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—Supongo que ahora recuperaré mi barco —dijo el hombre al aire, en algún punto entre la embarcación y el muelle—. Ya iba siendo hora. Este viaje ha sido el peor que jamás he hecho.

Nynaeve sonrió de oreja a oreja mientras lo sacaba de su error. Por una vez la miró antes de que hubiese acabado de hablar; bueno, casi la miró. Tampoco es que Neres tuviese muchas opciones, ya que difícilmente podía apelar a las autoridades de Boannda. Y si no le hizo gracia el precio del pasaje que le ofreció… En fin, de todos modos tenía que navegar río abajo. Así que el Sierpe de río zarpó de nuevo, con destino a Ebou Dar, aunque con una parada intermedia de la que no fue informado hasta que Boannda empezó a desaparecer a popa en la distancia.

—¡Salidar! —bramó, con los ojos enfocados por encima de la cabeza de Nynaeve—. Esa población ha estado deshabitada desde la Guerra de los Capas Blancas. Me tenía que tocar a mí llevar en mi barco a una necia mujer que quiere desembarcar en Salidar.

Aunque no perdió la sonrisa, Nynaeve estaba lo bastante furiosa para abrazar la Fuente. Neres bramó mientras se propinaba unos palmetazos en el cuello y en la cadera al mismo tiempo.

—Los tábanos son terribles en esta época del año —adujo la mujer con tono compasivo. Birgitte se alejó apresuradamente, pero prorrumpió en carcajadas antes de llegar a la mitad de la cubierta.

De pie en la proa, Nynaeve inhaló profundamente mientras Elayne encauzaba para hacer que el viento volviese a soplar, y el Sierpe de río avanzó pesadamente por la fuerte corriente de la desembocadura del Boern. De seguir así, la antigua Zahorí se vería obligada a ingerir infusiones de eneldo durante todo el tiempo; pero, aunque agotara todas sus reservas del remedio antes de llegar a Salidar, no le importaba. El viaje casi había llegado a su fin, y sólo por eso valía la pena todo lo que había tenido que aguantar. Claro que no había opinado siempre así, y no podía achacarlo únicamente a las afiladas lenguas de Elayne y de Birgitte.

Esa primera noche, tendida en el camastro del capitán con sólo la camisola mientras Elayne, incapaz de reprimir los bostezos, ocupaba la silla y Birgitte se quedaba apoyada contra la puerta con la cabeza rozando las vigas del techo, Nynaeve utilizó el retorcido anillo de piedra. Una solitaria lámpara herrumbrosa, montada en un soporte de balancines, difundía luz y, sorprendentemente, un aroma a especias del aceite; quizás a Neres tampoco le gustaba el olor a moho y humedad. Si hizo todo un alarde de colocar el anillo entre sus senos, asegurándose de que las otras vieran que le tocaba la piel, en fin… tenía sus motivos. Unas cuantas horas de mostrar un comportamiento aparentemente razonable por parte de las dos mujeres no habían borrado su desconfianza.

El Corazón de la Ciudadela continuaba exactamente igual que la última vez que había estado allí, con la pálida luz surgiendo de todas partes y de ninguna en particular, el resplandeciente cristal de Callandor incrustado en las baldosas debajo de la gran bóveda, e hileras de inmensas columnas de piedra roja perdiéndose en la oscuridad. Y la sensación de que la estaban vigilando, tan habitual en el Tel’aran’rhiod. Nynaeve tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no salir huyendo o lanzarse a un frenético registro entre las columnas. Se obligó a quedarse parada al lado de Callandor mientras contaba lentamente hasta mil, haciendo una pausa cada centenar para llamar a Egwene. De verdad que hizo todo lo posible por dominarse, pero el autocontrol del que tanto alardeaba se desvaneció. Sus atuendos cambiaron a la par que sus preocupaciones sobre sí misma y Moghedien, sobre Egwene y Rand y Lan. En el transcurso de un minuto, la recia lana de Dos Ríos se convirtió en el vestido de seda rojo —¡sólo que ahora era transparente!—, que a su vez dio paso a una gruesa capa, que al momento se transformó en… Tenía la sensación de que también cambiaban sus rasgos. En una ocasión se fijó en las manos, y el tono de piel era aun más oscuro que el de Juilin. A lo mejor si Moghedien no la reconocía…

—¡Egwene! —Esta última llamada enronquecida retumbó entre las columnas, y Nynaeve se obligó a permanecer inmóvil, temblando, para contar otras cien. La enorme cámara continuó desierta a excepción de ella. Deseando que la sensación que la embargaba fuera más de desengaño que de alivio, salió del sueño…

… y se encontró tendida, toqueteando el anillo de piedra colgado del cordón, contemplando las gruesas vigas de encima de la cama y oyendo los incontables crujidos del barco, que se deslizaba rápidamente río abajo a través de la oscuridad.

