—Perros sin honor —manifestaron al unísono Bael y Jheran, que de inmediato se miraron de hito en hito como si cada cual pensara que el otro lo había inducido a ello con engaños.
—Con honor o sin él —adujo Bruan reposadamente—, el número de guerreros de Couladin está creciendo. —A pesar de lo tranquilo que parecía, tomó un buen trago de vino antes de continuar—: Todos sabéis a lo que me refiero. Algunos de los que huyeron después del marasmo no tiraron sus lanzas, sino que se unieron a sus asociaciones entre los Shaido.
—Ningún Tomanelle ha renegado de su clan —bramó Han.
Bruan miró por encima de Rhuarc y de Erim al jefe de los Tomanelle.
—Ha ocurrido en todos los clanes —dijo con deliberada calma, y, para dejar claro que no admitiría otro desafío contra su palabra, volvió a recostarse en el cojín—. No es renegar del clan. Sólo se han unido a sus asociaciones. Es lo mismo que han hecho las Doncellas Shaido que han venido a su Techo aquí.
Hubo unos cuantos murmullos, pero nadie le discutió esta vez. Las reglas que regían las asociaciones guerreras Aiel eran complejas, y en algunos aspectos sus miembros se sentían tan vinculados a su asociación como a su clan. Por ejemplo, los miembros de una misma asociación no lucharían entre sí aun cuando sus clanes tuvieran un pleito de sangre. Algunos hombres no se casaban con una mujer que fuera familiar cercano de un miembro de su asociación, como si ello la convirtiera en pariente allegada suya. Respecto a las costumbres de las Far Dareis Mai, las Doncellas Lanceras, Rand prefería no planteárselas siquiera.
—Necesito saber lo que se propone hacer Couladin —les dijo. El Shaido era como un toro con una avispa metida en la oreja; podía cargar en cualquier dirección. Rand vaciló antes de exponer su idea—. ¿Sería una violación del honor enviar gente a unirse a sus asociaciones entre los Shaido? —No fue preciso explicar con más detalle a lo que se refería. Como si fueran un solo hombre, los jefes se pusieron tensos, incluido Rhuarc, en cuyos ojos había una frialdad suficiente para acabar con el calor de la habitación.
—Espiar de ese modo —Erim torció la boca al pronunciar la palabra «espiar», como si tuviera un sabor amargo— sería como espiar en tu propio septiar. Nadie con honor haría algo así.
Rand contuvo las ganas de preguntarles si no podían encontrar a alguien menos puntilloso. El sentido del humor de los Aiel era muy raro, a menudo cruel, pero respecto a ciertos temas no tenían absolutamente ninguno.
—¿Hay alguna noticia del otro lado de la Pared del Dragón? —inquirió para cambiar de tema. Sabía la respuesta, ya que noticias así se propagaban rápidamente incluso entre tantos Aiel como los que había en Rhuidean.
—Nada que merezca la pena tenerse en cuenta —contestó Rhuarc—. Con los problemas existentes entre los Asesinos del Árbol, pocos buhoneros entran en la Tierra de los Tres Pliegues. —Tal era el nombre por el que los Aiel conocían al Yermo; un castigo por su pecado, un territorio duro para poner a prueba su valor, un yunque para moldearlos. Asesinos del Árbol era como llamaban a los cairhieninos—. El estandarte del Dragón sigue ondeando sobre la Ciudadela de Tear. Los tearianos se han movido hacia el norte y han entrado en Cairhien, como ordenaste, para distribuir comida entre los Asesinos del Árbol. No hay nada más.
—Debiste dejar que los Asesinos del Árbol se murieran de hambre —masculló Bael, y Jheran cerró la boca con un seco chasquido. Rand sospechó que había estado a punto de decir lo mismo.
—No valen para nada salvo para matarlos o venderlos como animales en Shara —dijo sombríamente Erim. Ésas eran dos de las cosas que los Aiel hacían con quienes entraban en el Yermo sin estar invitados; sólo los juglares, los buhoneros y los gitanos tenían paso libre, bien que los Aiel evitaban a estos últimos como si tuvieran la peste. Shara era el nombre de las tierras que había más allá del Yermo; ni siquiera los Aiel sabían gran cosa acerca de ellas.
