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—Quizá sea por lo que Mat… —empezó Asmodean, y enmudeció cuando el aludido lo miró, la boca tirante en una mueca de dolor y el aire de estar más que dispuesto a emprenderla a golpes con algo.

—No seáis absurdos —manifestó Aviendha con voz firme—. Las Far Dareis Mai no exigirían toh a Mat Cauthon por algo así. Ella intentó matarlo, y él acabó con ella. Ni siquiera lo exigiría una medio hermana, si es que tenía alguna. Y nadie demandaría toh a Rand al’Thor por lo que hizo otro a menos que se lo hubiese ordenado. Tú personalmente tienes que haber hecho algo, Rand al’Thor, algo tremendo o en caso contrario estarían aquí.

—No he hecho nada —replicó, cortante—. Y no pienso quedarme aquí discutiéndolo. ¿Te has vestido para cabalgar hacia el sur, Mat?

Su amigo metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y toqueteó algo. Generalmente guardaba allí sus dados y el cubilete.

—Voy a Caemlyn. Estoy harto de que caigan furtivamente sobre mí. Quiero ser yo quien salte inesperadamente sobre uno de ellos, para variar. Sólo espero conseguir las jodidas palmaditas en la cabeza en lugar de la jodida flor en la tumba —añadió, torciendo el gesto.

Rand no le preguntó qué quería decir con eso. Otro ta’veren. Dos juntos para dar un giro a la suerte quizá. Aunque no había modo de saber en qué sentido o siquiera si ocurriría, pero…

—Por lo visto vamos a seguir juntos un poco más. —Mat parecía más resignado que otra cosa.

Apenas habían recorrido un corto trecho del pasillo lleno de tapices cuando Moraine y Egwene se encontraron con ellos, las dos caminando codo con codo, despacio, como si lo único que tuviesen planeado ese día fuera dar un paseo por uno de los jardines. Egwene, fríos los ojos y rebosando sosiego, luciendo la Gran Serpiente en el dedo, realmente pasaría por una Aes Sedai a pesar de sus ropas Aiel, el chal y el pañuelo doblado ciñéndole las sienes, mientras que Moraine… Los hilos dorados reflejaban la luz de manera que trazaban finas líneas en la seda azul del vestido. La pequeña gema azul sobre su frente, colgada de la cadena de oro ceñida a las suaves ondas de su cabello oscuro, relucía con tanta intensidad como los enormes zafiros engarzados en oro del collar que lucía alrededor del cuello. Un atuendo difícilmente apropiado para lo que se proponían hacer, aunque Rand, con su chaqueta roja, no estaba en disposición de hacerle ninguna crítica.

Quizá se debía a encontrarse allí, donde en otros tiempos la casa Damodred había ocupado el Trono del Sol, pero lo cierto es que el porte de la Aes Sedai era el más regio que Rand recordaba en ella. Ni siquiera la presencia de «Jasin Natael» echó a perder aquella majestuosa serenidad con un gesto de sorpresa, aunque, cosa sorprendente, dedicó a Mat una cálida sonrisa.

—De modo que también vienes, Mat. Aprende a confiar en el Entramado. No despilfarres la vida intentando cambiar lo que no puede cambiarse. —A juzgar por la cara de Mat, muy bien podría estar planteándose el cambiar de parecer no sólo sobre acompañarlos sino con estar siquiera allí, pero la Aes Sedai le dio la espalda sin la menor señal de preocupación—: Esto es para ti, Rand.

—¿Más cartas? —se extrañó él. Una llevaba su nombre escrito con una caligrafía elegante que reconoció de inmediato—. ¿Tuya, Moraine? —La otra estaba a nombre de Thom Merrilin. Las dos habían sido selladas con cera azul y, al parecer, con el sello de la Gran Serpiente, impresa la imagen del ofidio mordiéndose su propia cola—. ¿Por qué me has escrito una carta? Y sellada. Nunca has tenido miedo de decir lo que tuvieras que decirme a la cara. Y, por si acaso lo olvido, Aviendha me ha estado recordando que sólo soy de carne y hueso.

—Has cambiado mucho desde aquel muchacho que vi por primera vez a la puerta de la Posada del Manantial. —Su voz era un suave tintineo de campanillas de plata—. No te pareces apenas a él. Ruego por que hayas cambiado lo bastante.

