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«Sólo estás intentado retrasar lo que tienes que hacer, Egwene al’Vere. ¡Deja de hacer el tonto! Estás comportándote de un modo tan absurdo como Cowinde».

—Salgamos —dijo, y tuvo el tiempo justo de cubrir su desnudez con la capa antes de que la gai’shain levantara la solapa de la tienda para dejar paso al gélido aire de la noche.

Allá arriba las estrellas eran puntos chispeantes en medio de la oscuridad, y la luna lucía en su tercer cuarto creciente. El campamento de las Sabias lo formaban dos docenas de tiendas situadas a menos de cien pasos de donde terminaba el resquebrajado pavimento de una de las calles de Rhuidean. El juego de luces y sombras de la luna daba a la ciudad la apariencia de extraños riscos y quebradas. Todas las tiendas tenían bajada la solapa de entrada, y los olores de las lumbres y las comidas se mezclaban en el aire.

Las otras Sabias acudían allí casi a diario para asistir a reuniones, pero pasaban las noches con sus propios septiares. Algunas incluso dormían en Rhuidean. Pero Bair no. Esto era lo más cerca de la ciudad que la Sabia había aceptado instalarse; si Rand no hubiera estado allí, sin duda habría insistido en levantar el campamento en las montañas.

Egwene mantuvo cerrada la capa con las dos manos mientras caminaba tan deprisa como podía. El frío se colaba por debajo del repulgo de la prenda y se metía por delante cada vez que las piernas desnudas de la joven daban un paso. Cowinde tuvo que remangarse las faldas de la túnica blanca a la altura de las rodillas para apretar el paso a fin de situarse delante de Egwene; la joven no necesitaba que la gai’shain la guiara, pero, puesto que la habían enviado a buscarla, se sentiría avergonzada y puede que ofendida si no le permitía hacerlo. Mientras apretaba los dientes para que no le castañetearan, Egwene deseó que la otra mujer fuera corriendo en lugar de caminar deprisa.

La tienda de sudación tenía el mismo aspecto que las demás, baja y ancha, con los laterales bajados completamente, salvo porque el agujero del humo estaba tapado. Cerca, un fuego había ardido hasta reducirse a rojas brasas esparcidas sobre unas cuantas piedras del tamaño de la cabeza de un hombre. No había luz suficiente para distinguir el bulto que había junto a la entrada de la tienda, pero Egwene sabía que eran ropas de mujeres cuidadosamente dobladas.

Tras inhalar profundamente el gélido aire, se descalzó, dejó caer la capa y casi se zambulló de cabeza dentro de la tienda. Un instante de estremecedor frío antes de que la solapa se cerrara detrás de ella, y de inmediato la asaltó el húmedo calor que hizo brotar una película de sudor en todo su cuerpo cuando todavía tiritaba.

Las tres Sabias que le estaban enseñando a caminar en los sueños se encontraban sentadas despreocupadamente, sudando, con el largo cabello cayéndoles, empapado, hasta la cintura. Bair hablaba con Melaine, la Sabia de cabello rubio y ojos verdes, cuya belleza contrastaba marcadamente con el rostro apergaminado y el blanco cabello de la otra mujer. Amys también tenía el pelo blanco —o quizás era de un color rubio tan pálido que daba esa impresión—, pero no tenía aspecto de ser mayor. Melaine y ella podían encauzar —cosa poco frecuente entre las Sabias—, de modo que poseía algo del aire intemporal de las Aes Sedai. Moraine, que junto a las otras parecía delgada y pequeña, exhibía un gesto imperturbable con el que parecía negar su desnudez, aunque el sudor le corría por el desnudo cuerpo y tenía el cabello pegado al cráneo. La Sabias utilizaban unas piezas de bronce, finas y curvas, llamadas staera, para rascar la piel húmeda y así arrastrar el sudor y el polvo del día.

Aviendha estaba en cuclillas, sudorosa, junto a la negra olla con piedras calientes y tiznadas que había en el centro de la tienda, y utilizaba cuidadosamente una tenaza para pasar la última piedra de una olla más pequeña a la grande. Hecho esto, roció sobre ellas agua de una calabaza para aumentar el vapor. Si dejaba que el vaho disminuyera en exceso, como poco se ganaría una regañina. La próxima vez que las Sabias se reunieran en la tienda de sudación, le tocaría a Egwene encargarse de esta tarea.

