—Mi honor —empezó la joven Aiel con voz ronca, pero tragó saliva, incapaz de continuar, y se quedó encogida, apretando contra sí la calabaza como si en ella estuviera el honor que deseaba proteger.
—El Entramado no contempla el ji’e’toh —le dijo Bair con un leve atisbo de compasión, si es que lo había—. Sólo lo que debe ser y lo que será. Los hombres y las Doncellas luchan contra el destino aun cuando es evidente que el Entramado teje a pesar de sus afanes, pero ya no eres Far Dareis Mai. Tienes que aprender a dejarte llevar por el destino. Sólo rindiéndote al Entramado podrás empezar a tener cierto control sobre el curso de tu propia vida. Si te resistes, el Entramado seguirá obligándote y sólo encontrarás pesar donde en cambio podrías hallar alegría.
A Egwene aquello le sonaba muy parecido a lo que le habían enseñado respecto al Poder Único. Para controlar el saidar primero había que rendirse a él. Si uno se resistía, éste llegaba violentamente o lo superaba; rendirse y dirigirlo suavemente, y así hacía lo que uno deseaba. Pero eso no explicaba por qué querían que Aviendha propusiera a Rand algo tan absurdo, de modo que lo preguntó y volvió a añadir:
—No es correcto.
—¿Se negará Rand al’Thor a permitírselo? —inquirió Amys en lugar de responderle—. No podemos obligarlo.
Bair y Melaine observaban a Egwene con tanta intensidad como Amys. No iban a decirle el motivo. Más fácil sería conseguir que una piedra hablara que sacar algo a una Sabia en contra de su voluntad. Aviendha tenía la vista clavada en el suelo, con mohína resignación; sabía que las Sabias conseguirían lo que se proponían, de un modo u otro.
—Lo ignoro —contestó lentamente Egwene—. Ya no lo conozco tan bien como antes. —Lo lamentaba, pero habían ocurrido muchas cosas; una de ellas, darse cuenta de que lo quería sólo como a un hermano. Su aprendizaje, tanto en la Torre como aquí, había influido en este cambio quizá tanto como que Rand se hubiera convertido en lo que era—. Si le dais una buena razón, quizá. Creo que aprecia a Aviendha.
La joven Aiel soltó un hondo suspiro, pero no levantó la cabeza.
—Una buena razón —resopló Bair con desdén—. Cuando yo era una muchacha, cualquier hombre habría estado contentísimo de que una joven demostrara tanto interés en él. Habría ido en persona a recoger las flores para hacer la guirnalda de bodas. —Aviendha dio un respingo y miró a las Sabias con algo de su antiguo espíritu—. En fin, encontraremos una razón que hasta alguien criado en las tierras húmedas pueda aceptar.
—Faltan unas cuantas noches para el encuentro acordado en el Tel’aran’rhiod —dijo Amys—. Esta vez, con Nynaeve.
—Ésa podría aprender mucho —intervino Bair—, si no fuera tan testaruda.
—Hasta entonces, tienes libres las noches —anunció Melaine—. Es decir, a menos que hayas estado entrando en el Tel’aran’rhiod sin nosotras.
—Por supuesto que no —contestó Egwene, que sospechaba lo que vendría a continuación. Sólo había sido un poco, porque hacerlo más significaría que las Sabias lo descubrirían, sin lugar a dudas.
—¿Has tenido éxito en encontrar los sueños de Nynaeve o de Elayne? —preguntó Amys en actitud coloquial, como si hablara del tiempo.
—No, Amys.
Encontrar los sueños de una persona era mucho más difícil que entrar en el Tel’aran’rhiod, el Mundo de los Sueños, sobre todo si esa persona estaba lejos. Resultaba más sencillo cuanto más cerca estuviera y más se la conociera. Las Sabias seguían exigiendo que no entrara al Tel’aran’rhiod sin que al menos una de ellas la acompañara, pero el sueño de otra persona era quizás igualmente peligroso a su modo. En el Tel’aran’rhiod tenía control sobre sí misma y sobre las cosas que la rodeaban hasta un grado considerable, a menos que las Sabias decidieran tomar cartas en el asunto; su dominio del Tel’aran’rhiod seguía aumentando, pero todavía no podía igualar a ninguna de ellas, con su extensa experiencia. En el sueño de otro, sin embargo, uno era parte de ese sueño; había que hacer un tremendo esfuerzo para no actuar como deseaba el soñador, y aun así en ocasiones no se conseguía. Las Sabias habían sido muy prudentes cuando vigilaban los sueños de Rand y nunca habían entrado del todo en ellos. Con todo, insistían en que aprendiera. Si iban a enseñarle a caminar en los sueños, tenían intención de enseñarle todo lo que sabían sobre ello.
