—Os pido que actuéis como mis hermanas primeras en esto. Creo que Dorindha me aprecia bastante.
Tan pronto como Melaine pronunció estas palabras, la hilaridad de las otras mujeres cambió. Seguían riendo, pero la abrazaron y le dijeron lo felices que se sentían por ella y lo bien que le iría con Bael. Amys y Bair, al menos, daban por sentada la aquiescencia de Dorindha. Las tres se marcharon del brazo, todavía riendo como chiquillas, aunque no antes de ordenar a Egwene y Aviendha que arreglaran la tienda.
—Egwene, ¿una mujer de tu tierra aceptaría una hermana conyugal? —preguntó Aviendha mientras utilizaba un palo para abrir el agujero del humo.
Egwene habría querido que hubiera dejado esa tarea para el final; el calor empezó a disiparse de inmediato.
—No lo sé —contestó al tiempo que recogía rápidamente las tazas y el tarro de miel. Las staera fueron a parar también a la bandeja—. Creo que no. Quizá sí si fuera una amiga íntima —agregó con premura; no tenía objeto dar la impresión de denigrar las costumbres Aiel.
Aviendha se limitó a gruñir y empezó a levantar los costados de la tienda.
Con los dientes castañeteando tan fuerte como el tintineo de las copas y las piezas de bronce sobre la bandeja, Egwene salió al exterior. Las Sabias se estaban vistiendo sin prisa, como si hiciera una cálida noche y se encontraran en los dormitorios de un dominio. Una figura vestida de blanco, pálida a la luz de la luna, le cogió la bandeja de las manos, y entonces Egwene empezó a buscar rápidamente su capa y sus zapatos. No se encontraban entre las ropas que quedaban amontonadas en el suelo.
—He mandado que lleven tus cosas a tu tienda —dijo Bair, que se ataba los lazos de la blusa—. Todavía no las necesitas.
A Egwene se le cayó el alma a los pies. Empezó a brincar y a sacudir los brazos en un fútil intento de entrar en calor; por lo menos no le dijeron que parara. De repente se dio cuenta de que la figura de blanco que había cogido la bandeja era demasiado alta incluso para corresponder a una mujer Aiel. Apretó los dientes y asestó una mirada furibunda a las Sabias, a quienes parecía importar poco si se congelaba dando brincos hasta morir. Para las Aiel no tendría ninguna importancia que un hombre las viera totalmente desnudas, al menos si se trataba de un gai’shain, ¡pero para ella sí!
Un instante después Aviendha se reunía con ellas y, al verla dar saltos, se limitó a quedarse plantada en el sitio sin molestarse en buscar sus ropas. Aparentemente, el frío la afectaba tan poco como a las Sabias.
—Bien —dijo Bair mientras se ajustaba el chal a los hombros—, tú, Aviendha, no sólo eres obstinada como un hombre sino que además eres incapaz de acordarte de una simple tarea que has hecho en otras ocasiones. Y tú, Egwene, eres igualmente testaruda, y también piensas que puedes remolonear en tu tienda cuando se te ha mandado llamar. Esperemos que correr cincuenta vueltas alrededor del campamento temple vuestra tozudez, aclare vuestras mentes y os recuerde cómo responder a una llamada o hacer una tarea. Podéis empezar.
Sin pronunciar una palabra, Aviendha se alejó trotando de inmediato hacia el borde del campamento, esquivando con destreza las cuerdas de las tiendas disimuladas por la oscuridad. Egwene vaciló sólo un instante antes de seguirla. La joven Aiel mantenía un trote lento para que pudiera alcanzarla. El aire nocturno la helaba hasta los huesos, y la agrietada y dura arcilla del suelo estaba igualmente gélida, además de amenazar con atraparle los dedos de los pies entre sus fisuras. Aviendha corría con envidiable facilidad.
Cuando llegaron a la última tienda y giraron hacia el sur, Aviendha dijo:
—¿Sabes por qué razón estudio con tanto afán? —Ni el frío ni el trote afectaban su voz.