La joven se sentó con las piernas cruzadas al lado de Bair —allí no había alfombras, sólo el rocoso suelo desnudo, desagradablemente caliente, húmedo e irregular— y advirtió con un sobresalto que Aviendha había sido azotada, y recientemente. Cuando la joven Aiel tomó asiento cautelosamente al lado de Egwene, lo hizo con un gesto tan pétreo como el propio suelo, pero a pesar de ello no pudo evitar un fugaz gesto de dolor.

Esto era algo totalmente inesperado para Egwene. Las Sabias imponían una férrea disciplina —más dura que la de la Torre, que ya era decir— pero Aviendha trabajaba en aprender a encauzar con inflexible determinación. No podía caminar en los sueños, pero desde luego se esforzaba al máximo para asimilar cualquiera de las otras artes de una Sabia con tanto empeño como cuando había aprendido a manejar las armas como una Doncella. Por supuesto, cuando confesó que por su culpa Rand se había enterado que las Sabias le espiaban los sueños, la habían hecho pasar tres días cavando agujeros hasta la altura del hombro para después volver a taparlos, pero ése fue uno de los contados pasos en falso dados por la joven Aiel. Amys y las otras dos se la habían puesto como ejemplo de humilde obediencia y adecuada fortaleza tan a menudo que a veces a Egwene le entraban ganas de chillar, aunque Aviendha fuera amiga suya.

—Has tardado mucho en venir —dijo Bair en tono gruñón mientras Egwene seguía intentando encontrar una postura donde no se le clavaran las irregularidades del suelo. La anciana Sabia tenía una voz fina y aguda, pero con la dureza del hierro. Siguió rascándose los brazos con una staera.

—Lo siento —se disculpó Egwene. Eso debía de ser suficientemente humilde.

Bair aspiró por la nariz con desdén.

—Eres Aes Sedai al otro lado de la Pared del Dragón, pero aquí sigues siendo una alumna, y una alumna no se retrasa. Cuando mando llamar a Aviendha y le encargo algo, obedece corriendo, aunque sólo le haya pedido un alfiler. No te vendría mal tomarla como ejemplo.

Egwene enrojeció y procuró dar a su voz una entonación sumisa:

—Lo intentaré, Bair. —Era la primera vez que una Sabia las comparaba estando presentes las dos. Lanzó una mirada de reojo a Aviendha y se sorprendió al verla absorta en sus pensamientos. A veces deseaba que su «medio hermana» no fuera siempre un ejemplo tan bueno.

—La chica aprenderá o no aprenderá, Bair —dijo Melaine con irritación—. Enséñale a obedecer con prontitud después, si es que todavía le hace falta. —Debía de tener diez o doce años más que Aviendha, pero siempre hablaba como si debajo de la falda llevara clavado un cardo. A lo mejor estaba sentada sobre una piedra picuda, aunque si lo estaba no se movería; esperaría a que lo hiciera la piedra—. Os lo repito, Moraine Sedai, los Aiel siguen a El que Viene con el Alba, no a la Torre Blanca.

Obviamente, Egwene tendría que seguir la conversación a partir de este momento, deduciendo lo que habían hablado antes.

—Tal vez los Aiel vuelvan a servir a las Aes Sedai, pero todavía no ha llegado ese momento, Moraine Sedai —manifestó Amys con voz sosegada, sin dejar de pasarse el rascador por la piel mientras observaba a Moraine tranquilamente.

Egwene sabía que llegaría, ahora que Moraine había descubierto que algunas Sabias podían encauzar. Las Aes Sedai vendrían al Yermo para encontrar chicas a las que enseñar, y casi con toda seguridad también tratarían de llevar a la Torre a todas las Sabias dotadas con esa habilidad. Hubo un tiempo en que le había preocupado que las Sabias fueran sometidas y obligadas a marcharse a la fuerza, quisieran o no; las Aes Sedai jamás dejaban que ninguna mujer capaz de encauzar escapara al control de la Torre. Pero ya había dejado de preocuparle, aunque a las Sabias pareciera que sí. Amys y Melaine igualaban a cualquier Aes Sedai en cuanto a imponer su voluntad, y así lo demostraban a diario con Moraine.