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«En mis tiempos, incluso las Doncellas sabían cómo manejar a los hombres», manifestó Sorilea con un resoplido.

«Ha tenido más éxito de lo que pensáis», les había respondido Amys.

Entonces Aviendha había sacudido la cabeza al tiempo que el brazalete de marfil resbalaba por su brazo al levantar la mano como para hacerla callar, pero Amys continuó a pesar de sus interrumpidas protestas:

«He esperado a que ella nos lo contara, pero puesto que no parece dispuesta a hacerlo…» Entonces lo vio plantado a escasos tres metros de distancia, con las riendas de Jeade’en en las manos, y cortó bruscamente la frase. Aviendha se había girado para ver lo que Amys estaba mirando; cuando sus ojos se encontraron con él, un intenso rubor le tiñó el rostro, pero enseguida la sangre se retiró tan bruscamente de éste que a pesar de tener la piel tostada por el sol sus mejillas se quedaron pálidas. Las cuatro Sabias le habían asestado a él unas miradas impasibles, indescifrables.

En ese momento habían llegado Asmodean y Mat por detrás de él, conduciendo sus caballos.

«¿Es que todas las mujeres aprenden a mirar así cuando aún están en la cuna? —había rezongado Mat—. ¿Se lo enseñan sus madres? Me da en la nariz que si el Car’a’carn se queda un poco más aquí le van a arder las orejas».

Rand sacudió la cabeza para alejar esos recuerdos; alzó los brazos mientras Aviendha pasaba la pierna por encima para bajarse, y la levantó de la grupa del rodado. Durante un instante la mantuvo agarrada por la cintura e inclinó un poco la cabeza para mirarse en sus claros ojos azul verdosos. Ella le sostuvo la mirada y su expresión no varió, pero sus manos se cerraron con más fuerza sobre los antebrazos de él. ¿En qué se suponía que debería haber tenido éxito? Rand había dado por sentado que tenía la misión de espiarlo por encargo de las Sabias, pero si alguna vez le preguntaba cualquier cosa que él ocultaba a las Sabias, lo hacía sin disimular la ira por guardar secretos para ellas. Nunca con astucia, jamás intentando sonsacarle algo. Hiriente y agresiva, quizá, pero nunca fisgona. Había considerado la posibilidad de que fuera como una de las jóvenes enviadas por Colavaere, pero sólo durante el breve instante en que la idea acudió a su mente. Aviendha no consentiría nunca que la utilizaran de ese modo. Además, aunque lo hubiese hecho, dejar que probara una vez lo que era poseerla para después negarle hasta un simple beso, por no mencionar que tuvo que perseguirla a través de medio mundo, no era el mejor modo de alcanzar tal propósito. Si no le preocupaba lo más mínimo estar desnuda delante de él, no había que olvidar que las costumbres Aiel eran diferentes. Si el hecho de que su desnudez le causara desasosiego parecía complacerla, sin duda se debía a que pensaba que era una gran broma que gastarle. En consecuencia, ¿en qué se suponía que debería haber tenido éxito? Estaba rodeado de intrigas. ¿Es que todo el mundo tenía que maquinar? Podía ver su rostro en los ojos de la muchacha. ¿Quién le había regalado ese collar de plata?

—Eh, me gusta hacer manitas y encandilarme con unos ojos tanto como a cualquier hijo de vecino, pero ¿no os parece que hay demasiada gente mirando? —dijo Mat.

Rand soltó la cintura de Aviendha y retrocedió un paso, pero con tan poca prisa como ella. La muchacha agachó la cabeza mientras arreglaba sin necesidad los pliegues de la falda y rezongaba porque cabalgar se la había desarreglado, pero no antes de que Rand advirtiera que se había puesto colorada. En fin, no había sido su intención azorarla. Recorrió el patio con una mirada ceñuda.

—Te dije que no sabía cuántos podría llevarme, Bael —espetó. Con las Doncellas rebosando por los portones y la escalinata apenas había espacio para moverse en el patio. Quinientos de cada sociedad significaba que había un total de seis mil Aiel; las estancias debían de estar abarrotadas.

El gigantesco jefe Aiel se encogió de hombros. Como todos los demás Aiel que estaban allí, llevaba el shoufa enrollado a la cabeza, listo para velarse el rostro. Él no llevaba la cinta carmesí ceñida a las sienes, aunque parecía que por lo menos la mitad de los presentes lucía el círculo con el símbolo blanco y negro sobre la frente.

—Todas las lanzas que puedan seguirte, lo harán. ¿Vendrán pronto las dos Aes Sedai?

