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—Si son para mí, ¿cómo es que han ido a parar a tus manos?

Una iba dirigida a «Rand al’Thor» en una letra precisa y angulosa, y la otra a «El lord Dragón Renacido» en una caligrafía de trazos suaves y fluidos pero no por ello menos meticulosa. Los sellos estaban intactos. Una segunda ojeada lo hizo parpadear. Los dos parecían hechos con la misma cera roja, y uno mostraba la impronta de la Llama de Tar Valon mientras que en el otro se veía una torre sobrepuesta en lo que identificó como la isla de Tar Valon.

—Quizá por venir de donde vienen —contestó Moraine—, y de quién. —No era una explicación, pero no sacaría más a la Aes Sedai a menos que se lo exigiese, e incluso entonces tendría que azuzarla a cada paso para que ampliara la información. Mantenía el juramento hecho, pero a su modo—. No hay agujas envenenadas en los sellos. Ni trampas entretejidas.

Rand se quedó con el pulgar suspendido sobre la Llama de Tar Valon —ni lo uno ni lo otro se le había pasado siquiera por la cabeza— y después lo rompió. Otra Llama en cera roja aparecía al pie del documento junto a la firma de Elaida do Avriny a’Roihan, garabateada apresuradamente encima de sus títulos. El resto de la misiva estaba escrito en una caligrafía angulosa.

«No puede negarse que sois el anunciado por las Profecías, pero aun así son muchos los que intentarán destruiros por las otras cosas que sois. Por el bien del mundo, esto no puede permitirse. Dos naciones han hincado la rodilla ante vos, así como los salvajes Aiel, pero el poder de los tronos es como polvo comparado con el Poder Único. La Torre Blanca os acogerá y os protegerá contra aquellos que rehúsan aceptar lo que ha de ser. La Torre Blanca se ocupará de que viváis para ver el Tarmon Gai’don. Nadie más puede hacer eso. Una escolta de Aes Sedai llegará para conduciros a Tar Valon con el honor y el respeto que merecéis. Tenéis mi promesa».

—Ni siquiera lo pide —dijo Rand, sarcástico. Recordaba bien a Elaida ya que la había visto en una ocasión. Una mujer dura, tanto como para hacer que Moraine pareciese una gatita. El «honor y respeto» que merecía. Rand habría apostado a que la escolta de Aes Sedai daba la casualidad de ascender justo a trece.

Le pasó la carta de Elaida a Moraine y abrió la otra. El papel estaba escrito por la misma mano que había puesto el nombre a quien iba dirigida.

«Con todo respeto suplico humildemente darme a conocer al gran lord Dragón Renacido, a quien la Luz bendice como salvador del mundo».

»La humanidad entera debe sentir un temor reverencial ante vos, que habéis conquistado Cairhien en un día, como hicisteis con Tear. Sin embargo, tened cuidado, os lo suplico, porque vuestro esplendor despertará la envidia hasta en aquellos que no trabajan con afán bajo la Sombra. Incluso aquí, en la Torre Blanca, se encuentran los ciegos que no pueden ver vuestro verdadero esplendor que nos iluminará a todos. Empero, sabed que algunos nos regocijamos en vuestra llegada y nos deleitaremos sirviéndoos para vuestra mayor gloria. No somos de esos que os quitarían lustre para sí mismos, sino de los que se arrodillarían para disfrutar de vuestra magnificencia. Salvaréis al mundo, según las Profecías, y el mundo será vuestro.

»Para mi vergüenza, debo pediros que no dejéis que nadie vea esta carta y que la destruyáis tan pronto como la hayáis leído. Privada de vuestra protección, me encuentro entre quienes usurparían vuestro poder, y me es imposible saber quiénes de los que os rodean son tan leales como yo. Me han dicho que Moraine Damodred podría estar con vos. Es posible que os sirva fielmente, obedeciendo vuestras palabras como una ley, igual que haré yo, pero no puedo saberlo con certeza, ya que la recuerdo como una mujer reservada, muy dada a los secretos y a las intrigas, como son los cairhieninos. No obstante, aun en el caso de que estéis convencido de que es criatura vuestra, como yo, os suplico que guardéis en secreto esta misiva, incluso para ella. Mi vida está en vuestras manos, milord Dragón Renacido, y soy vuestra sierva.

