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Rand entró en el patio redondo cautelosamente. A su espalda, la mitad de aquel círculo de blanco pavimento estaba rodeado por una estructura que se alzaba tres pisos por encima de él; la otra mitad quedaba delimitada por una galería semicircular, sustentada por pálidos fustes de casi cuatro metros de altura que se conectaban con otro jardín por unos paseos de grava a la sombra de árboles bajos y de copas anchas. En el centro, unos bancos de mármol rodeaban un estanque cubierto de nenúfares en el que nadaban peces dorados, blancos y rojos.

De repente los bancos titilaron, ondearon, cambiaron a figuras humanas carentes de rostro, todavía blancas y de apariencia dura como la piedra. Ya sabía lo difícil que resultaba variar algo que Rahvin había alterado. Unos rayos salieron disparados de las puntas de sus dedos e hicieron añicos a los hombres de piedra.

El aire se tornó agua. Atragantado, Rand se esforzó por nadar hacia las columnas; veía el jardín que había detrás. Tenía que haber algún tipo de barrera que impedía que el agua se desbordara a través de ellas. Antes de que pudiera encauzar, unas formas doradas, rojas y blancas nadaron veloces a su alrededor, más grandes que los peces que había vislumbrado en el estanque. Y con dientes. Le lanzaron dentelladas y la sangre manó en volutas enrojecidas. De manera instintiva, Rand manoteó en dirección a los peces, pero la parte fría de él, en lo profundo del vacío, encauzó. El fuego compacto irradió contra la barrera, si es que había alguna, y hacia cualquier lugar en el que pudiese estar Rahvin desde donde tuviera a la vista este patio. El agua giró en violentos remolinos y arrastró a Rand en su impetuosa marcha hacia los túneles excavados por el fuego compacto. Centelleos dorados, blancos y rojos arremetieron contra él, añadiendo nuevas volutas carmesí al agua. Zarandeado, Rand no veía hacia dónde apuntar sus descargas, que relampagueaban en todas direcciones. No le quedaba aire en los pulmones. Trató de pensar en el aire, en que el agua era aire.

Y de pronto lo fue. Cayó con fuerza sobre las piedras del pavimento, entre pequeños pececillos que daban coletazos, rodó sobre sí mismo y se dio impulso para incorporarse de un salto. Todo volvía a ser aire; hasta sus ropas estaban secas. La columnata semicircular cambiaba entre una imagen intacta y otra de un montón de ruinas, con la mitad de los fustes desplomados. Algunos árboles yacían enredados entre sus propios tocones, y después aparecían erguidos, intactos, y a continuación, de nuevo caídos. El palacio, detrás de él, tenía agujeros abiertos en las blancas paredes, uno incluso a través de una alta cúpula dorada, y las rajas cruzaban ventanas, algunas con celosías de piedra. Los daños titilaban, apareciendo y desapareciendo, no con los intermitentes y lentos cambios de antes, sino de manera constante: destrozos, y a continuación ninguno; luego algunos, y después nada, y otra vez todos de nuevo.

Haciendo un gesto de dolor, Rand apretó una mano contra su costado, sobre la vieja herida curada a medias. Le dolía como si los esfuerzos casi la hubieran abierto otra vez. En realidad le dolía todo el cuerpo, herido por una docena o más de mordiscos por los que manaba sangre. Eso no había cambiado. Los desgarrones ensangrentados en su chaqueta y sus calzones continuaban presentes. ¿Habría conseguido cambiar el agua de nuevo en aire, o es que una de sus frenéticas descargas había hecho huir a Rahvin o incluso lo había matado? Daba igual a menos que hubiese ocurrido esto último.

Se enjugó la sangre que le caía en los ojos, y escudriñó las ventanas y balcones que se asomaban alrededor del jardín, y la galería alta, al otro lado. O, mejor dicho, empezó a hacerlo, pero algo atrajo su mirada. Debajo de la columnata se percibían apenas los restos de una urdimbre. Desde la distancia lo identificó como un acceso, pero para saber de qué tipo era y hacia dónde conducía tenía que estar más cerca. Saltó sobre un montón de escombros, que se esfumaron mientras todavía estaba en el aire, en mitad del salto, y a continuación corrió por el jardín esquivando todos los árboles que habían caído sobre el sendero. El residuo de la urdimbre casi había desaparecido; tenía que acercarse lo suficiente antes de que se desvaneciera por completo.

