En cierto modo, que Asmodean conociera sus planes era menos importante que revelar su intención a la Aes Sedai. «Para Moraine sigo siendo un pastor al que puede utilizar para los propósitos de la Torre, pero para Asmodean soy la única rama a la que puede agarrarse en una riada». Qué extraño pensar que seguramente podía confiar más en un Renegado que en Moraine. Aunque no es que confiara gran cosa en ninguno de los dos. Asmodean… Si sus vínculos con el Oscuro lo habían protegido de la infección del saidin, tenía que haber otro modo de hacerlo. O de limpiarlo.
El problema era que, antes de entregarse a la Sombra, los Renegados se contaban entre los Aes Sedai más poderosos de la Era de Leyenda, cuando cosas que para la Torre Blanca eran inalcanzables se consideraban algo cotidiano. Si Asmodean no sabía cómo hacerlo, seguramente es que no había ningún modo. «Tiene que poder hacerse. Tiene que haber alguna cosa. No pienso quedarme sentado hasta enloquecer o morir».
Eso era una estupidez. Las Profecías le habían dispuesto una cita en Shayol Ghul. No sabía cuándo, pero después de eso ya no tendría que preocuparse de si se volvía loco. Sufrió un escalofrío y pensó en echarse las mantas.
Se incorporó bruscamente al oír el apagado sonido de unos pasos en el pasillo. «¡Se lo advertí! ¡Si son incapaces de…!» La mujer que abrió la puerta, con los brazos cargados de mantas de lana, no era alguien que esperara ver allí.
Aviendha se paró nada más cruzar el umbral y lo miró con sus fríos y verdes ojos. La hermosa mujer, de su misma edad más o menos, había sido Doncella hasta que había renunciado a la lanza para convertirse en Sabia no hacía mucho tiempo. Su cabello rojizo oscuro todavía no le llegaba a los hombros, por lo que el pañuelo doblado que le ceñía las sienes para evitar que le cayera a la cara todavía resultaba innecesario. Daba la impresión de sentirse incómoda con el chal marrón y un tanto impaciente a causa de la larga falda gris.
Rand sintió una punzada de celos al reparar en el collar de plata que lucía, una sarta de discos profusamente trabajados, todos ellos diferentes. «¿Quién le dio eso?» La joven no lo habría adquirido, ya que no parecía que le gustaran las joyas. Sólo llevaba otro adorno, un ancho brazalete de marfil con rosas delicada y minuciosamente talladas. Se lo había regalado él, y todavía no estaba seguro de que lo hubiera perdonado por ello. En cualquier caso, era absurdo que se sintiera celoso.
—Hace diez días que no te veía —dijo—. Pensé que las Sabias te atarían a mi brazo una vez que descubrieron que les había cerrado el paso a mis sueños. —Asmodean se había mostrado divertido al enterarse de qué era lo primero que Rand quería aprender, y después frustrado por lo mucho que tardaba en asimilarlo.
—Tengo que realizar mi aprendizaje, Rand al’Thor. —Sería una de las pocas Sabias con capacidad de encauzar; ésa era una parte de sus enseñanzas—. No soy una de tus mujeres de las tierras húmedas que haya de estar cerca a todas horas para que puedas mirarme cada vez que se te antoje. —A pesar de conocer a Egwene, y también a Elayne, tenía una idea muy particular sobre cómo eran las que ella llamaba mujeres de las tierras húmedas; y de todos los habitantes de las tierras húmedas en general—. No les ha gustado lo que has hecho. —Se refería a Amys, Bair y Melaine, las tres Sabias, caminantes de sueños, que la estaban instruyendo y que intentaban tenerlo vigilado a él. Aviendha sacudió la cabeza tristemente—. Sobre todo no les ha hecho gracia que te dijera que caminaban en tus sueños.
Rand la miró de hito en hito.
