Выбрать главу

En el exterior los hombres ya estaban listos para la marcha. Y murmurando entre ellos y lanzando ojeadas impacientes a Elayne y a ella. No era justo. Galad e Ino no tenían equipaje que preparar; la flauta y el arpa de Thom colgaban a la espalda del juglar dentro de sus fundas de cuero, junto con un pequeño hatillo; y Juilin, con la extraña arma de hoja sin filo y dentada, la quiebra espadas, sujeta al cinturón y apoyado en la larga y fina vara, cargaba con un paquete aun más reducido y perfectamente atado. A los hombres no les importaba llevar puesta la misma ropa hasta que se les cayera a trozos de puro vieja y sucia.

Ni que decir tiene que Birgitte también estaba esperando, el arco en la mano, la aljaba en la cadera, y un envoltorio con la capa a sus pies, no mucho más pequeño que uno de los de Elayne. Nynaeve creía muy capaz a Birgitte de haber guardado en ese bulto los trajes de Luca, pero lo que la hizo detenerse un instante fue otra cosa. La falda pantalón que llevaba puesta podría haber pasado por los amplios pantalones que vestía en el Tel’aran’rhiod excepto porque el tono era más dorado que amarillo y porque no iba fruncida a los tobillos. La corta chaqueta de color azul era idéntica en el corte.

El misterio de dónde había sacado estas ropas se resolvió cuando Clarine se acercó presurosa mientras se disculpaba por haber tardado tanto, y entregó a Birgitte otras dos faldas pantalón y una chaqueta para que las guardara en el envoltorio. Se quedó un momento para decir cuánto lamentaba que se marcharan de la compañía, y no fue la única que hizo un breve alto en el ajetreo de enganchar los caballos y preparar equipajes. Aludra acudió para desearles un buen viaje, dondequiera que se dirigiesen, con su acento tarabonés. Y con dos cajas más de sus fósforos. Nynaeve las metió en el morral con un suspiro. Había dejado las otras a propósito, y Elayne las había metido al fondo de una estantería, detrás de un saco de judías, cuando creía que Nynaeve no la estaba mirando. Petro se ofreció a escoltarlas hasta el río, fingiendo no ver el gesto preocupado de su esposa, y también se ofrecieron los Chavana, y Kin y Bari, los malabaristas, aunque cuando Nynaeve respondió que no era necesario y Petro frunció el entrecejo, apenas pudieron disimular su alivio. Tuvo que rechazar el ofrecimiento rápidamente, ya que Galad y los otros hombres parecían a punto de aceptar. Sorprendentemente, incluso Latelle hizo una rápida aparición, expresando su pesar porque se marcharan y sonriendo, bien que en sus ojos se leía que cargaría con sus hatillos con tal de que se fueran antes. Quizás Elayne se llevase de maravilla con la mujer; pero, desde el incidente en el que había sido vapuleada, Nynaeve percibía una gran tensión cada vez que estaba cerca de ella, quizá más aun porque Cerandin no daba ninguna muestra externa de arrepentimiento.

El propio Luca fue el último en acercarse, con un lastimoso ramo de flores silvestres, raquíticas por la sequía, que le entregó a Nynaeve —sólo la Luz sabía de dónde las habría sacado— al tiempo que proclamaba un amor eterno, alabanzas extravagantes a su belleza, y juramentos dramáticos de volver a encontrarla aunque para ello tuviese que recorrer el mundo de punta a punta. La mujer no estaba segura de cuál de estas manifestaciones le causó más sonrojo, pero su fría mirada cortó de raíz la sonrisita de Juilin y la expresión estupefacta de Ino. Lo que quiera que pensaran Thom o Galad, ambos tuvieron el suficiente sentido común para no dejar traslucirlo. Por otro lado, Nynaeve se sentía incapaz de mirar a Elayne y a Birgitte.

Lo peor de todo es que tuvo que quedarse allí y escuchar, con las cabezas de las mustias flores doblándose sobre su mano, y la sangre cada vez más agolpada en sus mejillas. Intentar espantarlo con un desaire sólo habría servido para incitarlo a poner más empeño en sus protestas de amor y dar a los otros más carnaza de la que ya tenían. Faltó poco para que soltase un suspiro de alivio cuando el muy idiota se despidió finalmente con una profunda reverencia y ostentosos ondeos de su capa.

