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Elayne y Birgitte se le unieron, sólo para ayudarla a mantener el orden al principio, pero de un modo u otro tendían a ocuparse también de los niños. Cosa rara, Birgitte no ofrecía en absoluto un aspecto ridículo con un pequeño de tres o cuatro años apoyado en la cadera y un círculo de críos a su alrededor mientras les cantaba una estúpida cancioncilla sobre animales que bailaban. Y Elayne repartió una bolsa de dulces de color rojo. La Luz sabía de dónde los había sacado o por qué. No pareció ni pizca avergonzada cuando Nynaeve la sorprendió metiéndose uno en la boca; se limitó a sonreír y a chuparse el dedo como si fuera una niña pequeña. Los niños reían como si acabaran de recordar cómo se hacía, y se acurrucaban en las faldas de Nynaeve o de Elayne o de Birgitte con tanta familiaridad como lo hacían en las de sus madres. Resultaba muy difícil estar de mal humor en semejantes circunstancias. Ni siquiera fue capaz de hacer más que dar un resoplido, y bastante suave, cuando Elayne reanudó su estudio del a’dam en la intimidad del camarote en el segundo día de viaje. La muchacha parecía más convencida que nunca de que el brazalete, el collar y la cadena creaban una extraña forma de vinculación. Nynaeve llegó incluso a sentarse con ella un par de veces; la mera visión del horrible artefacto bastaba para hacer posible que abrazara el saidar y aguantar las explicaciones de la joven.

Las historias personales de los refugiados salieron a relucir, naturalmente. Familias separadas, extraviadas o muertas. Granjas, tiendas y negocios arruinados a medida que las repercusiones de los problemas del mundo se propagaban, interrumpiendo el comercio. La gente no podía comprar cuando no podía vender. El Profeta no había sido más que el último ladrillo de una carga excesiva que había partido el eje del carro. Nynaeve no dijo nada cuando vio a Elayne entregar subrepticiamente un marco de oro a un hombre de ralo cabello gris que inclinó la arrugada frente e intentó besarle la mano. Ya aprendería lo deprisa que desaparecía el oro. Además, ella misma había dado unas cuantas monedas. Bueno, tal vez algo más que unas cuantas.

Todos los hombres salvo dos eran canosos o estaban calvos, y tenían los rostros curtidos y las manos callosas. Los jóvenes habían sido alistados en el ejército si es que no los había cogido antes el Profeta; a aquellos que rehusaron lo uno o lo otro los habían ahorcado. Los dos jóvenes —en realidad poco más que unos chiquillos; Nynaeve dudaba que ninguno de ellos se afeitara con regularidad— tenían una mirada acosada y se encogían si uno de los shienarianos los miraba. A veces los hombres mayores hablaban de volver a empezar, de encontrar un trozo de tierra para cultivar o reanudar su negocio, pero el tono de sus voces ponía de manifiesto que en sus palabras había más de farol o baladronada que verdadera esperanza. Principalmente hablaban en voz baja de sus familias: una esposa perdida, hijos e hijas perdidos, nietos perdidos. Ellos mismos parecían perdidos. La segunda noche, un tipo con las orejas salientes que había dado la impresión de ser el más entusiasta en un triste grupo desapareció sin más; cuando el sol salió no estaba, simplemente. Tal vez había nadado hasta la orilla. Nynaeve esperaba que fuese así.

Con todo, fueron las mujeres quienes conmovieron su corazón. No tenían más perspectivas ni certezas que los hombres, pero la mayoría sí que tenían más cargas. No estaban con sus maridos, ni siquiera sabían si seguían vivos, y aun así las responsabilidades que las agobiaban las empujaban a seguir adelante. Ninguna mujer con valor podía darse por vencida si tenía hijos. Pero incluso las otras estaban decididas a buscar un futuro; todas tenían al menos un retazo de esa esperanza que los hombres sólo fingían albergar. En especial había tres que la atraían de manera especial.

