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—Esto no fue un regalo de estima —dijo acusadoramente mientras sacudía el brazalete delante de sus narices—. Tú mismo lo admitiste. —Y era verdad, aunque Rand creía que le habría clavado un cuchillo en las costillas si no lo hubiera reconocido así—. Simplemente fue un estúpido regalo de un hombre que ni sabía ni le importaba lo que mis… lo que las hermanas de lanza pudieran pensar. Bueno, pues esto tampoco guarda ningún significado. —Sacó algo de su bolsillo y lo arrojó sobre el catre, junto a Rand—. Cancela la deuda entre nosotros.

Rand cogió lo que Aviendha le había tirado y le dio vueltas entre los dedos. Era la hebilla de un cinturón con la forma de un dragón, hecha de excelente acero con incrustaciones de oro.

—Gracias. Es precioso. Aviendha, no hay deuda alguna que cancelar.

—Si no quieres cogerlo a cambio de mi deuda, entonces tíralo —manifestó con firmeza ella—. Ya encontraré otra cosa con la que compensarte.

—No es ninguna baratija. Tienes que haber encargado que lo hagan.

—Pues no creas que eso significa algo, Rand al’Thor. Cuando renuncié… a la lanza, todas mis armas, mis lanzas, mi cuchillo —en un gesto inconsciente se acarició el cinturón, donde solía colgar el arma blanca—, hasta las puntas de mis flechas, me fueron arrebatadas y entregadas a un forjador para que fabricara cosas sencillas para regalar. La mayoría se las di a amigas, pero las Sabias me obligaron a que nombrara a los tres hombres y las tres mujeres a quien más odiaba, y me ordenaron que les entregara con mis propias manos a cada uno un regalo hecho con mis armas. Bair dice que eso enseña a tener humildad. —Con la espalda muy recta y echando chispas por los ojos, escupiendo cada palabra, su actitud y su porte estaban muy lejos de ser humildes—. Así que no vayas a pensar que significa algo.

—No significa nada —dijo él mientras asentía tristemente. En realidad, tampoco es que quisiera que significara algo, pero habría sido agradable pensar que la chica empezaba a verlo como un amigo. Era una solemne estupidez sentir celos si le hacían regalos. «Me pregunto quién le habrá dado eso»—. Aviendha, ¿era yo uno de esos tres a los que odias tanto?

—Sí, Rand al’Thor. —De repente la voz le sonaba muy ronca. Giró el rostro un instante, con los ojos cerrados y tiritando—. Te odio con todo mi corazón. Te odio. Y siempre te odiaré.

No se molestó en preguntarle el motivo. Una vez le había preguntado por qué no le caía bien, y había faltado poco para que le aplastara la nariz de un puñetazo. Sin embargo, no le había contestado. Pero esto era algo más que el desagrado que a veces parecía olvidar.

—Si de verdad me odias —dijo de mala gana—, les pediré a las Sabias que me envíen a otra persona para enseñarme.

—¡No!

—Pero si tú…

—¡No! —Esta vez el rotundo «no» sonó aun más feroz si cabe. Se puso en jarras y habló como si quisiera que cada palabra se le clavara en el corazón—. Aun en el caso de que las Sabias accedieran a reemplazarme, tengo toh, obligación y deber, hacia mi medio hermana Elayne, de guardarte para ella. Le perteneces, Rand al’Thor. A ella y a nadie más. Recuérdalo.

Rand estuvo a punto de levantar las manos. Al menos esta vez no le describía el aspecto de Elayne sin ropa; había algunas costumbres Aiel a las que le costaba más trabajo acostumbrarse que a otras. En ocasiones se preguntaba si Aviendha y Elayne habían acordado esta «vigilancia». No podía creer que lo hubieran hecho, pero las mujeres, aunque no fueran Aiel, actuaban de un modo extraño las más de las veces. Lo que era más, se preguntaba de qué demonios se suponía que tenía que protegerlo Aviendha. Exceptuando a las Doncellas y a las Sabias, las Aiel lo miraban como si fuera una profecía en carne y hueso y, por ende, no como un ser humano sino más como una jodida serpiente suelta entre niños. Las Sabias casi eran tan retorcidas como Moraine a la hora de intentar obligarlo a hacer lo que querían, y, en cuanto a las Doncellas, ni siquiera quería pensarlo. El asunto lo ponía furioso.