Por el rabillo del ojo, Rand vio dos mujeres paradas debajo de la alta entrada en arco. Alguien había colgado sartas de cuentas rojas y azules en el hueco para sustituir las puertas que faltaban. Una de las mujeres era Moraine. Por un instante consideró dejarlas aguardando; Moraine tenía esa irritante expresión de autoridad y saltaba a la vista que esperaba que interrumpieran lo que quiera que estuvieran haciendo para atenderla a ella. El problema era que no quedaba nada más de lo que hablar, y Rand veía claramente en los ojos de los hombres que no sentían ningún deseo de conversar. En especial cuando acababan de hablar del marasmo y de los Shaido.
Suspirando, se puso de pie y los jefes de clan lo imitaron. Todos excepto Han eran tan altos como él o más. Donde Rand se había criado, a Han se lo consideraría de estatura regular; entre los Aiel, era un hombre bajo.
—Sabéis lo que hay que hacer: atraer al resto de los clanes y tener vigilados a los Shaido. —Calló un momento y luego añadió—: Haré cuanto pueda para que todo acabe lo mejor posible para los Aiel.
—La profecía dice que nos destruirás —adujo amargamente Han—, y no has empezado mal. Pero te seguiremos. Hasta que no queden sombras —recitó—, hasta que no quede agua, hacia la Sombra enseñando los dientes, gritando desafiantes con el último aliento, para escupir al ojo del Cegador de la Vista en el Último Día.
El Cegador de la Vista era uno de los nombres Aiel para designar al Oscuro. Rand sólo podía contestar con la respuesta adecuada, la que en otros tiempos no conocía:
—Por mi honor y por la Luz, mi vida será una daga en el corazón del Cegador de la Vista.
—Hasta el Último Día —terminaron los Aiel—, en el mismísimo Shayol Ghul.
El arpista continuaba tocando sosegadamente. Los jefes salieron junto a las mujeres que aguardaban, mirando respetuosamente a Moraine. No había en ellos temor alguno, y Rand deseó poder sentirse tan seguro de sí mismo. La Aes Sedai albergaba demasiados planes para él, tenía demasiados modos de tirar de cuerdas que él ignoraba que le había atado.
Las dos mujeres entraron tan pronto como los jefes se hubieron marchado, Moraine con la fría elegancia de siempre. Era una mujer pequeña y bonita, con aquellos rasgos de Aes Sedai a los que Rand jamás sabría poner una edad, o sin ellos; se había quitado el pañuelo húmedo anudado a las sienes y, en su lugar, una pequeña gema azul colgaba sobre su frente desde una fina cadena de oro ceñida al oscuro cabello. Habría dado igual si se hubiera dejado el pañuelo; nada menguaba su porte regio. Normalmente daba la impresión de medir un palmo más de su verdadera altura, y sus ojos irradiaban seguridad y autoridad.
La otra mujer era más alta, aunque sólo le llegaba al hombro a Rand, y joven, no intemporaclass="underline" Egwene, a la que conocía desde que eran niños. Ahora, salvo por sus brillantes ojos oscuros, casi habría pasado por una Aiel, y no sólo debido al tono tostado de su rostro y sus manos. Vestía una falda Aiel de lana marrón y una blusa suelta de tejido blanco que se obtenía de una fibra llamada algode. El algode era más suave que la más fina lana; sería un excelente producto para el comercio si conseguía convencer a los Aiel. Un chal gris rodeaba los hombros de Egwene, y un pañuelo del mismo color, doblado, hacía las veces de cinta alrededor de la frente para sujetarle el cabello. A diferencia de la mayoría de las mujeres Aiel, lucía un único brazalete, un aro de marfil tallado de modo que semejaba un círculo de llamas, y un solo collar de oro y cuentas de ébano. Y otra cosa más: un anillo de la Gran Serpiente en la mano izquierda.
Egwene había estado estudiando con algunas Sabias Aiel —Rand ignoraba exactamente qué, aunque suponía con bastante certeza que tenía que ver con los sueños; tanto Egwene como las Sabias mantenían la más estricta reserva al respecto— pero también había estudiado en la Torre Blanca. Era una Aceptada, en camino de convertirse en Aes Sedai. Y, al menos allí y en Tear, ya se hacía pasar por Aes Sedai. A veces Rand le tomaba el pelo por ello, aunque la joven no recibía bien sus chanzas.