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Nynaeve también sabía muy bien por qué la conmovían más que las otras. Cada una de las tres historias podría haber sido el reflejo de un hilo de su propia vida. Lo que no acababa de entender era el motivo de que Areina le gustase más. Era su opinión, uniendo esto y aquello, que casi todos los problemas de Areina se debían a su costumbre de hablar sin tapujos, de decir exactamente lo que pensaba. Difícilmente podía tratarse de una coincidencia el que tuviese que salir huyendo de un pueblo con tanta prisa que hubo de dejar a su caballo después de llamar al alcalde patán con cara de empanada y decirles a algunas mujeres del lugar que unos sacos de huesos barresuelos no tenían derecho a cuestionar que anduviese sola por los caminos. Eso fue lo que la muchacha admitió haber dicho. Nynaeve creyó que el tenerla unos cuantos días como ejemplo sería muy beneficioso para Areina. Y tenía que haber algo que pudiera hacer por las otras dos también; entendía muy bien lo que significaba ese deseo de encontrar paz y seguridad.

Hubo un extraño cambio la mañana del segundo día, cuando todavía los ánimos andaban revueltos y las lenguas —¡las de algunas personas!— todavía lanzaban pullas. Nynaeve dijo algo, bastante suave por cierto, respecto a que Elayne no estaba en el palacio de su madre, así que no diera por hecho que ella tendría que dormir aplastada contra la pared todas las noches. Elayne levantó la barbilla; pero, antes de que tuviese ocasión de abrir la boca, se le adelantó Birgitte:

—¿Eres la heredera del trono de Andor? —inquirió a bocajarro sin apenas mirar en derredor para asegurarse de que no había nadie lo bastante cerca para oírla.

—Lo soy. —El tono de Elayne sonó con más dignidad de lo que Nynaeve recordaba haberle oído desde hacía tiempo, si bien había en él un atisbo de… ¿Podía interpretarse como satisfacción?

Con el semblante inexpresivo, Birgitte se limitó a dar media vuelta y se dirigió a proa, donde se sentó en un rollo de cuerda, con la mirada prendida al frente, en el río. Elayne la observó mientras se alejaba, fruncido el entrecejo, y después fue a sentarse a su lado. Allí estuvieron un rato hablando en voz baja. ¡Nynaeve no se habría unido a ellas aunque se lo hubiesen pedido! Fuese cual fuese el tema que trataron, Elayne pareció ligeramente contrariada, como si hubiese esperado otro resultado, pero después de aquello no hubo palabras desabridas entre ellas.

Birgitte recobró su propio nombre más tarde ese mismo día, aunque fue un último estallido de genio lo que lo ocasionó. Habiendo dejado a Moghedien a una distancia segura tras ellas, Elayne y la arquera se lavaron el tinte negro de los cabellos con un preparado de hierba carmín, y Neres, al ver a una con la ondulada melena rubio rojiza cayéndole sobre los hombros y a la otra con una compleja trenza rubia dorada y equipada con arco y aljaba, masculló con acritud:

—Birgitte salida de las leyendas.

Tuvo la mala suerte de que ella lo oyera. Ése era su nombre, le replicó en tono cortante, y si no le gustaba, le clavaría las orejas con flechas al mástil que eligiera él mismo. Y con los ojos vendados. El capitán se alejó a zancadas, congestionado y ordenando a voz en grito que se tensaran unos cabos que no podían tensarse más sin peligro de que se partieran.

En ese momento a Nynaeve no le habría importado que Birgitte hubiese llevado a cabo la amenaza. La hierba carmín le dejó un leve reflejo rojizo en su propio cabello negro, pero quedó en un tono lo bastante aproximado a su color natural para que casi gritara de contento. A menos que todos los que estaban a bordo empezaran a tener problemas con las encías y con dolores de muelas, le quedaba suficiente hierba carmín para salir de un apuro. Y suficiente eneldo para que el estómago no se le subiera a la garganta. Suspiró de satisfacción sin poder evitarlo cuando su cabello estuvo seco y adecuadamente peinado en una trenza.