No es que fuera reacia, pero las pocas veces que la habían dejado practicar, consigo mismas o con Rhuarc, habían sido unas experiencias mortificantes. Las Sabias poseían un dominio considerable sobre sus propios sueños, de modo que lo ocurrido allí —para mostrarle los peligros, adujeron— había sido obra de ellas, pero sufrió una impresión al descubrir que Rhuarc la consideraba como poco más que una niña, como su hija más pequeña. Y su propio control vaciló durante un momento, tras lo cual había sido en efecto poco más que una niña; todavía era incapaz de mirar al hombre sin recordar que le había regalado una muñeca por estudiar con tanto ahínco. Y que le había gustado el regalo tanto como la aprobación de Rhuarc. Amys había tenido que entrar y sacarla de donde jugaba con la muñeca, tan feliz. Que Amys lo supiera ya era bastante malo, pero Egwene sospechaba que Rhuarc también recordaba parte del sueño.
—Debes seguir intentándolo —dijo Amys—. Tienes la fuerza para llegar a ellas, a pesar de lo lejos que están. Y no te vendrá mal descubrir cómo te ven.
Egwene no estaba tan segura de eso. Elayne era una amiga, pero Nynaeve había sido la Zahorí de Campo de Emond durante casi toda su infancia y adolescencia, de modo que sospechaba que los sueños de Nynaeve serían aun peor que el de Rhuarc.
—Esta noche dormiré fuera de las tiendas —continuó Amys—. No muy lejos. Debería serte fácil encontrarme si lo intentas. Si no sueño contigo, hablaremos de ello por la mañana.
Egwene contuvo un gemido. Amys la había guiado a los sueños de Rhuarc —permaneció sólo un instante en ellos, apenas lo suficiente para revelar que Rhuarc seguía viéndola igual, como la joven con quien se había casado—, y hasta ahora las Sabias habían estado siempre en la misma tienda antes de que lo intentara.
—Bien —dijo Bair mientras se frotaba las manos—, ya hemos oído lo que necesitábamos oír. Las demás podéis quedaros si gustáis, pero yo me siento bastante limpia para ir a mis mantas. No soy tan joven como vosotras.
Joven o no, seguramente era capaz de resistir corriendo más que cualquiera de ellas y después llevarla cargada el resto del camino. Mientras Bair se ponía de pie, Melaine habló y, cosa rara en ella, lo hizo vacilante:
—Necesito… He de pedirte ayuda, Bair. Y a ti, Amys. —La mujer mayor volvió a sentarse y tanto ella como Amys miraron a Melaine con expectación—. Yo… querría pediros que hablaseis a Dorindha por mí. —Las últimas palabras salieron precipitadamente de su boca. Amys sonrió de oreja a oreja, y Bair soltó una carcajada. Aviendha pareció entender también a qué se refería y dio un respingo, pero Egwene estaba completamente perdida.
—Siempre dijiste que no necesitabas un esposo y que no lo querías —dijo, regocijada, Bair—. Yo he enterrado a tres y no me importaría tener otro. Son muy útiles cuando la noche es fría.
—Una mujer puede cambiar de opinión. —La voz de Melaine sonaba bastante firme, pero contrastaba con el rubor de sus mejillas—. No puedo mantenerme alejada de Bael y tampoco puedo matarlo. Si Dorindha acepta ser mi hermana conyugal, haré mi guirnalda de boda y la pondré a los pies de Bael.
—¿Y si la pisa, en lugar de recogerla? —quiso saber Bair.
Amys prorrumpió en carcajadas y se echó hacia atrás mientras se daba palmadas en los muslos. Egwene no creía que hubiera peligro de que ocurriera tal cosa considerando las costumbres Aiel. Si Dorindha decidía que quería a Melaine como hermana conyugal, Bael no tendría mucho que opinar al respecto. Ya no la escandalizaba, precisamente, que un hombre tuviera dos esposas. Exactamente, no. «Países distintos implican costumbres distintas», se recordó firmemente. Nunca había tenido valor para preguntarlo, pero no le habría extrañado saber que podría haber mujeres Aiel con dos esposos. Eran gente muy extraña.