Aferrando con fuerza las flores echó a andar delante de los demás, para así no tener que ver sus caras y empujando con rabia los hatillos cuando se desplazaban de su sitio, hasta que se perdieron de vista los carromatos al girar en el muro de lona que los rodeaba. Entonces tiró las mugrosas flores con tanta violencia que Ragan y los otros shienarianos, que aguardaban en cuclillas en el prado, a medio camino de la calzada, intercambiaron miradas. Todos cargaban a la espalda un envoltorio hecho con mantas —¡pequeño, por supuesto!— junto con la espada, pero llevaban colgadas suficientes cantimploras de agua para que les duraran días, y uno de cada tres hombres llevaba un cazo o una olla colgados en uno u otro sitio. Estupendo. ¡Si había que cocinar, que lo hiciesen ellos! Sin esperar a que decidiesen si era o no seguro acercársele, Nynaeve se encaminó sola hacia la calzada de tierra.

Valan Luca era el causante de su ira —¡mira que humillarla así!, ¡tendría que haberle atizado en la cabeza y al infierno con lo que opinaran los demás!—, pero su destinatario era Lan. Lan nunca le había regalado flores; aunque tal cosa no tenía importancia, claro. El Guardián había expresado sus sentimientos con palabras más profundas y más sentidas de lo que Valan Luca nunca sería capaz. Todo lo que le había manifestado a Luca iba en serio, pero si Lan decía que iba a llevarla con él, ninguna amenaza lo detendría; ni siquiera aunque ella encauzara, a menos que lo hiciese antes de que él le hubiese convertido el cerebro y las rodillas en una masa de gelatina con sus besos. No obstante, unas flores tampoco habrían estado mal, e indudablemente habría sido un gesto mucho más bonito que esa explicación de por qué su amor era imposible. ¡Los hombres y su honor! Así que casado con la muerte, ¿no? ¡Él y su guerra personal con la Sombra! Ni que quisiera ni que no, iba a vivir, iba a casarse con ella, y si pensaba de otro modo respecto a lo uno o a lo otro estaba dispuesta a sacarlo de su error. Sólo había un pequeño asuntillo que resolver: su vínculo con Moraine. Faltó poco para que gritara de frustración.

Llevaba recorridos cien pasos calzada adelante, antes de que los demás la alcanzaran y la miraran de reojo. Elayne se limitó a aspirar ruidosamente por la nariz mientras se colocaba mejor los dos grandes hatillos cargados a la espalda —¡tenía que llevárselo todo!— pero Birgitte se puso a su lado y fingió murmurar entre dientes aunque lo bastante alto para que fueran comprensibles sus rezongos sobre mujeres que salían corriendo precipitadamente como las chicas de Carpa que saltaban al río desde un tajo. Nynaeve también pasó por alto los comentarios.

Los hombres ocuparon distintas posiciones: Galad a la cabeza, flanqueado por Thom y Juilin, y los demás shienarianos en una larga fila a ambos lados, escrutando con ojos vigilantes todos los agostados arbustos y cada irregularidad del terreno. Nynaeve se sentía ridícula caminando por el centro —cualquiera habría pensado que esperaban que un ejército brotara del suelo de repente, o que suponían que las otras dos mujeres y ella eran unas criaturas indefensas— sobre todo cuando los shienarianos, siguiendo el ejemplo de Ino, desenvainaron sus espadas. Demonios, pero si no se veía un alma; incluso los recientes poblados de chozas parecían abandonados. La espada de Galad permaneció en la vaina, pero Juilin sostuvo la fina vara entre las dos manos, como sopesándola, en lugar de usarla como cayado para caminar, y los cuchillos aparecieron y desaparecieron en las manos de Thom como si el juglar no fuera consciente de lo que hacía. Hasta Birgitte encajó una flecha en el arco. Nynaeve sacudió la cabeza; tendría que ser una horda muy arrojada la que se atreviera a ponerse al alcance de la vista de esta cuadrilla.