Iba a preguntarle de qué demonios hablaba cuando recordó haber utilizado esa frase.
—Sólo es algo que oí una vez —mintió. No tenía la más ligera idea de lo que significaba ni de dónde lo había sacado.
—Descansa, Rand —dijo como si fuera veinte años mayor que él en lugar de ser tres más joven—. Prométeme que lo harás. Lo necesitas.
Él asintió. Egwene lo observó atentamente como buscando la verdad en su rostro y después se encaminó hacia la puerta.
La copa de vino de Rand flotó de la alfombra hacia donde estaba él; se apresuró a cogerla en el aire justo antes de que Egwene volviera la cabeza para mirarlo por encima del hombro.
—Quizá no debería contarte esto —empezó—. Elayne no me lo dijo como un mensaje para ti, pero… Me confesó que te amaba. Quizá lo sabes ya; pero, si no es así, deberías pensar en ello.
Sin más, Egwene salió de la estancia, y las sartas de cuentas tintinearon al cerrarse tras ella.
Bajando de un salto de la mesa, Rand arrojó la copa lejos, salpicando con el vino las baldosas del suelo, y se giró violentamente hacia Jasin Natael, furioso.
3
Sombras difusas
Asiendo el saidin, Rand encauzó y tejió flujos de Aire que levantaron en vilo a Natael de los cojines; la dorada arpa cayó en las baldosas rojo oscuro mientras el hombre quedaba aplastado contra la pared, inmóvil desde el cuello hasta los tobillos, con los pies a dos palmos del suelo.
—¡Te lo advertí! ¡No encauces jamás cuando haya gente! ¡Jamás!
Natael inclinó la cabeza de aquella manera peculiar en él, como queriendo mirar a Rand de reojo u observar con disimulo.
—Si se hubiera dado cuenta habría creído que eras tú. —En su voz no había disculpa ni timidez, pero tampoco desafío; por lo visto creía que estaba dando una explicación razonable—. Además, parecías tener sed. Un bardo de corte debe atender las necesidades de su señor. —Ésta era una de las pequeñas vanidades que se permitía; si Rand era el lord Dragón, entonces él tenía que ser el bardo de corte, no un simple juglar.
Sintiéndose tan asqueado consigo mismo como furioso con el otro hombre, Rand deshizo los flujos tejidos y lo dejó caer. Maltratarlo era como enzarzarse en una pelea con un niño de diez años. No veía el escudo que impedía el acceso de Natael al saidin, ya que era creación femenina, pero sabía que estaba allí. Mover una copa era a lo máximo que llegaba ahora la habilidad de Natael. Afortunadamente, el escudo también quedaba oculto a los ojos femeninos. Natael lo llamaba «inversión», pero no parecía capaz de explicarlo.
—¿Y si me hubiera visto la cara y hubiera sospechado? ¡Me quedé tan estupefacto como si esa copa hubiera flotado hacia mí por propia iniciativa! —Volvió a ponerse la pipa entre los dientes y expulsó grandes bocanadas de humo.
—Aun así no habría sospechado de mí. —Acomodándose de nuevo entre los cojines, Natael volvió a coger el arpa y rasgueó unas notas que sonaban aviesas—. ¿Cómo iba a sospechar nadie? Ni siquiera yo acabo de creer la situación en la que estoy. —Si en su voz hubo algún indicio de amargura, Rand no lo detectó.
Tampoco él estaba seguro de creerlo, aunque su trabajo le había costado llegar a las condiciones actuales. El hombre que tenía delante, Jasin Natael, tenía otro nombre: Asmodean.
Viéndolo tocar ociosamente el arpa, nadie habría imaginado que Asmodean era uno de los Renegados. Era incluso moderadamente apuesto; Rand suponía que a las mujeres debía de resultarles atractivo. A menudo le chocaba el hecho de que la maldad no dejara marcas exteriores. Era uno de los Renegados y, en lugar de intentar matarlo, Rand ocultaba su condición a Moraine y a todos los demás. Necesitaba un maestro.