—Ahora, escúchame tú. Besé a Elayne unas cuantas veces, y creo que le gustó tanto como a mí, pero no estoy comprometido con nadie. Ni siquiera sé si ya quiere algo de mí, aunque sólo sea eso. —En el espacio de unas pocas horas le había escrito dos cartas; en una llamándolo la más preciada luz para su corazón para continuar con otras cosas que lo habían enardecido; y en la segunda lo llamaba miserable con corazón de piedra al que no quería volver a ver y después seguía vapuleándolo y despellejándolo con más arte de lo que Aviendha había hecho jamás. Definitivamente, las mujeres eran muy raras—. En cualquier caso, no tengo tiempo para pensar en mujeres. Lo único que ocupa mi mente es unir a los Aiel, incluso a los Shaido si me es posible. Yo… —Enmudeció de repente y exhaló un gemido cuando la última mujer que habría esperado ver apareció contoneándose en la habitación, acompañada del tintineo de joyas y llevando una bandeja de plata con una botella de cristal con vino y dos copas de plata.

El transparente pañuelo de seda roja que cubría la cabeza de Isendre no ocultaba su pálido y bello rostro con forma de corazón. El largo cabello negro y los oscuros ojos proclamaban que no era Aiel. Sus labios llenos, con aquel mohín característico, iniciaron una sonrisa tentadora… hasta que vio a Aviendha. Entonces la sonrisa se trocó en una mueca forzada. Aparte del pañuelo, llevaba puestos una docena o más de collares de oro y marfil, algunos con perlas o gemas. Otros tantos brazaletes se amontonaban en cada muñeca, y aun eran más numerosos los que rodeaban sus tobillos. Y eso era todo; no llevaba puesto nada más. Rand se obligó a mantener la vista estrictamente en el rostro de la mujer, pero aun así sentía arderle las mejillas.

Aviendha parecía un nubarrón a punto de descargar rayos y centellas, e Isendre tenía la expresión de alguien que acaba de saber que lo van a cocer vivo. Rand hubiera querido encontrarse en la Fosa de la Perdición o en cualquier otra parte menos en ese cuarto. Con todo, se puso de pie; tendría más autoridad mirándolas desde arriba que a la inversa.

—Aviendha —empezó, pero la joven hizo caso omiso de él.

—¿Te envió alguien con eso? —preguntó fríamente.

Isendre abrió la boca; su intención de mentir se hizo patente en su cara, pero tragó saliva con esfuerzo y musitó:

—No.

—Se te ha advertido de esto, serda. —Una serda era una especie de rata especialmente ladina, según los Aiel, y que no servía para nada; su carne era tan apestosa que hasta los gatos rara vez se comían las que cazaban—. Adelin pensaba que lo de la última vez te habría enseñado la lección.

Isendre se encogió y se tambaleó como si fuera a desmayarse. Rand hizo acopio de firmeza.

—Aviendha, si alguien la envió o no, da lo mismo. Tengo un poco de sed, y si ha sido tan amable de traerme vino, habría que darle las gracias. —La Aiel miró fríamente las dos copas y enarcó las cejas. Rand respiró hondo—. No debe ser castigada por traerme algo de beber. —Tuvo buen cuidado en no mirar la bandeja—. La mitad de las Doncellas que están bajo el Techo debe de haberme preguntado si…

—Fue cogida por las Doncellas por robo a las Doncellas, Rand al’Thor. —El tono de Aviendha era aun más frío que cuando se había dirigido a la mujer—. Ya te has entrometido demasiado en los asuntos de las Far Dareis Mai, más de lo que te deberían haber consentido. Ni siquiera un Car’a’carn puede obstaculizar la justicia; esto no es asunto tuyo.

Rand se encogió levemente… y desistió. Lo que quiera que las Doncellas hicieran con ella, Isendre se lo había buscado. Y no por esto. Había entrado en el Yermo con Hadnan Kadere, pero el buhonero no se rasgó las vestiduras cuando las Doncellas la prendieron por robar las joyas que ahora eran todo cuanto le permitían llevar encima. Rand había hecho cuanto estaba en su mano para evitar que la enviaran a Shara atada como una cabra u obligada a caminar desnuda hacia la Pared del Dragón con sólo un odre de agua; al verla suplicar clemencia una vez que comprendió lo que las Doncellas se proponían hacer con ella, Rand había sido incapaz de mantenerse al margen. Una vez había matado a una mujer; una mujer que intentaba matarlo a él, pero el recuerdo todavía le escocía. Dudaba que pudiera hacerlo otra vez, aun en el caso de que su vida corriera peligro. Una idea estúpida, considerando que las Renegadas probablemente buscaban su sangre o algo peor, pero no podía evitarlo. Y, si era incapaz de matar a una mujer, ¿cómo iba a quedarse sin hacer nada y dejar que muriera una mujer, aunque lo mereciera?