Ni que decir tiene que entre Elayne encauzando buenos vientos y Neres navegando con luz y en la oscuridad, los pueblos y granjas con tejados de bálago pasaron rápidamente en ambas orillas, con personas agitando las manos en un saludo durante el día y ventanas iluminadas por la noche, sin que se advirtiese signo alguno de los tumultos existentes río arriba. A pesar de su anchura, el barco, bautizado con tan poco acierto, se deslizó a buena marcha corriente abajo.

Neres parecía por igual complacido por su buena fortuna de tener vientos tan favorables y preocupado por viajar a la luz del día. Más de una vez contempló con anhelo un remanso, un arroyo bordeado de árboles o una profunda poza en un meandro donde el Sierpe de río podría haber sido amarrado, oculto. De vez en cuando Nynaeve manifestaba, cuando él podía oírla, lo contento que debía de estar de que la gente de Samara fuera a abandonar su barco muy pronto, comentando como de pasada el buen aspecto que esta mujer tenía ahora que había descansado o lo vigorosos que estaban los hijos de tal otra mujer. Aquello bastaba para que el capitán desechara cualquier idea de parar. Habría sido más fácil amenazarlo con los shienarianos o con Thom y Juilin, pero esos hombres ya estaban bastante pagados de sí mismos para darles más alas. Y ciertamente no tenía la menor intención de discutir con un tipo que aun no la miraba ni le hablaba.

El gris amanecer del tercer día sorprendió a la tripulación manejando los remos otra vez para llevarlos hasta un muelle de Boannda. Era una ciudad de tamaño considerable, mayor que Samara, que se alzaba en una lengua de tierra allí donde el rápido río Boern, procedente de Jehannah, desembocaba en el curso más lento del Eldar. Había incluso tres torres dentro de las altas murallas grises y un reluciente edificio blanco con tejados de tejas rojas que habría podido pasar perfectamente por un palacio, aunque pequeño. Mientras se amarraba el Sierpe de río a los sólidos pilotes de la punta de uno de los muelles —hasta la mitad de los cuales sólo había cieno reseco— Nynaeve se preguntó en voz alta por qué Neres habría viajado hasta Samara pudiendo vender las mercancías aquí.

Elayne señaló con la barbilla hacia un hombre fornido que había en el muelle y que llevaba una cadena con una especie de sello colgado sobre el pecho. Había varios más como él, todos con la cadena y una chaqueta azul, que vigilaban atentamente la descarga de otras embarcaciones anchas amarradas en otros muelles.

—Los siseros de la reina Alliandre, imagino —comentó. Neres observaba con mayor interés a los otros barcos que a los hombres—. Quizá llegó a un arreglo con los de Samara. Dudo que quiera hablar con éstos.

Los hombres y mujeres de Samara avanzaban de mala gana por la pasarela, sin merecer la atención de los siseros. No había tasas para las personas. Para los samarinos éste era el principio de la incertidumbre. Una nueva vida aguardaba ante ellos, y para empezar de cero contaban con lo que llevaban puesto y lo que Nynaeve y Elayne les habían dado. Antes de que hubiesen llegado a la mitad del muelle, todavía manteniéndose en una piña, algunas de las mujeres empezaron a tener el mismo aire desalentado que los hombres. Nynaeve confiaba en que Elayne no se hubiese dado cuenta de que les había dado bajo cuerda algunas monedas de plata más a varias mujeres.

No todas abandonaron el barco. Se quedaron Areina, Nicola y Marigan, que agarraba fuertemente a sus hijos, los cuales contemplaban con ansiedad cómo los demás chiquillos se alejaban y desaparecían camino de la ciudad. Nynaeve no había oído pronunciar una sola palabra a los dos muchachitos desde Samara.

—Quiero ir contigo —le dijo Nicola a la antigua Zahorí mientras se retorcía inconscientemente las manos—. Me siento segura a tu lado.

Marigan se limitó a asentir enérgicamente, conviniendo con ella. Por su parte, Areina no dijo nada, pero se acercó a las otras dos mujeres, incluyéndose así en el grupo, y mirando a los ojos a Nynaeve como desafiándola a que la echara.

Thom sacudió ligeramente la cabeza y Juilin torció el gesto, pero fue a Elayne y a Birgitte a las que Nynaeve miró buscando opinión. La heredera del trono asintió con la cabeza sin vacilar, y la otra mujer sólo tardó un segundo en hacer el mismo gesto. Nynaeve se recogió las faldas y fue hacia la popa, donde estaba Neres.