Lo que valía para las mujeres Aes Sedai llamadas «espontáneas» también rezaba para los varones, de modo que sólo tenía una oportunidad entre cuatro de sobrevivir al intento de aprender a utilizar el Poder por sí mismo. Eso sin contar con la locura. Su maestro tenía que ser un hombre; Moraine y las otras se lo habían repetido hasta la saciedad: un pájaro no podía enseñar a volar a un pez, ni un pez enseñar a nadar a un pájaro. Y su maestro debía ser alguien experimentado, alguien que ya supiera todo lo que él necesitaba aprender. Con las Aes Sedai amansando hombres que podían encauzar tan pronto como eran descubiertos —y cada año aparecían menos— las posibilidades eran escasas, por no decir nulas. Un hombre que hubiera descubierto simplemente que era capaz de encauzar no sabría más de lo que sabía él. Un falso Dragón que pudiera encauzar —si es que Rand tenía oportunidad de encontrar uno que ya no hubiera sido capturado y amansado— no estaría muy dispuesto a renunciar a sus sueños de gloria por otro que afirmara ser el Dragón Renacido. En tales circunstancias, la única opción que quedaba era uno de los Renegados, y, con tal de conseguirlo, se había puesto a sí mismo de cebo.
Asmodean hizo sonar notas al azar mientras Rand tomaba asiento en un cojín frente a él. Estaba bien recordar que ese hombre no había cambiado, no dentro de sí, desde el lejano día en que había entregado su alma a la Sombra. Lo que estaba haciendo ahora lo hacía por compulsión, no porque hubiera vuelto a la Luz.
—¿Alguna vez te has planteado volverte atrás, Natael? —Siempre era muy cuidadoso con el nombre; el menor desliz con «Asmodean», y Moraine estaría convencida de que se había pasado a la Sombra. Ella y tal vez otros. Ni Asmodean ni él sobrevivirían a algo así.
Las manos del hombre se quedaron paralizadas sobre las cuerdas; su semblante estaba totalmente vacío de expresión.
—¿Volverme atrás? Ahora mismo, Demandred o Rahvin o cualquiera de ellos me mataría nada más verme. Eso, siendo afortunado. Excepto, quizá, Lanfear, y comprenderás que no desee ponerla a prueba. Semirhage sería capaz de hacer que una roca pidiera clemencia y le diera las gracias por matarla. Y en cuanto al Gran Señor…
—El Oscuro —lo corrigió con brusquedad sin soltar la pipa que apretaba entre los dientes. El Gran Señor de la Oscuridad era la denominación que daban al Oscuro los Amigos Siniestros y los Renegados.
Asmodean inclinó ligeramente la cabeza en un gesto de aquiescencia.
—Cuando el Oscuro esté libre… —Si su rostro era inexpresivo antes, ahora podía compararse con una talla de piedra—. Baste decir que encontraré a Semirhage y me entregaré a ella antes que afrontar el castigo por traición del Gran… del Oscuro.
—Bueno es, pues, que estés aquí para enseñarme.
Del arpa empezó a brotar una melodía lúgubre que evocaba lágrimas y penalidades.
—La marcha de la Muerte —aclaró Asmodean mientras tocaba—, el último movimiento de El Ciclo de las Pasiones Sublimes, compuesta unos trescientos años antes de la Guerra del Poder por…
—No me estás enseñando muy bien —lo interrumpió Rand.
—Tanto como podía esperarse dadas las circunstancias. Ahora ya puedes aferrar el saidin siempre que lo intentas y sabes distinguir un flujo de otro. Sabes rodearte con un escudo, y el Poder hace lo que tú deseas que haga. —Dejó de tocar y frunció el entrecejo, sin mirar a Rand—. ¿Crees que Lanfear quería realmente que te enseñara todo? Si hubiera sido eso lo que deseaba, habría ideado el modo de quedarse cerca para así vincularnos. Quiere que vivas, Lews Therin, pero esta vez tiene intención de ser más fuerte que tú.
—¡No me llames así! —espetó Rand, pero Asmodean hizo como si no lo oyera.
—Si planeasteis esto entre los dos, lo de atraparme —continuó el Renegado, y Rand percibió una oleada de energía en él, como si Asmodean estuviera poniendo a prueba el escudo que Lanfear había tejido a su alrededor; las mujeres que podían encauzar veían un halo rodeando a otra mujer que había abrazado el saidar y la notaban encauzar claramente, pero él nunca veía nada en torno a Asmodean y percibía muy poco—. Si lo preparasteis juntos, entonces has dejado que ella te sobrepase en astucia en más de un nivel. Te dije que no soy un buen maestro, sobre todo sin un vínculo. Lo planeasteis entre los dos, ¿no es cierto? —Entonces sí que miró a Rand, de reojo pero aun así intensamente—. ¿Cuánto recuerdas? Me refiero a ser Lews Therin. Ella afirma que no te acuerdas de nada, pero es muy capaz de mentir al mismísimo Gran… al Oscuro.