Inopinadamente se fue de bruces al suelo y se arañó las manos al intentar frenar la caída. No vio nada que lo hubiese hecho tropezar. Se sentía mareado, como si le hubiesen golpeado la cabeza. Intentó levantarse, llegar hasta el residuo. Entonces se dio cuenta de que su cuerpo fluctuaba; sus manos se cubrieron de pelo largo, y sus dedos parecieron encogerse, doblarse hacia las manos. Casi eran garras. Una trampa. Rahvin no había huido; el acceso había sido una trampa y él se había metido de lleno en ella.

La desesperación estrujó el vacío mientras Rand se esforzaba por aferrarse a sí mismo, a lo que era. Sus manos. Eran manos. Casi. Se obligó a incorporarse. Tuvo la impresión de que sus piernas estaban dobladas en un ángulo equivocado. La Fuente Verdadera se alejó; el vacío se encogió. El pánico lamió los bordes del vacío. Fuera lo que fuera en lo que Rahvin intentaba cambiarlo, no podía encauzar. El saidin menguó, escabullándose, reduciéndose a un chorrillo a pesar de estar absorbiéndolo a través del angreal. Los balcones y la galería alta parecían estar observándolo como ojos vacíos. Rahvin debía de estar en una de aquellas ventanas con enrejado de piedra, pero ¿cuál? Esta vez carecía de la fuerza necesaria para descargar un centenar de rayos. Sólo una descarga, eso era lo que podía conseguir, siempre y cuando lo hiciera enseguida. ¿Cuál ventana? Luchó por ser él mismo, por absorber el saidin, recibiendo con gozo incluso la infección de la contaminación como evidencia de que todavía estaba en contacto con el Poder. Girando sobre sí mismo en un círculo tambaleante, buscando en vano, clamó el nombre de Rahvin. Sonó como el bramido de una bestia.

Tirando de Moghedien, Nynaeve giró en una esquina. Al frente, un hombre desapareció tras el siguiente giro del pasillo, dejando la estela del sonido de sus pasos. Nynaeve no sabía cuánto tiempo llevaba persiguiendo esos pasos. A veces habían dejado de oírse, y no le había quedado más remedio que esperar a que sonaran de nuevo para poder orientarse. En ocasiones, cuando se detenían sucedían cosas; no había visto nada, pero una vez el palacio había resonado como una campana, y en otra ocasión su cabello se erizó cuando el aire se cargó de electricidad; y otra… No importaba. Ésta era la primera vez que había vislumbrado al hombre que llevaba esas botas. No creía que fuera Rand, por la chaqueta negra. Era más o menos de la misma talla, pero más corpulento.

La antigua Zahorí echó a correr sin darse cuenta de lo que hacía. Hacía mucho rato que sus fuertes zapatos se habían convertido en escarpines de terciopelo para no hacer ruido con ellos. Si ella podía oír los pasos del hombre, también él podría oír los suyos. La jadeante respiración de Moghedien sonaba más que sus pisadas.

Nynaeve llegó a la esquina y se asomó cautelosamente. Se preparó para utilizar el saidar —a través de Moghedien, pero era suyo— y encauzar en cualquier momento. No fue necesario, porque el pasillo estaba desierto. A lo lejos, había una puerta en la pared, mientras que la otra tenía ventanas con arabescos de piedra; no creía que el hombre hubiera tenido tiempo de llegar a la puerta. Más cerca, se abría otro corredor a la derecha. Corrió hacia allí y volvió a asomarse con precaución. Nadie. Sin embargo, cerca de la intersección de los pasillos arrancaba una escalera que ascendía en espiral.

Vaciló un instante. Tenía que haber corrido hacia alguna parte. Este corredor conducía de vuelta hacia donde habían venido. No creía que el hombre corriera para huir, lo que sólo dejaba una opción: arriba.

Arrastró a Moghedien tras de sí y empezó a subir lentamente los peldaños, aguzando el oído para captar cualquier ruido aparte de los jadeos, casi histéricos, de la Renegada, y el latido de la sangre en sus oídos. Si se encontraba cara a cara con él… Sabía que estaba allí, un poco más adelante. La sorpresa tenía que jugar a su favor.