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Cuando le dio la espalda al espejo de marco dorado, vio a Aviendha sentada en su petate extendido contra la pared, debajo de un tapiz que representaba unas torres doradas increíblemente altas. Rand le había ofrecido poner otra cama en la habitación, pero la muchacha manifestó que los colchones resultaban demasiado blandos para dormir. Lo estaba observando intensamente, con la camisola sujeta en una mano, olvidada. Él había tenido buen cuidado en no volverse mientras se afeitaba y así darle tiempo para que se vistiera, pero aparte de las medias blancas no llevaba puesto nada encima.

—Yo jamás te avergonzaría delante de otros hombres —dijo de repente.

—¿Avergonzarme? ¿A qué te refieres?

Se puso de pie en un grácil movimiento. Su piel estaba sorprendentemente pálida allí donde el sol no la había tocado; tenía un cuerpo esbelto, de firmes músculos, pero con redondeces y tersuras que atormentaban sus sueños. Ésta era la primera vez que se había permitido mirarla abiertamente cuando ella hacía ostentación de su desnudez, pero la joven no parecía ser consciente de ello. Aquellos grandes ojos, tan verdes, estaban clavados en los suyos.

—No le pedí a Sulin que incluyese a Enaila ni a Somara ese primer día después de la batalla. Ni tampoco les pedí que estuvieran pendientes de ti ni que hiciesen nada si te fallaban las fuerzas. Lo hicieron inducidas por su interés y preocupación por ti.

—No, claro. Sólo dejaste que creyera que intentarían llevarme de vuelta como a un bebé si flaqueaba. Una sutil diferencia.

Su tono irónico pareció resbalar sobre ella sin afectarla.

—Con ello conseguí que tuvieses cuidado cuando te hizo falta.

—Entiendo —repuso secamente—. Bien, en cualquier caso, agradezco tu promesa de no avergonzarme.

—Yo no he dicho tal cosa, Rand al’Thor. —La joven sonrió—. Lo que dije es que no te avergonzaría delante de otros hombres. Aunque, si lo requieres, por tu propio bien… —Su sonrisa se acentuó.

—¿Es que piensas venir así? —Gesticuló con irritación, abarcando su figura desde la cabeza a los pies.

Nunca había tenido el más mínimo empacho en estar desnuda delante de él —todo lo contrario— pero bajó la vista hacia sí misma, después volvió a mirarlo a él, que seguía contemplándola, y se sonrojó. De repente se convirtió en un torbellino de oscura lana marrón y blanco algode, cubriéndose con sus ropas tan rápidamente que Rand se preguntó si no estaría encauzando para vestirse.

—¿Ya lo has dispuesto todo? —la oyó preguntar en medio del revuelo de ropas—. ¿Has hablado con las Sabias? Anoche te acostaste tarde. ¿Quién más nos acompaña? ¿A cuántos puedes trasladar? Espero que no venga ningún habitante de las tierras húmedas. No puedes fiarte de ellos, en especial de los Asesinos del Árbol. ¿De verdad nos puedes transportar hasta Caemlyn en una hora? ¿Es algo como lo que hice la noche que…? Lo que quiero decir es que cómo lo harás. No me gusta tener que confiar mi seguridad en cosas que no sé y que no entiendo.

—Todo está arreglado, Aviendha. —¿A qué venía tanta cháchara? ¿Y por qué rehuía sus ojos?

Rand se había reunido con Rhuarc y con los otros jefes que seguían cerca de la ciudad; en realidad no les gustó su plan, pero lo entendieron dentro del ámbito del ji’e’toh y todos pensaron que no tenía otra opción. Lo discutieron rápidamente, lo acordaron todo y después se pusieron a charlar de otras cosas, nada relacionado con Renegados ni Illian ni batallas, sino de mujeres, de caza, de si el brandy cairhienino tenía comparación con el oosquai, o el tabaco de las tierras húmedas con el que se cultivaba en el Yermo. Durante una hora Rand casi olvidó lo que les aguardaba. Esperaba que la Profecía de Rhuidean estuviese equivocada en algunas cosas y que él no destruyera a estos hombres. Una delegación de Sabias, más de cincuenta, fueron a verlo alertadas por Aviendha y dirigidas por Amys, Melaine y Bair, o quizá por Sorilea. Con las Sabias a menudo resultaba difícil discernir quién estaba al mando. No acudieron para convencerlo de que no llevara a cabo su propósito —de nuevo el ji’e’toh— sino para asegurarse de que entendía bien que su obligación para con Elayne no tenía más peso que su obligación para con los Aiel, y lo retuvieron en la sala de audiencias hasta que obtuvieron una respuesta satisfactoria por parte de él. Sólo había dos opciones: o hacer lo que le pedían o levantarlas en vilo literalmente para apartarlas y llegar hasta la puerta. Cuando querían, esas mujeres eran tan expertas en hacer caso omiso de los gritos como había llegado a serlo Egwene.

