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Unos azules ojos flotaron, acusadores, fuera del vacío, seguidos por el repentino y fugaz recuerdo de unos besos robados en Tear, de una carta en la que se le entregaba en cuerpo y alma, de mensajes transmitidos a través de Egwene sobre el amor que le profesaba. ¿Qué diría si llegaba a enterarse de lo de Aviendha, de la noche que habían pasado juntos en el refugio de nieve? Y del recuerdo de otra carta, desdeñándolo fríamente, cual una reina sentenciando a un canalla a las tinieblas exteriores. No importaba. Lan tenía razón. Pero quería… ¿Qué? ¿A quién? Ojos azules, y verdes y marrones oscuros. ¿A Elayne, que a lo mejor lo amaba o a lo mejor era incapaz de decidirse? ¿A Aviendha, que lo tentaba con lo que tenía prohibido tocar? ¿A Min, que se reía de él y que lo consideraba un estúpido cabeza hueca? Todo aquello pasó como un relámpago por los bordes del vacío. Rand intentó hacer caso omiso de ello, rechazar el recuerdo angustioso de otra mujer de ojos azules tirada en el derruido pasillo de un palacio, muerta, muchísimo tiempo atrás.

Tuvo que seguir parado allí mientras los Aiel salían velozmente en pos de Bael y, velándose el rostro, se dispersaban con rapidez a izquierda y derecha. Era su presencia la que mantenía la plataforma; se desvanecería tan pronto como él traspasara el umbral del acceso. Aviendha esperaba casi tan calmosamente como Pevin, aunque de vez en cuando asomaba la cabeza para mirar con el ceño ligeramente fruncido a uno y otro lado de la calle. Asmodean toqueteaba la empuñadura de su espada y respiraba demasiado deprisa; Rand se preguntó si el hombre sabría utilizar el arma. Aunque probablemente no tendría que hacer uso de ella. Mat empezó a subir la empinada cuesta como si reviviese una desagradable experiencia. También él había entrado en el palacio por esta vía en una ocasión.

Cuando el último Aiel velado cruzó el acceso, Rand indicó con un gesto a los demás que salieran e hizo lo propio a continuación. El acceso se desvaneció con un parpadeo, dejándolo en medio de un amplio círculo de cautelosas Doncellas. Los Aiel corrían calle abajo por uno y otro lado —el trazado curvo de la vía seguía la línea de la colina; todas las calles de la Ciudad Interior se amoldaban a la configuración del terreno— y desaparecían alrededor de las esquinas para llevar a cabo su cometido de encontrar y apresar a cualquiera que pudiese dar la alarma. Otros subían la empinada ladera, y unos pocos habían empezado incluso a escalar el muro valiéndose de cualquier pequeña fisura o prominencia como asideros y apoyos para manos y pies.

De repente, Rand observó con detenimiento. A su izquierda la calle se inclinaba hacia abajo y trazaba una curva hasta perderse de vista; el declive permitía divisar un sinfín de torres techadas con tejas que resplandecían con el sol matinal en cien colores cambiantes, y, más allá de los tejados, uno de los muchos parques de la Ciudad Interior, cuyos blancos caminos y monumentos formaban la cabeza de un león cuando se contemplaba desde esa perspectiva. A su derecha, la calle subía un poco antes de girar en curva, al fondo las siluetas de más torres rematadas por chapiteles o cúpulas de diferentes formas, reluciendo por encima de los tejados. Los Aiel llenaban la calle y se dispersaban rápidamente por las calles laterales que se alejaban del palacio con sus curvos trazados. Aiel, pero ni un alma más. El sol estaba lo bastante alto para que la gente ya estuviese fuera ocupándose de sus asuntos, incluso a tan corta distancia del palacio.

Como si se tratase de una pesadilla, el muro en lo alto se desplomó hacia afuera en media docena de sitios; Aiel y bloques de piedra se estrellaron por igual sobre los que aún trepaban por la cuesta. Antes de que aquellos fragmentos de obra de albañilería llegaran a la calle en medio de tumbos, los trollocs aparecieron por las brechas abiertas y, dejando caer los arietes construidos con gruesos troncos que habían utilizado, desenvainaron las curvas espadas semejantes a cimitarras. Aparecieron más que enarbolaban hachas y lanzas de hojas barbadas, unas enormes figuras con apariencia humana, protegidas con negras corazas rematadas en púas en hombros y codos, grandes rostros humanos deformados por hocicos o picos, cuernos o plumas, que se lanzaron loma abajo con los Myrddraal carentes de ojos cual serpientes negras en medio de ellos. Todo a lo largo de la calle, trollocs aullantes y silenciosos Myrddraal salieron en tropel por los umbrales de puertas y huecos de ventanas. Los rayos se descargaron de un cielo despejado.

