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Recogió el sombrero de ala ancha y se lo puso; luego levantó la extraña lanza y la cruzó sobre sus rodillas. En lugar de la punta normal, tenía lo que parecía una cuchilla de unos sesenta centímetros de longitud en la que aparecían grabados dos cuervos. Lan decía que esa cuchilla había sido forjada con el Poder Único durante la Guerra de la Sombra, la Guerra del Poder; el Guardián afirmaba que nunca tendría que afilarla y que jamás se rompería. Mat no pondría a prueba tal cosa a no ser que no le quedara más remedio. Puede que hubiera durado tres mil años, pero no se fiaba gran cosa del Poder. A lo largo del negro astil había una escritura cursiva, enmarcada a cada extremo por otros dos cuervos hechos con algún tipo de metal todavía más oscuro que la madera. Estaba en la Antigua Lengua, pero, naturalmente, él sabía leerlo:

Así queda escrito el trato; así se cierra el acuerdo. La mente es la flecha del tiempo; jamás se borra el recuerdo. Lo que se pidió se ha dado. El precio queda pagado.

Hacia un extremo de la amplia avenida, a unos setecientos u ochocientos metros, había una plaza que se habría considerado grande en casi todas las ciudades. Los comerciantes Aiel se habían retirado al acabar la jornada, pero los pabellones, hechos con la misma lana parda utilizada para las tiendas, todavía seguían levantados. Cientos de comerciantes habían acudido a Rhuidean desde todas partes del Yermo para la feria más grande que los Aiel habían visto nunca, y seguían llegando más cada día. De hecho, fueron comerciantes los primeros que habían empezado a vivir en la ciudad.

Aunque Mat no quería mirar hacia el otro lado, hacia la gran plaza, lo hizo. Distinguía las siluetas de las carretas de Kadere, aguardando a recibir más carga al día siguiente. Lo que parecía el marco retorcido de una puerta, en piedra roja, se había cargado en uno de los vehículos esa misma tarde; Moraine se había tomado mucho interés en que quedara bien atado, exactamente como quería.

El joven ignoraba lo que la Aes Sedai sabía de ese objeto —y él no tenía intención de preguntarle; mejor si se olvidaba de su presencia, aunque tal cosa le parecía harto improbable—, pero lo que quiera que supiera, estaba seguro de que él sabía más que ella. Lo había cruzado como un necio, buscando respuestas. En cambio, lo que había conseguido era una cabeza repleta de recuerdos de otro hombre. Eso, y la muerte. Se ajustó más el pañuelo al cuello. Y dos cosas más: un medallón con una cabeza de zorro hecha de plata, que llevaba debajo de la camisa, y el arma que tenía cruzada sobre las rodillas. Parca recompensa. Pasó las yemas de los dedos sobre la escritura. Jamás se borra el recuerdo. La gente al otro lado del umbral tenía un sentido del humor muy acorde con el de los Aiel.

—¿Puedes hacer eso todas las veces?

Giró bruscamente la cabeza hacia la Doncella que acababa de sentarse a su lado. Alta, incluso para la media Aiel, quizá más que él, tenía el cabello como oro hilado y los ojos del color de un claro cielo matinal. Era mayor que él, quizás unos diez años, pero eso nunca lo había echado atrás. Claro que era Far Dareis Mai.

—Soy Melindhra —siguió la mujer—, del septiar Jumai. ¿Puedes hacer eso todas las veces?

Mat comprendió que se refería al lanzamiento de cuchillo. Le había dicho su septiar, pero no su clan. Los Aiel nunca hacían eso. A menos… Tenía que ser una de las Doncellas Shaido que habían venido para unirse a Rand. Mat no entendía realmente ese lío de las asociaciones, pero, en lo referente a los Shaido, recordaba muy bien que habían intentado clavarle sus lanzas. A Couladin no le gustaba nada que tuviera que ver con Rand, y lo que Couladin odiaba, lo odiaban los Shaido. Por otro lado, Melindhra había venido a Rhuidean. Una Doncella. Pero esbozaba una leve sonrisa; en su mirada había un brillo invitador.

—Casi siempre —dijo con sinceridad. Incluso cuando no la percibía, su suerte era buena; cuando la notaba, era perfecta.

