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Casi todos los shienarianos estaban heridos, y también Thom y Juilin tenían sangre aquí y allí —milagrosamente, Galad estaba indemne; o quizá no fuera algo tan milagroso si se tenía en cuenta su forma de manejar la espada— pero, con la clásica actitud varonil llevada al extremo, todos ellos insistieron en que los tajos no eran nada serio. Hasta Ino manifestó que debían seguir adelante, aunque uno de sus brazos colgaba flojamente al costado y un corte le corría a lo largo de la cara, en el mismo lado en el que tenía la cicatriz, y acabaría siendo una copia exacta de ésa si no se curaba enseguida.

En honor a la verdad, Nynaeve tenía ganas de marcharse a pesar de estar repitiéndose para sus adentros que debería hacer un alto para ocuparse de las heridas. Elayne rodeó a Thom con un brazo para ayudarlo a caminar, pero el juglar rehusó apoyarse en ella y empezó a recitar un cuento en Cántico Alto, de manera tan florida que resultó difícil identificarlo con la historia de Kirukan, la bella reina guerrera de la Guerra de los Trollocs.

—Tenía el temperamento de un oso atrapado entre escaramujos, y eso en sus mejores momentos —comentó suavemente Birgitte sin dirigirse a nadie en particular—. En absoluto parecida a nadie que esté por aquí cerca.

Nynaeve rechinó los dientes. Estaba lista si esperaba oír de sus labios otro cumplido, hiciese lo que hiciese. Pensándolo bien, cualquier hombre de Dos Ríos habría disparado igual de bien a esa distancia. Cualquier muchacho.

Los siguió el apagado ruido de retumbos, de lejanos clamores en otras calles, y a menudo Nynaeve tuvo la sensación de que había ojos vigilándolos a través de las vacías ventanas sin cristales. Sin embargo, debía de haberse corrido la voz o los observadores habían presenciado la pelea, porque no vieron un alma hasta que de repente dos docenas de Capas Blancas les salieron al paso en una calle, la mitad de ellos con los arcos tensados y el resto con las espadas desnudas. Los aceros shienarianos estuvieron prestos en un abrir y cerrar de ojos.

Un rápido intercambio de palabras entre Galad y un tipo de rostro hosco bajo el yelmo y les abrieron paso, aunque el hombre observó a los shienarianos con desconfianza, y a Thom y a Juilin, y también a Birgitte. Aquello sacó de quicio a Nynaeve. Le parecía muy bien que Elayne avanzara con la barbilla levantada y haciendo caso omiso de los Capas Blancas como si fueran simples sirvientes, pero a ella no le gustaba que la descartaran creyéndola inofensiva.

El río no estaba lejos. Detrás de unos pequeños almacenes de piedra con techos de pizarra, los tres muelles de la ciudad apenas entraban en el agua tras salvar un ancho tramo de cieno seco. Una embarcación ancha, de dos mástiles, estaba amarrada en la punta de uno de ellos. Nynaeve esperaba que no hubiese dificultades en conseguir camarotes separados; y también confiaba en que la embarcación no cabeceara demasiado.

Una pequeña multitud se arracimaba a veinte pasos del muelle, bajo la atenta vigilancia de cuatro guardias Capas Blancas; había casi una docena de hombres, en su mayoría de edad avanzada y con contusiones y las ropas desgarradas, y el doble de mujeres, casi todas con dos o tres niños aferrados a ellas, y algunas con un bebé en brazos además. Otros dos Capas Blancas montaban guardia al inicio del muelle. Los pequeños escondían la cara en las faldas de sus madres, pero los adultos contemplaban anhelantes el barco. El espectáculo rompió el corazón de Nynaeve; recordaba las mismas expresiones, aunque mucho más numerosas, en Tanchico. Gente ansiando desesperadamente encontrar un medio para ponerse a salvo. No había podido hacer nada por ellos.

Pero, antes de que tuviera tiempo de hacer algo por éstos, Galad la había agarrado a ella y a Elayne por un brazo y las conducía muelle adelante y por la inestable pasarela de madera. En cubierta había otros seis hombres de rostros severos, con níveas capas y bruñidos petos, vigilando al puñado de hombres descalzos, casi todos con el torso desnudo, que estaban en cuclillas en las achatadas proa y popa de la embarcación. El capitán, plantado al pie de la pasarela, asestó sendas miradas a los Capas Blancas y al variopinto grupo que subió a bordo de su barco, y difícilmente podría haberse dicho cuál fue más desabrida.