Rand urdió flujos de Fuego y Aire para contrarrestar Fuego y Aire, un escudo que se extendía lentamente en una carrera contrarreloj para adelantarse a los rayos. Demasiado lento. Un rayo se descargó en el escudo, directamente sobre su cabeza, y estalló en un resplandor cegador, pero otros llegaron a tierra, y Rand notó que el cabello se le ponía de punta cuando el impacto de la onda expansiva lo alcanzó y lo lanzó por el aire. Faltó poco para que perdiera la urdimbre e incluso el vacío, pero siguió tejiendo lo que no podía ver con los ojos todavía cegados por el resplandeciente destello, ampliando el escudo contra las descargas caídas del cielo que, al menos, podía sentir que se estrellaban contra la cobertura, martilleándola para alcanzarlo a él; pero eso podía cambiarse. Absorbió saidin a través del angreal que llevaba en el bolsillo, tejió el escudo hasta que estuvo seguro de que debía de cubrir la mitad de la Ciudad Interior, y después ató la urdimbre. Mientras se incorporaba, empezó a recobrar la vista, borrosa y dolorida al principio. Tenía que actuar con rapidez. Rahvin sabía que estaba allí. Tenía que…

Sorprendentemente, al parecer había pasado muy poco tiempo. A Rahvin le había dado igual a cuántos de los suyos mataba. Los trollocs y Myrddraal que yacían, aturdidos, en la pendiente morían bajo las lanzas enarboladas por Doncellas, muchas de las cuales se movían con evidente inestabilidad. Algunas, las que estaban más cerca de Rand, empezaban ahora a levantarse de donde habían caído al salir lanzadas por el aire, y Pevin se sostenía sentado, despatarrado, gracias a servirse del astil del estandarte como un punto de apoyo, todavía con el rostro marcado de cicatrices tan impasible como un pedazo de pizarra. Más trollocs salían en tropel a través de las brechas del muro, en lo alto, y el fragor de la batalla llenaba todas las calles en cualquier dirección; pero, en lo que a Rand concernía, todo ello habría podido estar aconteciendo en otro país.

En la primera andanada había habido más de un rayo, pero no todos habían ido dirigidos contra él. Las botas humeantes de Mat estaban tiradas a una docena de pasos de donde el propio Mat yacía despatarrado de espaldas. Unos hilillos de humo se elevaban también del negro mango de su lanza, de su chaqueta e incluso de la cabeza de zorro plateada, que colgaba por fuera de su camisa y que no lo había protegido del encauzamiento de un hombre. Asmodean era un bulto retorcido y calcinado, sólo reconocible por el chamuscado estuche del arpa que seguía atado a su espalda. Y Aviendha… Sin ninguna marca visible, habríase dicho que estaba tumbada, descansando, si pudiera haber descansado mirando con los ojos muy abiertos al sol.

Rand se inclinó para tocarle la mejilla. Ya empezaba a enfriarse. Al tacto no parecía… carne.

—¡Raaaahviiiin!

Lo asustó un poco que aquel sonido saliese de su garganta. Tenía la sensación de estar sentado en algún rincón profundo de su propia mente, con el vacío a su alrededor más vasto, más vacuo que nunca. El saidin fluía por él como un violento torrente, pero le daba igual si lo arrastraba en su furia. La infección se filtraba por todas partes, lo emponzoñaba todo. No le importaba.

Tres trollocs consiguieron abrirse paso entre las Doncellas, asiendo en sus peludas manos las hachas rematadas con picos y las lanzas de extrañas puntas en forma de lengüeta, y sus ojos, espantosamente humanos, clavados en él, un hombre que en apariencia estaba desarmado. El que tenía un hocico de jabalí cayó con la lanza de Enaila atravesándole la columna vertebral. El del pico de águila y el de hocico de oso arremetieron contra él, el uno corriendo sobre pies calzados con botas, y el otro sobre garras.