—Descubriremos a cuántos puedo trasladar cuando lo intente —añadió Rand—. Sólo vendrán Aiel. —Con suerte, Meilan, Maringil y el resto no se enterarían de su marcha hasta después que se hubiese ido. Si la Torre tenía espías en Cairhien, quizá los Renegados también los tenían. Además ¿cómo iba a fiarse de que guardaran en secreto nada unas personas que eran incapaces de ver salir el sol sin intentar utilizar ese hecho en el Da’es Daemar?

Para cuando se hubo puesto la chaqueta roja con bordados de oro, una prenda de fina lana muy adecuada en esta época del año para un palacio real, tanto en Caemlyn como en Cairhien —la idea le hizo gracia aunque en realidad no tenía nada de divertido—, Aviendha casi había acabado de vestirse. A Rand no dejaba de asombrarle que fuera capaz de vestirse tan deprisa y que todo quedara perfectamente en su sitio.

—Una mujer vino anoche cuando estabas ausente.

¡Luz! Había olvidado a Colavaere.

—¿Qué hiciste?

Aviendha hizo una pausa para atarse las lazadas de la blusa mientras sus ojos lo observaban con tal fijeza que parecían querer taladrarle el cráneo, pero cuando habló su voz sonó indiferente:

—La acompañé a sus aposentos, donde charlamos durante un rato. No habrá más revoloteo de faldas cairhieninas a la entrada de tu tienda, Rand al’Thor.

—Vaya, justo el resultado que buscaba, Aviendha. ¡Luz! ¿Le hiciste mucho daño? No puedes ir por ahí vapuleando damas. Esta gente ya me causa problemas suficientes para que vengas tú a provocar más.

La joven resopló desdeñosa y continuó anudando lazadas.

—¡Damas! Una mujer es una mujer, Rand al’Thor. A menos que sea una Sabia —agregó juiciosamente—. Ésa tendrá que sentarse con mucho cuidado hoy, pero no se le verán los cardenales, y con un día de descanso podrá abandonar sus aposentos. Y ahora sabe con exactitud cómo están las cosas. Le dije que si volvía a causarte más molestias, cualquier tipo de molestias, volvería a sostener otra charla con ella. Una mucho más larga. Hará lo que le digas y cuando lo digas. Será un ejemplo para los demás. Los Asesinos del Árbol no entienden otro lenguaje.

Rand suspiró. No era precisamente el método que habría elegido ni habría sido capaz de utilizar, pero a lo mejor funcionaba. O tal vez lo que conseguía era que Colavaere y los demás actuaran con más astucia y malicia de ahora en adelante. Quizás a Aviendha no le preocupaban las repercusiones contra ella —de hecho, a Rand le sorprendería que la joven se hubiese planteado siquiera tal posibilidad—, pero existía una gran diferencia entre una mujer que era Cabeza Insigne de una casa y una joven noble de rango inferior. Fueran cuales fuesen las consecuencias para él, Aviendha podría verse asaltada en algún callejón oscuro y recibir multiplicado por diez lo que le había hecho a Colavaere, si no algo peor.

—La próxima vez, deja que sea yo quien solucione los asuntos que me conciernen a mi manera. Soy el Car’a’carn, recuerda.

—Tienes jabón de afeitar en una oreja, Rand al’Thor.

Mascullando entre dientes, Rand cogió bruscamente la toalla de rayas.

—¡Adelante! —bramó al sonar una llamada en la puerta.