Agni Neres era un hombre alto y huesudo, vestido con una chaqueta oscura, con unas orejas muy salientes y un gesto avinagrado en el estrecho rostro. Hizo caso omiso del sudor que le corría por las mejillas.

—Me pagasteis pasaje para dos mujeres. ¿He de suponer que queréis que lleve a la otra individua y a los hombres gratis?

Birgitte le asestó una mirada amenazadora, pero el hombre no pareció advertirlo.

—Tendréis el dinero del precio del pasaje, mi buen capitán —le respondió fríamente Elayne.

—Siempre y cuando sea razonable —intervino Nynaeve, que no hizo caso de la cortante mirada que le dirigió la muchacha.

La boca de Neres se apretó, estrechándose sus labios, ya finos de por sí, y volvió a dirigirse a Galad.

—Entonces, si sacáis a vuestros hombres de mi barco, zarparé. Me apetece menos que antes estar aquí a la luz del día.

—Zarparemos tan pronto como embarque el resto de vuestros pasajeros —adujo Nynaeve mientras señalaba con un gesto de cabeza a la gente apiñada en el arranque del muelle.

Neres miró a Galad, pero se encontró con que el joven se había apartado para hablar con los otros Capas Blancas, y luego volvió la vista hacia la gente en la orilla y masculló al aire, por encima de la cabeza de Nynaeve.

—Los que puedan pagar. No hay muchos en esa pandilla que parezcan estar en condiciones de hacerlo. Y tampoco podría llevarlos a todos aunque tuviesen el dinero.

La mujer se puso de puntillas, de manera que su sonrisa no pasara inadvertida al capitán. La mueca hizo que el hombre metiera la barbilla en el cuello de la chaqueta.

—Hasta el último de ellos, «capitán». En caso contrario, os cortaré las orejas.

La boca del hombre se abrió en un gesto iracundo, pero de repente sus ojos se desorbitaron, mirando fijamente por detrás de Nynaeve.

—De acuerdo —se apresuró a aceptar—. Pero espero algún tipo de pago, fijaos bien. Doy mis limosnas el primer día del año, y esa fecha está muy lejana.

Apoyando de nuevo los talones en la madera de cubierta, la mujer echó una ojeada sobre el hombro subrepticiamente. Thom, Juilin e Ino se encontraban detrás, contemplándolos a Neres y a ella afablemente, tanto como era posible considerando los rasgos de Ino y la sangre que les manchaba la cara a todos. Demasiado afablemente.

Tras aspirar sonoramente por la nariz, manifestó:

—Me ocuparé de que suban todos a bordo antes de que alguien toque un solo cabo —y fue a buscar a Galad. Suponía que el joven se merecía alguna palabra de agradecimiento, dado que había hecho lo que pensaba que era correcto hacer. Ése era el problema con los mejores hombres: que siempre pensaban que estaban haciendo lo que era correcto. Aun así, lo que quiera que estos tres hubiesen hecho ahora, le habían evitado una discusión.

Encontró a Galad con Elayne; el hermoso rostro del joven rebosaba frustración, pero se alegró al verla.

—Nynaeve, os he pagado el pasaje hasta Boannda. Eso está sólo a mitad de camino de Altara, donde el Boern desemboca en el Eldar, pero no podía permitirme pagar más trayecto. El capitán Neres se ha quedado hasta el último céntimo que tenía en mi bolsa, además de lo que pedí prestado. Ese individuo ha aumentado las tarifas por diez, y me temo que tendréis que llegar a Caemlyn por vuestros propios medios desde allí. Lo lamento muchísimo.

—Ya has hecho más que suficiente —manifestó Elayne mientras sus ojos se volvían hacia las columnas de humo que se alzaban sobre Samara.

—Sólo cumplí lo prometido —respondió él con cansada resignación. Era obvio que habían estado hablando de lo mismo antes de que Nynaeve llegara.