—¿Se lo confesaste? Pero si realmente no me dijiste nada. Yo mismo lo deduje, y al final lo habría descubierto aunque no se te hubiera escapado aquella insinuación que lo apuntaba. Aviendha, fueron ellas las que me contaron que hablaban con la gente en sus sueños. De ahí a sacar la conclusión lógica sólo había un paso.
—¿Qué esperabas? ¿Que me deshonrara más aun? —Su voz sonaba impasible, pero sus ojos podrían haber encendido el fuego de la chimenea—. ¡No pienso deshonrarme ni por ti ni por ningún hombre! Te di la pista que te condujo a ello, y no podía ocultar mi vergüenza. Debería haber dejado que te congelaras. —Le arrojó las mantas sobre la cabeza.
Rand se las quitó y las puso a un lado del jergón mientras intentaba discurrir qué decirle. Otra vez el ji’e’toh. Esta mujer era más punzante que un espino. Aparentemente le habían encargado la tarea de enseñarle las costumbres Aiel, pero él sabía cuál era su verdadera misión: espiarlo por encargo de las Sabias. Fuera cual fuera el deshonor que implicaba el espionaje entre los Aiel, por lo visto no contaba para las Sabias. Ellas sabían que estaba enterado, pero, por alguna razón, no parecía preocuparles; y, mientras se mostraran partidarias de dejar las cosas como estaban, él no pensaba poner pegas. Para empezar, Aviendha no era muy buena espía; casi nunca trataba de sonsacarle cosas, y su genio vivo le impedía ponerlo furioso o hacerlo sentir culpable como hacía Moraine. En segundo lugar, la joven resultaba una compañía agradable algunas veces, cuando se olvidaba de erizar las espinas. Al menos sabía a quién habían puesto Amys y las demás para vigilarlo; si no era ella, sería otra persona, y entonces tendría que estar ojo avizor, preguntándose quién. Además, nunca se mostraba cautelosa con él.
Había veces que, cuando Mat, Egwene e incluso Moraine lo miraban, veían al Dragón Renacido o al menos el peligro de un hombre que podía encauzar. Los jefes de clan y las Sabias lo veían como El que Viene con el Alba, el hombre que según la profecía partiría a los Aiel como ramitas secas; si no lo temían, en ocasiones todavía lo trataban como una serpiente coral con quien tenían que convivir. Lo que quiera que viera Aviendha no impedía que fuera tan mordaz como y cuando le venía en gana, lo que ocurría casi de manera continua.
Un extraño consuelo, pero, comparado con el resto, no dejaba de ser un descanso. La había echado de menos. Incluso había cogido flores de algunas de las plantas espinosas que había en los alrededores de Rhuidean —pinchándose los dedos hasta que cayó en la cuenta de que podía utilizar el Poder— y se las había mandado media docena de veces; las Doncellas habían llevado las flores en persona, en lugar de encargárselo a los gai’shain. Ni que decir tiene que Aviendha no había dado las gracias nunca.
—Gracias —dijo Rand, acariciando las mantas. Era un tema bastante seguro del que hablar—. Supongo que no estarán de sobra con lo frías que son las noches aquí.
—Enaila me pidió que te las trajera cuando se enteró que había venido a verte. —Sus labios se curvaron en un atisbo de sonrisa divertida—. Unas cuantas hermanas de lanza estaban preocupadas de que no estuvieras bastante caliente. He de asegurarme que enciendes el fuego esta noche; ayer no lo prendiste.
Rand sintió que la sangre se agolpaba en sus mejillas. Aviendha lo sabía. «¿Y de qué te extrañas? ¡Pues claro que lo sabe! Las condenadas Doncellas puede que ya no le cuenten todo, pero tampoco se preocupan de ocultarle nada».
—¿Por qué querías verme?
Para su sorpresa, la joven se cruzó de brazos y paseó de un lado al otro de la habitación dos veces antes de pararse para mirarlo con expresión furibunda.