Nicola era aproximadamente de su misma edad y más o menos de su estatura; una tejedora esbelta, de cabello oscuro y grandes ojos que había estado haciendo planes para casarse. Hasta que a Hyran se le metió en la cabeza que su deber le exigía seguir al Profeta y al Dragón Renacido; se casaría con ella cuando hubiese cumplido con su deber. El deber había sido muy importante para Hyran. Habría resultado un buen esposo y padre, concienzudo, a decir de Nicola. Sólo que, lo que quiera que hubiese en su cabeza no le había servido de mucho cuando alguien se la abrió con un hacha. Nicola ignoraba quién lo había hecho y por qué; sólo sabía que quería poner toda la distancia posible entre el Profeta y ella. En alguna parte tenía que haber un sitio donde no se matara, donde no tuviera siempre miedo de lo que podía encontrar al doblar una esquina.

Marigan, unos cuantos años mayor que ella, había sido rellenita en otro tiempo, pero ahora el vestido le colgaba flojo y su rostro embotado denotaba que ya estaba más allá del agotamiento y el desánimo. Sus dos hijos, de seis y siete años, contemplaban silenciosamente el mundo con los ojos demasiado abiertos; aferrados el uno al otro parecían asustados de todo y de todos, incluso de su propia madre. Marigan se había ocupado de remedios y curas en Samara, aunque albergaba ideas raras respecto a los unos y a las otras. En realidad no era de extrañar; una mujer que ofrecía servicios como curandera teniendo Amadicia y los Capas Blancas al otro lado del río debía actuar con prudencia y sin sobresalir demasiado en el oficio, que por otra parte había tenido que aprender por sí misma, naturalmente. Lo único que había querido siempre era sanar enfermedades y afirmaba haberlo hecho bien, aunque había sido incapaz de salvar a su marido. Los cinco años transcurridos desde su muerte habían sido muy duros, y la llegada del Profeta no la había ayudado ciertamente. La chusma dedicada a la caza de Aes Sedai la persiguió, obligándola a esconderse, después de que curó a un hombre que tenía fiebres, aunque lo que decían los rumores era que lo había hecho volver de entre los muertos. Eso demostraba lo poco que casi toda la gente sabía acerca de las Aes Sedai; la muerte estaba más allá del poder de la Curación. Ni siquiera Marigan parecía creer que no fuera posible tal cosa. Al igual que Nicola, no sabía hacia dónde dirigirse; a algún pueblo, esperaba, donde pudiese utilizar nuevamente sus conocimientos de las hierbas curativas en paz.

Areina era la más joven de las tres, con unos ojos de color azul que traslucían firmeza; una contusión purpúrea y amarillenta le marcaba la cara. Saltaba a la vista que no era de Ghealdan. Sus ropas lo habrían dejado bien claro aunque no hubiese nada más que lo hiciera: una chaqueta corta y oscura y unos amplios pantalones, un atuendo no muy distinto del de Birgitte y que era a lo que se reducían todas sus posesiones. No dijo exactamente de dónde procedía, pero sí se explayó respecto al camino que la había conducido hasta el Sierpe de río, o más bien respecto a ciertos detalles; Nynaeve tuvo que deducir el resto. Areina había ido a Illian con intención de llevar a su hermano más joven de vuelta a casa, antes de que prestara el juramento como cazador del Cuerno. Pero la ciudad estaba abarrotada con miles de personas y no dio con él, aunque sin saber muy bien cómo se encontró prestando el juramento ella y salió a los caminos para conocer mundo sin creer realmente en la existencia del Cuerno de Valere, inducida por la esperanza de que acabaría encontrando al joven Gwil y lo llevaría a casa. Desde entonces, las cosas habían sido… difíciles. Areina no era precisamente reacia a hablar, pero sí ponía gran empeño en contar de pasada los malos tragos. La habían echado violentamente de varios pueblos, le robaron una vez, y la habían golpeado en varias ocasiones. Aun así, no pensaba darse por vencida ni renunciar a encontrar un refugio o un pueblo pacífico. El mundo seguía ahí fuera, y Areina tenía intención de derrotarlo en una lucha mano a mano. No es que lo expresara así, pero Nynaeve sabía que era eso lo que quería decir.