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Hizo una pausa en el primer rellano. Los pasillos de esta planta eran una copia exacta de los de abajo, y estaban igualmente vacíos, igualmente silenciosos. ¿Habría seguido subiendo el hombre?

La escalera tembló débilmente bajo sus pies como si el palacio hubiese sido alcanzado por el impacto de un colosal ariete, y le siguió otro. Y otro más cuando un haz de fuego blanco atravesó la parte alta de una de las ventanas con enrejado de piedra, se desplazó hacia arriba en ángulo y de repente desapareció en el momento en que empezaba a cortar el techo.

Nynaeve tragó saliva con esfuerzo y parpadeó en un vano intento de librarse de la imagen violeta impresa en la retina de sus ojos. Eso tenía que haber sido obra de Rand intentando alcanzar a Rahvin. Si se acercaba demasiado al Renegado, Rand podría alcanzarla de manera involuntaria. Aunque, si se estaba agitando de ese modo —ésa era la impresión que le había dado a ella, de estar sacudiéndose—, también podría alcanzarla en cualquier parte que estuviera sin ser consciente de ello.

Los temblores habían cesado. Los ojos de Moghedien brillaban de terror. A juzgar por lo que Nynaeve sentía a través del a’dam era un milagro que la mujer no estuviese retorciéndose en el suelo, chillando y echando espuma por la boca. También ella se sentía con ganas de gritar, pero se obligó a poner el pie en el primer escalón. Era un camino tan bueno como cualquier otro. Subir el segundo escalón no resultó mucho más fácil, pero lo hizo lentamente; no era menester advertir al hombre de su presencia. El factor sorpresa tenía que jugar a favor de ella. Moghedien la seguía como un perro azotado, tiritando.

A medida que remontaba los peldaños, Nynaeve abrazó el saidar tan firmemente como le fue posible y en toda la medida que Moghedien era capaz de absorber, hasta el punto de que la dulzura del Poder casi resultó dolorosa. Aquello era una advertencia. Si tomaba más estaría rozando el límite que superaba sus posibilidades, el punto en que podría neutralizarse a sí misma, consumir su habilidad de encauzar en una llamarada. O quizá despojar de esa capacidad a Moghedien, teniendo en cuenta las circunstancias. O a ambas. En cualquiera de los casos, ahora sería un desastre. Empero, aguantó en ese límite, la… vida… que la colmaba. Tenía acumulado dentro de sí tanto saidar como el que habría podido absorber si hubiera estado encauzando por sí misma. Moghedien y ella tenían una fuerza muy pareja en el Poder, como había quedado demostrado en Tanchico. ¿Sería suficiente? Moghedien insistía en que los hombres eran más fuertes, al menos Rahvin, a quien la Renegada conocía bien, y no parecía muy probable que Rand hubiese sobrevivido tanto tiempo a menos que fuera igualmente poderoso. Qué gran injusticia que los hombres no sólo fueran más fuertes físicamente, sino también en el Poder. Las Aes Sedai de la Torre siempre decían que habían sido iguales. Sólo que no…

Estaba divagando. Respiró profundamente y tiró de Moghedien para subir los últimos peldaños del tramo; la escalera acababa allí.

El pasillo se encontraba desierto, así que se encaminó a la intersección con el corredor lateral y se asomó. Allí estaba, un hombre alto vestido de negro, con el cabello oscuro excepto los mechones canosos de las sienes, que escudriñaba a través del enrejado de piedra de una ventana, observando algo allí abajo, en el patio. En su rostro se advertía el brillo del sudor a causa del esfuerzo, pero parecía estar sonriendo. Era un rostro bello, tanto como el de Galad, pero Nynaeve no sintió que los latidos de su corazón se aceleraran al contemplarlo.

Fuera lo que fuera lo que estaba observando —¿tal vez a Rand?— lo tenía totalmente absorto, pero Nynaeve no le dio ocasión de que advirtiera su presencia. Tal vez era Rand el que estaba abajo. Ignoraba si el Renegado estaba encauzando o no. Inundó el pasillo alrededor del hombre con fuego, de pared a pared, del suelo al techo, volcando en ello todo el saidar que había dentro de ella, un fuego tan abrasador que la propia piedra echó humo. El calor la hizo recular bruscamente.