—No. —Menos mal que Aviendha había mantenido su promesa de que no dejaría que volviera a tocarla. Lanfear había intentado matarlas a ella y a Egwene porque no sabía cuál de las dos era la Aiel. ¿Cómo se habría enterado Kadere para contárselo? Daba igual. Lan tenía razón: las mujeres sufrían daño, o morían, cuando estaban demasiado próximas a él—. No van a venir.

—Corren rumores sobre… problemas en el río.

—Una gran victoria, Bael —repuso, desanimado, Rand—. Y mucho honor obtenido. —«Pero no por mí». Pevin pasó junto a Bael para situarse detrás de Rand con el estandarte; como siempre, su estrecho rostro, marcado de cicatrices, estaba totalmente inexpresivo—. ¿Es que todo el palacio está enterado de esto? —preguntó Rand.

—Oí comentarios —dijo Pevin. Abrió y cerró la boca como si buscara las palabras para añadir algo más. Rand le había proporcionado otra chaqueta para reemplazar la que llevaba antes, llena de remiendos; era una prenda de buena lana roja, y el hombre había hecho que le bordaran dragones rampantes en ambos lados de la pechera—. De que os marchabais. A alguna parte. —Aquello pareció agotar su reserva de alocuciones.

Rand asintió en silencio. Los rumores brotaban en palacio como setas en la sombra. Mientras Rahvin no se enterara… Recorrió con la mirada los tejados y las cúspides de las torres. Ningún cuervo. Hacía tiempo que no veía ninguno, aunque había oído que otros hombres habían matado algunos. Quizás ahora evitaban acercarse a él.

—Estad preparados. —Aferró el saidin, flotando en medio del vacío, desprovisto de emociones.

El acceso apareció al pie de la escalinata, primero como una línea brillante que luego pareció desdoblarse hasta crear un rectángulo de cuatro pasos de ancho, abierto a las tinieblas. No se produjo un solo murmullo entre los Aiel. Los que se encontraban al otro lado debían de verlo como a través de un cristal ahumado, una opacidad tremolante en el aire, pero si hubiesen intentado cruzarlo habría sido como querer atravesar una de las paredes del palacio. De costado, el acceso resultaría invisible salvo para los pocos que estaban lo bastante cerca para vislumbrar lo que parecería un fino trazo perpendicular.

Cuatro pasos era la máxima anchura que Rand era capaz de crear. Existían límites para un solo hombre, afirmaba Asmodean; por lo visto siempre había límites, sin importar la cantidad de saidin que uno absorbiera. En realidad el Poder Único tenía poco que ver con los accesos; sólo intervenía en su creación. Al otro lado era algo distinto. El sueño de un sueño, lo llamaba Asmodean.

Rand lo cruzó y pisó en lo que parecía ser una de las losas arrancadas del pavimento del patio, pero aquí la piedra cuadrada estaba suspendida en medio de una oscuridad absoluta, produciendo la sensación de que en cualquier dirección sólo había nada; una nada eterna. No era como una noche oscura; Rand se veía a sí mismo y la losa cuadrada perfectamente, pero todo lo demás, todo en derredor, eran tinieblas.

Había llegado el momento de comprobar lo grande que era capaz de hacer una plataforma. Con la mera idea aparecieron más losas a la vez, creando un duplicado exacto del patio de palacio. Lo imaginó aun más grande. Rápidamente, el cuadrado de piedra se extendió hasta donde alcanzaba la vista. Sufrió un sobresalto al notar que sus pies empezaban a hundirse en la piedra que pisaba; su aspecto no había cambiado, pero cedía lentamente, como si fuese barro, rezumando alrededor de las botas. De inmediato hizo que volviera a recuperar el tamaño de un cuadrado equivalente al de fuera —hasta ahí se mantenía sólido— y después empezó a aumentarlo añadiendo al borde hileras de losas de una en una. No tardó en comprender que no podía hacer la plataforma mucho más amplia que la obtenida en su primer intento. La piedra seguía teniendo un aspecto normal, no se hundía bajo sus pies, pero al agregar la segunda hilera daba la impresión de… inconsistencia, como una fina cáscara que podría quebrarse si se pisaba mal. ¿Se debía a que este tamaño era el máximo que admitía la plataforma? ¿O porque no la había imaginado mayor al principio? «Todos nos marcamos nuestros propios límites». La idea surgió inesperadamente de algún sitio. «Y los sobrepasamos más allá de lo que nos asiste razón y derecho».