda, por el rabillo del ojo y después soltó un suspiro malhumorado.