»Alviarin Freidhen»

Rand volvió a leerla, parpadeando, y luego se la entregó a Moraine. Apenas le echó un vistazo antes de pasársela a Egwene, que tenía agachada la cabeza, junto con Aviendha, sobre la otra misiva. ¿Es que Moraine sabía el contenido?

—Menos mal que hiciste ese juramento —le dijo a la Aes Sedai—. Tal y como solías ser, guardándolo todo en secreto, a estas alturas podría estar más que dispuesto a sospechar de ti. Menos mal que ahora eres más sincera. —Moraine no reaccionó—. ¿Qué opinión te merecen esas cartas?

—Debe de haberse enterado de cómo se te ha subido a la cabeza lo que eres —musitó Egwene. Rand dudaba que esas palabras estuviesen destinadas a sus oídos. La joven sacudió la cabeza y añadió en voz alta—: No parece en absoluto Alviarin.

—Es su letra —adujo Moraine—. ¿Qué opinas tú, Rand?

—Creo que hay una fisura en la Torre, lo sepa o no Elaida. Supongo que una Aes Sedai no puede escribir una mentira igual que no puede decirla, ¿cierto? —No esperó a que ella asintiera—. Si Alviarin hubiese sido menos pomposa, habría sospechado que trabajan juntas para atraerme hacia su trampa. No imagino a Elaida pensando siquiera la mitad de lo que Alviarin ha escrito y tampoco la imagino teniendo como Guardiana a alguien que lo escribiera, sabiéndolo ella.

—No harás lo que dice —manifestó Aviendha al tiempo que arrugaba la carta de Elaida. No era en absoluto una pregunta.

—No soy tan necio.

—A veces no —admitió a regañadientes, y lo empeoró más enarcando una ceja en un gesto interrogante a Egwene, que reflexionó un momento y después se encogió de hombros.

—¿No has advertido nada más? —inquirió Moraine.

—Veo que hay espías de la Torre Blanca —respondió secamente—. Saben que domino la ciudad. —Durante al menos dos o tres días después de la batalla, los Shaido tenían que haber interceptado cualquier tipo de mensajero excepto una paloma que se dirigiese al norte. Hasta un jinete que supiese dónde cambiar los caballos, cosa nada fácil entre Cairhien y Tar Valon, no habría llegado a la Torre a tiempo para que estas cartas se hubiesen recibido hoy.

—Aprendes deprisa. —Moraine sonrió—. Lo harás bien. —Durante un fugaz instante casi pareció afectuosa—. ¿Y qué piensas hacer al respecto?

—Nada, excepto asegurarme de que la «escolta» de Elaida no se acerque a menos de dos kilómetros de mí. —Trece Aes Sedai, aunque fuesen las menos poderosas, podrían superarlo y coligarlo, y dudaba mucho que Elaida hubiese mandado a las más débiles—. Y ser consciente de que la Torre sabe lo que hago al día siguiente de haberlo hecho. Eso es todo hasta que sepa algo más. ¿No será Alviarin una de tus misteriosas amigas, Egwene?

La joven vaciló y de repente Rand se preguntó si Egwene le habría contado a Moraine algo más de lo que le había contado a él. ¿Eran secretos de Aes Sedai los que guardaba o eran de Sabias?

—No lo sé —respondió finalmente.

Sonó una llamada en la puerta, y Somara asomó su rubia cabeza.

—Matrim Cauthon está aquí, Car’a’carn. Dice que mandaste llamarlo.

Lo había hecho, hacía cuatro horas, tan pronto como supo que Mat estaba de regreso en la ciudad. ¿Cuál sería la excusa esta vez? Había llegado el momento de acabar con las disculpas.

—Quedaos —les dijo a las mujeres. Las Sabias lo ponían a Mat casi tan nervioso como las Aes Sedai; estas tres le provocarían un gran desasosiego. No sintió escrúpulos por utilizarlas. Y pensaba utilizar también a Mat—. Hazlo pasar, Somara.

Mat entró en la estancia sonriente, como si fuese el salón de una taberna. Llevaba desabrochada la chaqueta verde, y la camisa, con la mitad de las lazadas desatadas, de manera que se veía la plateada cabeza de zorro colgando sobre su pecho sudoroso; empero, a pesar del calor, el oscuro pañuelo de seda iba anudado a su garganta para ocultar la cicatriz.

—Siento haber tardado tanto. Hay algunos cairhieninos que creían ser expertos jugadores de cartas. ¿Es que no sabe tocar algo más alegre? —preguntó al tiempo que señalaba con la cabeza hacia Asmodean.