Durante unos instantes sólo se miraron el uno al otro a la luz crepuscular. Mat vaciló, sin saber si acercarse más o no. Intentó engañarse argumentando que era por las Doncellas. Adelin era una de las que le habían enseñado el juego que llamaban «Beso de las Doncellas» y que seguramente jamás olvidaría; ni volvería a jugarlo, si de él dependía la decisión. Y sentía la mirada de Enaila como un taladro perforándole el cráneo. ¿Quién habría imaginado que una mujer estallaría como aceite arrojado al fuego sólo porque alguien le decía que era la florecilla más bonita que había visto en su vida?
Y ahora Rand. Rand y él habían crecido juntos. Ellos dos y Perrin, el aprendiz del herrero de Campo de Emond, habían cazado, pescado y puesto trampas juntos por las Colinas de Arena hasta el mismo borde de las Montañas de la Niebla, acampando bajo las estrellas. Rand era su amigo. Sólo que ahora era la clase de amigo que podía arrancarle la cabeza de cuajo sin tener intención de hacerlo. Perrin podía estar muerto por culpa de Rand.
Se obligó a acercarse a menos de un metro del otro hombre. Rand le sacaba más de un palmo, y bajo la luz del crepúsculo daba la impresión de ser aun más alto. Y más impasible que antes.
—He estado pensando, Rand. —Mat habría querido que su voz no sonara ronca. Confiaba en que su amigo respondiera a su verdadero nombre esta vez—. Llevo mucho tiempo fuera de casa.
—Los dos llevamos ausentes mucho —dijo suavemente Rand. De repente se echó a reír, no con fuerza pero casi como el Rand de antaño—. ¿Empiezas a echar de menos ordeñar las vacas de tu padre?
Mat se rascó la oreja y esbozó una sonrisa.
—Eso no, exactamente. —Por mucho que tardara en volver a pisar el interior de un establo siempre le parecería demasiado pronto—. Pero estuve pensando en marcharme con ellos cuando las carretas de Kadere se pongan en camino.
Rand guardó silencio. Cuando habló de nuevo el atisbo de buen humor en su voz había desaparecido.
—¿Todo el camino hasta Tar Valon?
Ahora fue Mat quien vaciló. «Él no me entregaría a Moraine, ¿verdad?»
—Quizá —contestó con indiferencia—. No estoy seguro. Allí es donde Moraine querría tenerme. A lo mejor encuentro la ocasión de volver a Dos Ríos y ver si todo va bien en casa. «Ver si Perrin sigue vivo. Y si lo están mis hermanas y mis padres».
—Todos hacemos lo que debemos, Mat, aunque muy a menudo no es lo que deseamos. Lo que tenemos que hacer.
A Mat le sonaba como una excusa, como si Rand le estuviera pidiendo que lo comprendiera. Sólo que él había hecho consigo mismo lo que debía unas cuantas veces. «No puedo culparlo por lo de Perrin. ¡Nadie me obligó a seguirlo como un jodido sabueso!» Pero tampoco eso era del todo cierto. Lo habían obligado, y no sólo Rand.
—¿No vas a… impedir que me vaya?
—No soy yo quien te dice que vengas o vayas, Mat —contestó cansadamente Rand—. La Rueda teje el Entramado, no yo, y la Rueda gira según sus designios. —¡Vaya hombre, ahora hablaba como una Aes Sedai! A medio volverse para seguir su camino, Rand añadió—: No te fíes de Kadere, Mat. En ciertos aspectos, es probablemente el hombre más peligroso con el que hayas topado en tu vida. No confíes en él ni una pizca, o podrías acabar degollado de oreja a oreja, y tú y yo seríamos los únicos que lamentaríamos que ocurriera algo así.
Se marchó acto seguido, con las Doncellas rodeándolo como lobas furtivas. Mat lo siguió con la mirada. ¿Que no confiara en el buhonero? «No me fiaría de Kadere aunque estuviera atado dentro de un saco». ¿Así que Rand no tejía el Entramado? ¡Pues no andaba muy lejos! Antes incluso de que ninguno descubriera que las Profecías tenían algo que ver con ellos, se habían enterado de que Rand era ta’veren, una de las pocas personas que, en lugar de ser tejidas a la fuerza en el Entramado, obligaban a éste a tejerse a su alrededor. Mat sabía el significado de ser ta’veren; era uno de ellos, aunque no tan fuerte como Rand. A veces Rand podía afectar en la vida de la gente, cambiar su curso, simplemente estando en la misma ciudad. Perrin también era ta’veren; o lo había sido. Moraine consideró muy significativo encontrar a tres jóvenes que habían crecido en la misma localidad que estaban todos destinados a ser ta’veren, y se propuso incluirlos en sus planes, fueran los que fueran.