—No. ¿Por qué? —Egwene tiritaba tan violentamente que apenas podía hablar.
—Porque Bair y las otras siempre te ponen como ejemplo y me cuentan la facilidad con que aprendes y que nunca te tienen que explicar lo mismo dos veces. Me dicen que debería intentar parecerme a ti. —Miró a Egwene de reojo, y las dos jóvenes compartieron una risita divertida mientras corrían—. Ésa es parte de la razón. Las cosas que estoy aprendiendo a hacer… —Aviendha sacudió la cabeza, y bajo la luz de la luna su expresión maravillada fue patente—. Y el propio Poder. Nunca me había sentido así. Tan viva. Percibo el más tenue olor, siento la más leve agitación del aire.
—Es peligroso mantener el contacto demasiado tiempo o absorber demasiado —dijo Egwene. Correr la estaba haciendo entrar un poco en calor, aunque de vez en cuando la sacudía un escalofrío—. Ya te lo he dicho antes y sé que también lo han hecho las Sabias.
—¿Crees que iba a atravesarme mi propio pie con una lanza? —resopló la joven Aiel.
Estuvieron corriendo un rato en silencio.
—¿De verdad Rand…? —no pudo por menos que preguntar finalmente Egwene. El frío no tenía nada que ver con su dificultad en pronunciar las palabras; de hecho, empezaba a sudar otra vez—. Me refiero a Isendre. —Era incapaz de decirlo con más claridad.
—No creo que lo hiciera. —Dijo al cabo Aviendha, lentamente. Parecía furiosa—. Pero ¿por qué iba a pasar por alto los azotes esa mujer si él no le ha demostrado interés? Es una mañosa mujer de las tierras húmedas que espera que los hombres se le rindan. He visto cómo la miraba él, aunque intentó disimularlo. Le gustaba lo que veía.
Egwene se preguntó si la joven Aiel pensaba alguna vez en ella como una mañosa mujer de las tierras húmedas. Seguramente no o, de otro modo, no serían amigas. Pero Aviendha no aprendía nunca a plantearse, antes de hablar, si sus palabras podrían herir a alguien; sin duda se sorprendería si supiera que a ella se le había pasado siquiera por la cabeza la idea de sentirse herida.
—Del modo en que las Doncellas la hacen ir por ahí, cualquier hombre la miraría —admitió Egwene a regañadientes. Lo que le recordó que ella estaba al aire libre sin llevar puesto nada encima, y tropezó y casi se fue de bruces al suelo cuando miró con nerviosismo en derredor. Hasta donde alcanzaba a ver, la noche estaba desierta. Incluso las Sabias habían regresado a sus tiendas. Calentitas entre las mantas. Estaba transpirando, pero las gotitas de sudor parecían querer congelarse nada más brotar.
—Le pertenece a Elayne —dijo ferozmente Aviendha.
—Admito que nunca he comprendido del todo vuestras singulares costumbres, sin embargo, las nuestras no son iguales. Rand al’Thor no está comprometido con Elayne. —«¿Por qué razón le defiendo? ¡A él sería a quien habría que azotar!» Pero la honradez la obligó a continuar—: Hasta vuestros hombres están en su derecho a decir no, si les preguntan.
—Las dos sois medio hermanas, como tú y yo —protestó Aviendha, aminorando el ritmo que llevaba un par de pasos antes de reanudar el de antes—. ¿Acaso no fuiste tú quien me pidió que lo vigilara en su nombre? ¿No quieres que sea para ella?
—Por supuesto que sí. Pero sólo si él la quiere. —Eso no era exactamente cierto. Deseaba para Elayne toda la felicidad posible teniendo en cuenta que estaba enamorada del Dragón Renacido, y haría cualquier cosa, menos atar a Rand de pies y manos, para asegurarse de que Elayne consiguiera lo que deseaba. Quizá llegaría incluso a eso si fuera necesario. Pero admitirlo era algo muy distinto. Las Aiel eran mucho más lanzadas de lo que ella sería capaz de ser nunca—. De otro modo, no sería justo.