Cortar el contacto con la Fuente Verdadera la hizo suspirar con remordimiento, pero a pesar de estar temblando por el frío se echó a reír bajito, burlándose de su necedad. La maravilla de estar llena con el Poder, la impetuosa oleada de vida y percepción, era el peligro intrínseco en ello. Cuanto más saidar se absorbía, más se deseaba, y si no se tenía una férrea disciplina se seguía absorbiendo hasta el punto en que no se podía controlar, de manera que el desenlace era la muerte o la propia neutralización. Y eso no era para tomárselo a risa.
«Ése es uno de tus mayores fallos —se reprendió severamente—. Siempre quieres hacer más de lo que se espera de ti. Deberías lavarte con agua fría; eso te enseñaría autodisciplina». El problema era que había tanto que aprender que a veces parecía que una vida entera no sería suficiente para asimilarlo. Sus maestras se mostraban siempre demasiado cautas, ya fueran las Sabias o las Aes Sedai en la Torre; era muy difícil contenerse cuando se sabía que, en muchos aspectos, ya las aventajaba. «No se dan cuenta de que puedo hacer más de lo que creen».
Una bocanada de aire frío la azotó y extendió el humo del fuego por la tienda.
—Si haces el favor… —dijo una voz de mujer.
Egwene dio un brinco y soltó un penetrante chillido antes de ser capaz de gritar:
—¡Cierra! —Se rodeó con los brazos para dejar de dar brincos—. ¡Entra o sal, pero cierra! —Tanto esfuerzo para tener un poco de calor, y ahora estaba con piel de gallina de la cabeza a los pies.
La mujer de blanco se deslizó en la tienda a gatas, y la solapa de la tienda se cerró tras ella. Mantenía los ojos bajos y las manos enlazadas humildemente; habría hecho lo mismo si Egwene la hubiera golpeado en vez de limitarse a gritarle.
—Si haces el favor —repitió con voz queda—, la Sabia Amys me envía para que te acompañe a la tienda de sudación.
Deseando poder ponerse sobre el fuego, Egwene gimió. «¡Así la Luz abrase a Bair y su obstinación!» Si no hubiera sido por la Sabia de cabello blanco, en esos momentos habrían estado en una casa de la ciudad, en lugar de vivir en tiendas en los límites de la urbe. «Dispondría de un cuarto con una chimenea como es debido. Y con puerta». Seguro que Rand no tenía que aguantar que la gente lo molestara cuando se le antojaba. «El maldito lord Dragón chasquea los dedos, y las Doncellas corren a servirlo como si fueran criadas. Apuesto a que le han buscado una cama de verdad en lugar de un catre en el suelo». Estaba segura de que Rand disfrutaba de un baño caliente todas las noches. «Seguramente las Doncellas suben cubos de agua caliente a sus aposentos. Apostaría a que incluso han encontrado una bañera para el gran señor».
Amys y Melaine se habían mostrado bien dispuestas a la sugerencia de Egwene, pero Bair se había plantado, sin querer dar el brazo a torcer, y las otras dos habían accedido a sus deseos como si fueran gai’shain. Egwene imaginaba que, con tantos cambios provocados por Rand, Bair quería aferrarse a las viejas costumbres todo lo posible, pero la joven habría deseado que la Sabia hubiese escogido otras tradiciones donde imponer su criterio de continuidad.
Ni siquiera se planteó rehusar; había prometido a las Sabias olvidar que era Aes Sedai —cosa fácil considerando que realmente no lo era— y hacer exactamente lo que le ordenaran. Y ésa era la parte difícil; había estado ausente de la Torre bastante tiempo para volver a ser dueña de sus actos. No obstante, Amys le había dicho tajantemente que caminar en los sueños era peligroso aun sabiendo lo que uno se traía entre manos, cuanto más cuando no lo sabía, y que, si no obedecía en el mundo de vigilia, no podrían fiarse de que obedeciera en el de los sueños, de modo que no aceptarían esa responsabilidad. En consecuencia, Egwene realizaba sus tareas junto con Aviendha, aceptaba las regañinas y los castigos tan pacientemente como le era posible y brincaba cada vez que Amys, Melaine o Bair decían «rana». Metafóricamente, se entiende. Ninguna de las Sabias había visto una rana en su vida. «No me llamarán para que les sirva el té». No, esa noche le tocaba a Aviendha esa tarea.
