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Eso era lo que le causaba desazón. En cualquier país al oeste de la Pared del Dragón, Isendre se habría enfrentado a la horca o al tajo del verdugo por lo que él sabía sobre ella… al igual que sobre Kadere y probablemente la mayoría de los hombres del buhonero, si no todos. Eran Amigos Siniestros. Y él no podía desenmascararlos. Ni siquiera ellos sabían que estaba enterado.

Si cualquiera de ellos era denunciado como Amigo Siniestro… Isendre lo soportaba lo mejor que podía, porque hasta ser una criada o tener que ir desnuda era mejor que acabar atada de pies y manos y abandonada bajo el sol, pero ninguno guardaría silencio si Moraine les ponía las manos encima. Las Aes Sedai tampoco mostraban mucha compasión por los Amigos Siniestros; les haría soltar la lengua en poco tiempo. Y Asmodean había llegado al Yermo con la caravana del buhonero y por lo que Kadere y los demás sabían, era otro Amigo Siniestro, aunque uno con autoridad. Sin duda pensaban que se había puesto al servicio del Dragón Renacido siguiendo las órdenes de alguien más poderoso que él. Si quería conservar a su maestro, si quería evitar que muy probablemente Moraine tratara de matarlos a los dos, Rand no tenía más remedio que guardar su secreto.

Afortunadamente, nadie se cuestionó por qué los Aiel mantenían una vigilancia tan férrea sobre el buhonero y sus hombres. Moraine creyó que se debía a la habitual desconfianza de los Aiel con los forasteros que entraban al Yermo, incrementada por el hecho de encontrarse en Rhuidean; tuvo que poner en juego toda su persuasión para convencerlos de que permitieran entrar a Kadere y sus carretas en la ciudad. Empero, la sospecha existía; Rhuarc y los otros jefes seguramente habrían puesto guardias aunque Rand no lo hubiera pedido. Y Kadere parecía contento de no haber acabado con una lanza en las costillas.

Rand no tenía idea de cómo iba a resolver la situación. O si podía hacerlo. Estaba en un buen lío. En los relatos de los juglares, sólo los villanos quedaban atrapados en un atolladero como éste.

Una vez que estuvo segura de que Rand no iba a interferir más, Aviendha puso de nuevo su atención en la otra mujer.

—Puedes dejar el vino.

Isendre se inclinó grácilmente para soltar la bandeja junto al catre; había una extraña mueca en su rostro, y Rand tardó unos segundos en comprender que era un intento de sonreírle sin que la Aiel la viera.

—Y ahora irás corriendo hasta la primera Doncella con la que topes y le dirás lo que has hecho —continuó Aviendha—. ¡Corre, serda!

Gimiendo y retorciéndose las manos, Isendre echó a correr en medio de un sonoro tintineo de joyas. Tan pronto como hubo salido de la habitación, Aviendha se volvió hacia Rand.

—¡Le perteneces a Elayne! ¡No tienes derecho a intentar engatusar a ninguna mujer, pero mucho menos a ésa!

—¿Ella? —Rand dio un respingo—. ¿Piensas que yo…? Créeme, Aviendha, aunque fuera la única mujer en el mundo, correría hasta donde me llevaran las piernas para alejarme de ella.

—Eso es lo que dices. —Resopló—. Se la ha vareado siete veces, ¡siete!, por intentar escabullirse hasta tu cama. No sería tan persistente si no tuviera algún estímulo. Se enfrenta a la justicia de las Far Dareis Mai y no es asunto siquiera del Car’a’carn. Ésta será la lección de hoy sobre nuestras costumbres. ¡Y recuerda que perteneces a mi medio hermana!

Sin dejarle decir una sola palabra al respecto, salió a grandes zancadas del cuarto con una expresión tal, que Rand creyó que Isendre no sobreviviría si Aviendha la alcanzaba.

Soltó un largo suspiro y retiró la bandeja con el vino a un rincón de la habitación. No tenía la menor intención de beber nada que Isendre le llevara.