—¿Estaba allí? —demandó Elayne—. No llevabas mucho tiempo dormida, pero…

—Estoy harta de tener miedo —musitó Nynaeve sin apartar la vista de las vigas—. Estoy t… tan harta de ser c… cobarde. —Las últimas palabras dieron paso a unas lágrimas que no pudo reprimir ni disimular por mucho que se restregó los ojos.

Elayne estuvo a su lado en un instante, sosteniéndola y acariciándole el cabello, y un segundo después Birgitte apretaba un paño húmedo contra su nuca. Lloró a lágrima viva al oírles decir una y otra vez que no era cobarde.

—Si sospechara que Moghedien va por mí —manifestó finalmente Birgitte—, echaría a correr. Y si no hubiese otro sitio donde esconderse más que el agujero de un tejón, me retorcería para entrar en él, me haría un ovillo y sudaría hasta que se hubiese marchado. Y tampoco me quedaría quieta delante de uno de los s’redit de Cerandin si el animal cargara contra mí. Ni lo uno ni lo otro es cobardía. Se tiene que elegir el momento y el terreno que le convienen a uno, y atacarla del modo que menos se espera. Me vengaré de ella si es que alguna vez se me presenta la ocasión, pero no de otro modo. Lo demás sería una estupidez.

No eran precisamente tales razonamientos lo que Nynaeve deseaba escuchar, pero su llanto y el que ellas la consolaran abrió otra brecha en los setos espinosos que habían levantado entre ellas.

—Te demostraré que no eres cobarde. —Elayne cogió la caja de madera oscura que había puesto en una estantería y sacó el disco de hierro con las espirales grabadas—. Regresaremos juntas.

Eso era algo que Nynaeve quería oír aun menos, pero no había manera de evitarlo, sobre todo después de que le había dicho que no era cobarde. Así que volvieron las dos.

A la Ciudadela de Tear, donde contemplaron fijamente a Callandor —lo que era mejor que estar echando ojeadas sobre el hombro preguntándose si Moghedien iba a aparecer en cualquier momento—, después al Palacio Real de Caemlyn, guiada por Elayne, y a continuación a Campo de Emond, esta vez haciendo de guía Nynaeve. La antigua Zahorí ya había visto palacios anteriormente, con sus inmensas salas, sus altos techos pintados, sus dorados, sus excelentes alfombras y sus primorosas colgaduras, pero éste era el lugar donde Elayne había crecido. Contemplarlo, siendo consciente de tal cosa, la hizo comprender un poco más a Elayne. Naturalmente la muchacha esperaba que el mundo entero se inclinara ante ella; la habían criado con la creencia de que así debía ser y en un sitio donde así era.

La heredera del trono, una pálida imagen de sí misma debido al tipo de ter’angreal que utilizaba, permaneció sumida en el silencio mientras estuvieron allí. Claro que a Nynaeve le ocurrió lo mismo cuando visitaron Campo de Emond. Para empezar, el pueblo era más grande de como ella lo recordaba, con más casas de techo de bálago y con otros armazones de madera levantándose. Alguien estaba construyendo una casa muy grande, justo a las afueras del pueblo, de tres pisos, y habían erigido un plinto de piedra de cinco pasos de altura en el Prado, todo él con nombres cincelados. Reconoció muchos de ellos; en su mayoría eran nombres de Dos Ríos. A cada lado del plinto había un astil de bandera, uno de ellos rematado por un estandarte con la cabeza de un lobo rojo, y el otro por un águila roja. Todo tenía un aire de prosperidad y felicidad —hasta donde podía adivinarse al no haber personas— pero no tenía sentido. ¿Qué demonios significaban esas banderas? ¿Y quién iba a construir una casa así?