Se planteó ponerse las medias, pero finalmente se agachó para meterse sólo los zapatos. Era un calzado tosco, muy en consonancia con el Yermo; recordaba con añoranza los escarpines de seda que había desgastado en Tear.
—¿Cómo te llamas? —preguntó en un intento de mostrarse sociable.
—Cowinde —fue la dócil y escueta respuesta.
Egwene suspiró. Insistía en intentar entablar amistad con los gai’shain, pero sin resultado. No había tenido ocasión de acostumbrarse a los sirvientes, aunque en realidad los gai’shain no eran criados precisamente.
—¿Eras Doncella?
Un fugaz y feroz destello en los azules ojos de la otra mujer le reveló que su deducción era acertada; empero, los agachó de inmediato asumiendo de nuevo su actitud humilde.
—Soy gai’shain. Antes y después no es ahora, y sólo existe el presente.
—¿A qué septiar y clan perteneces? —Por lo general no era necesario preguntarlo, ni siquiera a un gai’shain.
—Sirvo a la Sabia Melaine, del septiar Jhirad, de los Goshien Aiel.
Egwene estaba intentando elegir entre dos capas, una marrón de burda lana y otra azul de seda acolchada que había comprado a Kadere —el buhonero había vendido todo lo que llevaba en las carretas para dejar espacio a la carga de Moraine, y a buen precio—, e hizo una pausa para mirar a la otra mujer con el entrecejo fruncido. Ésa no era la respuesta correcta. Había oído comentar que una variante del marasmo había afectado a algunos gai’shain; cuando su período de servidumbre de un año y un día terminaba, se negaban a quitarse la túnica blanca, simplemente.
—¿Cuándo finaliza tu plazo? —preguntó.
—Soy gai’shain —musitó Cowinde, que se encogió más, casi acurrucándose.
—Sí, lo sé, pero ¿cuándo podrás regresar a tu septiar, a tu propio dominio?
—Soy gai’shain —repitió la mujer con voz ronca, sin levantar la vista de las alfombras—. Si la respuesta te desagrada, castígame, pero no puedo dar otra.
—No seas absurda —replicó secamente Egwene—. Y ponte derecha. Eres una persona, no una rana.
La mujer de blanco obedeció de inmediato y se sentó sobre los talones, esperando sumisamente la siguiente orden. Era como si jamás hubiera alentado aquel fugaz destello de carácter en sus ojos.
Egwene respiró profundamente. Cowinde había asumido a su estilo los efectos del marasmo. Era un modo absurdo, pero ella no podía hacer nada para cambiarlo. En cualquier caso, se suponía que debía estar de camino hacia la tienda de sudación, no hablando con esta mujer.
Al recordar la corriente de aire frío, vaciló. La bocanada de viento gélido había hecho que se cerraran a medias dos grandes flores blancas que estaban en un cuenco somero. Procedían de la segade, una planta gruesa, sin hojas, de aspecto correoso y plagada de espinas. Había sorprendido a Aviendha con ellas en las manos, contemplándolas, esa misma mañana; la joven Aiel se había llevado un sobresalto al verla, y después se las entregó diciendo que las había cogido para ella. Egwene suponía que lo que todavía quedaba de Doncella en Aviendha no le permitía admitir que le gustaban las flores. Aunque, pensándolo bien, la había visto, siendo aún Far Dareis Mai, llevar de vez en cuando una en el cabello o en la chaqueta.