La mujer soltó una risita y su sonrisa se ensanchó, como si pensara que estaba jactándose. Las mujeres parecían sacar sus propias conclusiones respecto a si uno mentía o no sin tener en cuenta las evidencias. Por otro lado, si uno les gustaba, o no les importaba que mintiera o decidían que hasta el embuste más flagrante era verdad.

Las Doncellas podían ser peligrosas, pertenecieran al clan que pertenecieran —cualquier mujer podía serlo; eso lo había aprendido por propia experiencia—, pero, definitivamente, los ojos de Melindhra no se limitaban a mirarlo.

Sacó de entre sus ganancias un collar de espirales de oro, cada una de ellas rematada en el centro por un zafiro azul profundo, el mayor tan grande como el nudillo de su pulgar. Todavía recordaba un tiempo —en su propia memoria— en que la más pequeña de estas gemas lo habría hecho sudar.

—Lucirán mucho con tus ojos —dijo mientras ponía la joya en las manos de la mujer. Nunca había visto a una Doncella llevando puesto ningún adorno, pero, según su experiencia, a todas las mujeres les gustaban las joyas. Cosa curiosa, las flores les gustaban casi igual. No lo comprendía, pero era consciente de que entendía tan poco a las mujeres como su suerte o como lo que había ocurrido al otro lado de aquel umbral.

—Un trabajo muy bueno —alabó ella, sosteniendo el collar en alto—. Acepto tu oferta. —La joya desapareció en la bolsa del cinturón. Melindhra se inclinó para echarle el sombrero hacia atrás—. Tienes unos ojos bonitos, como oscuras ágatas pulidas. —Girándose para subir los pies al reborde de la fuente, se sentó con los brazos alrededor de las rodillas y lo observó fijamente—. Mis hermanas de lanza me han hablado de ti.

Mat volvió a ponerse el sombrero en su sitio y la contempló con cautela por debajo del ala. ¿Qué le habían contado? ¿Y a qué «oferta» se refería? No era más que un collar. La expresión invitadora había desaparecido de sus ojos; parecía un gato examinando a un ratón. Ése era el problema con las Doncellas Lanceras. A veces costaba distinguir si querían bailar con uno, besarlo o matarlo.

La calle se iba quedando desierta y las sombras se hacían más densas, pero reconoció a Rand caminando avenida adelante, con la pipa sujeta entre los dientes. Era el único hombre en Rhuidean que caminaría acompañado por un puñado de Far Dareis Mai. «Siempre están a su alrededor —pensó Mat—. Guardándolo como una manada de lobas y saltando para hacer lo que quiera que diga». Algunos hombres lo habrían envidiado por ello, pero no Mat. No la mayoría del tiempo. Si hubiera sido un puñado de chicas como Isendre…

—Disculpa un momento —le dijo a Melindhra apresuradamente. Recostó la lanza contra el costado del pilón de la fuente y echó a correr. La cabeza todavía le zumbaba, pero no tan fuerte como antes, y tampoco daba traspiés. No le preocupaban sus ganancias; los Aiel tenían muy claro lo que estaba bien y lo que no; lanzar un ataque era una cosa, y robar, otra muy distinta. Los hombres de Kadere habían aprendido a mantener las manos en los bolsillos después de que a uno de ellos lo sorprendieron robando. Después de sufrir una flagelación que lo dejó desollado de los hombros a los talones, lo expulsaron. El único odre de agua que le dieron no le habría bastado para llegar a la Pared del Dragón aun en el caso de que hubiera llevado puesto algo de ropa. Ahora los hombres de Kadere ni siquiera recogerían un céntimo que se encontraran tirado en la calle.

—¡Rand! —El otro hombre siguió caminando con su círculo de escolta—. ¡Rand! —Su amigo estaba a menos de diez pasos, pero ni siquiera vaciló. Algunas Doncellas miraron atrás, pero no Rand. Mat sintió un repentino frío que nada tenía que ver con el relente de la cercana noche. Se humedeció los labios y volvió a llamar, esta vez sin levantar la voz—. Lews Therin. —Y Rand se volvió. Mat habría querido que no lo hiciera.