Se suponía que tal cosa era algo magnífico; todos los ta’veren de los que Mat tenía noticia habían sido hombres como Artur Hawkwing, o mujeres como Mabriam en Shereed, de quien los relatos decían que había impulsado el Pacto de las diez naciones después del Desmembramiento. Pero ningún relato contaba qué ocurría cuando un ta’veren estaba cerca de otro tan fuerte como Rand. Era como ser una hoja en medio de un remolino.
Melindhra se paró a su lado y le entregó su lanza y un pesado y tosco saco que tintineaba.
—Guardé tus ganancias aquí dentro. —Era, efectivamente, más alta que él, por lo menos cinco centímetros. Lanzó una mirada a Rand—. He oído comentar que eras medio hermano de Rand al’Thor.
—En cierto sentido —contestó secamente.
—No importa —comentó ella como restándole importancia, y clavó su mirada en él, puesta en jarras—. Me fijé en ti, Mat Cauthon, antes de que me entregaras un regalo de estima. No es que vaya a renunciar a la lanza por ti, naturalmente, pero hace días que no te quito ojo. Tienes la sonrisa de un niño que está a punto de hacer una travesura, y eso me gusta. Y tus ojos. —Bajo la escasa luz del anochecer su sonrisa era suave y ancha. Y cálida—. Me gustan tus ojos.
Mat se puso derecho el sombrero, aunque estaba en su sitio, bien colocado. De perseguidor a perseguido en un abrir y cerrar de ojos. Con las Aiel podía suceder así. Sobre todo con las Doncellas.
—¿Te dice algo el nombre de Hija de las Nueve Lunas? —Esta pregunta se la hacía a veces a las mujeres. La respuesta equivocada lo pondría en camino fuera de Rhuidean esa misma noche aunque tuviera que recorrer el Yermo a pie.
—Nada —contestó ella—. Pero te diré lo que me gusta hacer a la luz de la luna.
Le echó el brazo por los hombros, le quitó el sombrero y empezó a susurrarle algo al oído. En un visto y no visto, la sonrisa de Mat era aun más ancha que la de la mujer.
4
Crepúsculo
Con su escolta de Far Dareis Mai, Rand se aproximó al Techo de las Doncellas en Rhuidean. Una escalinata blanca, tan ancha como el alto edificio y con escalones de un paso de profundidad, subía hacia unas gruesas columnas en espiral de seis metros de altura, aparentemente negras en la penumbra del ocaso, pero de un fuerte tono azul a la luz del día, que se ahusaban progresivamente a medida que cobraban altura. El exterior del edificio era un mosaico de pequeñas baldosas vidriadas, blancas y azules, que también formaban espirales aparentemente interminables. Directamente encima de las columnas, un enorme ventanal de cristales de colores representaba la figura de una mujer de cuatro metros y medio, con el cabello oscuro, ataviada con complejas vestiduras azules y con la mano derecha levantada, ya fuera en una bendición o en un imperioso gesto de alto. Su rostro era sereno y severo al mismo tiempo. Quienquiera que hubiera sido, su pálida piel y sus oscuros ojos ponían de manifiesto que no era Aiel. Quizás una Aes Sedai. Rand sacudió la pipa en el tacón de la bota y la guardó en el bolsillo de la chaqueta antes de empezar a subir la escalinata.
A excepción de los gai’shain, los varones tenían prohibida la entrada en el Techo de las Doncellas, todos, en cualquier dominio del Yermo. Un jefe o un familiar de una Doncella podía morir si lo intentaba, aunque, de hecho, a ningún hombre Aiel se le pasaría siquiera por la cabeza. Lo mismo rezaba para todas las asociaciones; sólo los miembros de cada una de ellas y los gai’shain podían acceder al interior.