Egwene masculló algo entre dientes, y Rand creyó entender algo así como «Ruego por que no hayas cambiado demasiado». Miraba las cartas con el entrecejo fruncido, como si también se preguntara qué habría escrito en ellas. E igual ocurría con Aviendha.

—Los sellos aseguran la confidencialidad —continuó Moraine en un tono más animado, incluso más alegre—. En la tuya hay cosas sobre las que quiero que medites. No ahora. Cuando tengas tiempo para reflexionar. En cuanto a la de Thom, no conozco otras manos más seguras que las tuyas en las que confiarla. Entrégasela cuando vuelvas a verlo. Y, ahora, hay algo que tienes que ver en los muelles.

—¿En los muelles? —repitió Rand—. Moraine, precisamente esta mañana es cuando tengo menos tiempo para…

—Tengo listos los caballos. Incluso uno para ti, Mat, por si acaso venías al final —lo interrumpió la mujer, que caminaba ya pasillo adelante como si estuviese segura de que irían tras ella.

Egwene vaciló sólo un instante antes de seguirla.

Rand abrió la boca para ordenar a Moraine que volviera sobre sus pasos. Había jurado obedecerlo. Lo que quiera que quisiera enseñarle podría verlo otro día.

—¿Qué perjuicio puede ocasionar una hora de retraso? —dijo Mat. Quizá se estaba replanteando su decisión.

—No sería malo dejaros ver esta mañana —sugirió Asmodean—. Rahvin podría estar al tanto de todo lo que pasa. Si alberga alguna sospecha, si cuenta con espías que os vigilan y escuchan por los ojos de las cerraduras, eso podría tranquilizarlos por hoy.

Rand miró a Aviendha.

—¿Tú también me aconsejas el retraso? —inquirió.

—Te aconsejo que escuches a Moraine Sedai. Sólo los necios no hacen caso de las Aes Sedai.

—¿Qué puede haber en los muelles que sea más importante que Rahvin? —gruñó, y luego sacudió la cabeza. En Dos Ríos había un dicho, aunque ningún hombre lo recitaba si había alguna fémina que pudiera oírlo: «El Creador hizo a la mujer para alegrar los ojos y para dar dolores de cabeza». Ciertamente las Aes Sedai no eran distintas de las demás en este aspecto—. Una hora.

El sol todavía no estaba lo bastante alto para borrar la larga sombra que la muralla de la ciudad arrojaba sobre el embarcadero de piedra donde las carretas de Kadere estaban alineadas, pero aun así el buhonero se enjugaba el sudor de la cara con un pañuelo grande. El calor sólo era responsable en parte de esa transpiración. Los grandes parapetos grises que se extendían hasta el río, a ambos lados de la hilera de muelles, hacían que el embarcadero semejara una descomunal y oscura caja en la que él estuviese atrapado. Aquí sólo había amarradas barcazas anchas, de proas achatadas, para el transporte de grano, y las embarcaciones que había ancladas en el río, esperando su turno para descargar, eran del mismo tipo. Kadere había considerado la idea de escabullirse dentro de una de ellas cuando zarpara, pero ello significaba abandonar casi todo lo que todavía poseía. Aun así, si hubiese pensado que el lento viaje río abajo lo llevaría a cualquier destino que no fuese la muerte, lo habría hecho. Lanfear no había vuelto a aparecer en sus sueños, pero tenía las quemaduras en su pecho para recordarle sus órdenes. La mera idea de desobedecer a uno de los Elegidos lo hacía temblar, aun cuando el sudor le corriera por la cara.

Si supiera de quién podía fiarse; en la medida en que podía fiarse de cualquiera de sus compañeros Amigos Siniestros, se entiende. El último de sus carreteros que había prestado los juramentos había desaparecido dos días atrás, probablemente en una de las gabarras de grano. Todavía no sabía cuál de las mujeres Aiel le había dejado aquella nota por debajo de la puerta del carromato —«No estás solo entre extraños. Se ha elegido un curso para seguir»— aunque en su mente barajaba varias posibilidades. En los muelles había casi tantos Aiel como estibadores; acudían para contemplar el río. Había visto unas cuantas caras más a menudo de lo que parecía razonable, y algunas lo habían observado pensativamente. También lo habían hecho unos pocos cairhieninos, y un lord teariano. En sí mismo, eso no significaba nada, por supuesto, pero si pudiera encontrar unos cuantos hombres con los que trabajar…