«¿Que ha intentado siete veces llegar hasta mí?» Debía de haberse enterado de que había intercedido por ella; con su forma de pensar, sin duda se había preguntado que, si había hecho algo así por una mirada insinuante y una sonrisa, qué no haría por algo más. Sintió un escalofrío, tanto por esa idea como por el creciente frío nocturno. Antes prefería tener un escorpión en su cama. Si las Doncellas no lograban convencerla, entonces le diría lo que sabía sobre ella; eso pondría fin a cualquier maquinación.

Apagó las lámparas y se metió en el catre a oscuras, todavía calzado y completamente vestido, y manoseó las mantas hasta que se las hubo echado todas encima. Sin el fuego, sospechaba que le estaría agradecido a Aviendha antes de que llegara el alba. Colocar las guardas de Energía que escudaban sus sueños de intrusismos era un acto casi reflejo en él ahora, pero mientras lo hacía se rió para sus adentros. Podría haberse metido en la cama primero y después apagar las lámparas con el Poder. Eran las cosas sencillas las que nunca se le ocurría hacer con el Poder.

Durante un rato permaneció tumbado, esperando que su cuerpo cogiera calor bajo las mantas. ¿Cómo en un mismo lugar podía hacer tanto calor de día y tanto frío por la noche? No lo entendía. Metió una mano por debajo de la chaqueta y se tanteó la cicatriz medio curada de su costado. Esa herida, la que Moraine nunca conseguía curar por completo, sería lo que lo mataría con el tiempo. Estaba seguro. Su sangre en las rocas de Shayol Ghul. Eso era lo que decían las Profecías.

«Esta noche no. No quiero pensar en eso. Todavía dispongo de un poco de tiempo. Empero, si ahora los sellos pueden descamarse con un cuchillo, ¿aguantan todavía con tanta firmeza…? No. Esta noche no».

Dentro de las mantas empezaba a estar un poco más caliente, y se movió para encontrar una postura más cómoda, sin conseguirlo. «Tendría que haberme lavado», pensó, soñoliento. Seguramente Egwene estaría en ese mismo momento dentro de una tienda de vapor. La mitad de las veces que Rand había utilizado una, un puñado de Doncellas había intentado entrar con él… y casi se habían partido de risa cuando insistió en que se quedaran fuera. Bastante incómodo era ya tener que desvestirse y vestirse en el arroyo.

El sueño llegó finalmente y, con él, unos sueños protegidos de la intromisión de las Sabias o de cualquier otro. Pero no protegidos de sus propios pensamientos. Tres mujeres los invadieron constantemente. Isendre no, salvo en una fugaz pesadilla que casi lo despertó. Por turnos, soñó con Elayne, con Min y Aviendha, ya estuvieran juntas o por separado. Sólo Elayne lo había mirado como un hombre, pero las tres lo veían como quien era, no como lo que era. Aparte de la pesadilla, todos fueron unos sueños placenteros.

5

Entre las Sabias

De pie, tan cerca como le era posible del pequeño fuego que ardía en el centro de la tienda, Egwene tiritó mientras vertía agua caliente de un cazo en un barreño de franjas azules. Había bajado los laterales de la tienda, pero el frío se colaba entre las alfombras que cubrían el suelo, y todo el calor del fuego parecía escaparse por el agujero del humo que había en el centro del techo de la tienda, dejando únicamente el olor a excremento de vaca quemándose. Tuvo que apretar los dientes para que no le castañetearan.

De hecho, el vapor del agua empezaba a desaparecer; abrazó el saidar un momento y encauzó Fuego para calentarla más. Amys o Bair probablemente se habrían lavado con agua fría; en realidad, siempre tomaban baños de sudación. «Vale, no soy tan dura como ellas, ¿y qué? No crecí en el Yermo y no tengo por qué congelarme ni lavarme con agua fría si no quiero». Aun así no dejó de sentirse culpable mientras frotaba en un paño el jabón con olor a lavanda que había comprado a Hadnan Kadere. Las Sabias no le habían pedido que actuara de otro modo, pero no se libraba de la sensación de estar haciendo trampa.