Rahvin aulló en medio de aquella llamarada —era una sola llama— y retrocedió tambaleándose hacia donde el pasillo se convertía en una galería con columnas. Un breve segundo, menos, mientras ella se encogía, y el Renegado se puso erguido de nuevo, aún rodeado de la llamarada pero envuelto en una especie de burbuja de aire puro. Hasta la última brizna de saidar que Nynaeve podía encauzar iba dirigida a aquel infierno, pero el hombre lo mantenía a raya. Lo veía a través del fuego a pesar del tono rojizo que le daba a todo; salía humo de su chaqueta chamuscada y su semblante era un despojo abrasado, con uno de los globos oculares completamente blanco. Empero, ambos ojos rebosaban malevolencia cuando se volvieron hacia ella.

No le llegó ninguna emoción a través de la correa del a’dam, sólo un profundo embotamiento. Nynaeve sintió un nudo en el estómago; Moghedien se había rendido. Y lo había hecho porque allí estaba la muerte, aguardándolas.

El fuego estalló a través del enrejado de piedra de las ventanas encima de Rand; las ardientes lenguas asomaron por cada arabesco y se propagaron hacia la galería. En el mismo momento, la lucha desatada en su interior cesó de golpe. Volvió a ser él mismo tan repentinamente que casi resultó una conmoción. Había tratado con desesperación de absorber saidin, de resistir aferrándose a aquel minúsculo hilillo, y ahora penetró impetuoso en él como si se tratara de una avalancha de fuego y hielo tan intensa que sintió flaquearle las rodillas, mientras el vacío fluctuaba por las arremetidas del dolor que intentaba traspasar sus límites como un torno.

Rahvin salió a la galería trastabillando de espaldas, el rostro vuelto hacia algo que había dentro del pasillo. El Renegado estaba envuelto en una llamarada, pero de algún modo se mantenía erguido, como si el fuego no lo tocara. Si tal cosa era así ahora, no había ocurrido de la misma forma antes. Únicamente la constitución del hombre, la imposibilidad de que fuese algún otro, le daba a Rand la certeza de que se trataba de él. El Renegado era un amasijo de carne tan chamuscada, ampollada y agrietada que cualquier Curadora que hubiese querido sanarlo habría acabado exhausta. El dolor tenía que haber sido horroroso, excepto que Rahvin debía de estar dentro del vacío interior de aquel despojo de hombre, envuelto en esa nada en la que el dolor corporal es distante y donde se tiene el saidin al alcance de la mano.

El Poder Único henchía a Rand, que lo soltó de golpe, y no para curar.

—¡Rahvin! —gritó, y el fuego líquido salió disparado de sus manos: un haz de luz líquida más grueso que un hombre, impulsado por todo el Poder que fue capaz de absorber.

Alcanzó de lleno al Renegado, y Rahvin dejó de existir. En Rhuidean, los Sabuesos del Oscuro se convirtieron en motas luminosas antes de desaparecer, por su afán de aferrarse a fuera cual fuese el tipo de vida que intentaban prolongar o por el esfuerzo del Entramado para mantenerse inalterable incluso para ellos. Ante esto, Rahvin simplemente… se extinguió.

Rand interrumpió el fuego compacto y apartó un poco el saidin. Parpadeó, tratando de borrar la imagen purpúrea grabada en su retina, y alzó la vista hacia el agujero abierto en la balaustrada de mármol, a los restos de una columna que colgaba como un colmillo, y al orificio correspondiente en el techo del palacio. No se produjo fluctuación alguna, como si lo que había hecho fuera demasiado fuerte incluso para que este lugar lo reparara. Después de todo lo ocurrido casi parecía demasiado fácil; quizá quedaba algo allí arriba que lo convenciera de que Rahvin estaba realmente muerto. Corrió hacia una puerta.