El recubrimiento de bronce de la puerta aparecía desgarrado como si los dientes y las uñas de los Sabuesos del Oscuro hubieran sido de acero; a través de varios agujeros pequeños se filtraba la luz de lámparas. Sobre las losas del suelo había huellas marcadas, aunque, cosa sorprendente, eran pocas. Interrumpiendo el contacto con el saidin, Rand buscó un hueco en la puerta en el que poder llamar sin destrozarse la mano con los bordes del metal roto. De repente el dolor del costado se hizo muy real; inhaló hondo en un intento de rechazarlo.
—¿Mat? ¡Soy yo, Rand! ¡Abre, Mat!
Al cabo de un momento, la puerta se abrió una rendija por la que salió la luz de la lámpara. Mat se asomó con vacilación; después la abrió más y se recostó contra la hoja como si hubiera corrido veinte kilómetros cargado con un saco de piedras. Excepto por el medallón colgado al cuello —una cabeza de zorro de plata cuyos ojos eran el antiguo símbolo de los Aes Sedai— estaba desnudo. Considerando la opinión que tenía Mat sobre las Aes Sedai, a Rand le sorprendía que su amigo no hubiera vendido el adorno mucho tiempo atrás. Dentro de la habitación, una mujer alta, de cabello dorado, se envolvía calmosamente en una manta. Era una Doncella, a juzgar por las lanzas y la adarga que yacían a sus pies. Rand apartó rápidamente los ojos y carraspeó.
—Sólo quería comprobar que te encontrabas bien —dijo.
—Los dos lo estamos. —Intranquilo, Mat echó un vistazo a la antesala—. Ahora sí. ¿Los mataste o algo por el estilo? No quiero saber qué eran, siempre y cuando hayan desaparecido. A veces es jodidamente duro para un hombre ser tu amigo.
No sólo un amigo, sino también otro ta’veren, y tal vez la clave de la victoria en el Tarmon Gai’don; cualquiera que quisiera acabar con Rand también tenía motivos para hacer lo mismo con Mat. Aun así, Mat siempre intentaba negar ambas cosas.
—Han muerto, Mat. Eran Sabuesos del Oscuro. Tres.
—Te dije que no quería saberlo —gimió el otro joven—. Ahora Sabuesos del Oscuro también. No puede decirse que no haya siempre algo nuevo allí donde estás. Uno no se aburre contigo… hasta el momento de su muerte. Si no hubiera estado levantado para echar un trago de vino cuando la puerta empezó a abrirse… —Dejó la frase sin terminar y se estremeció mientras se rascaba una rojez que tenía en el brazo derecho y observaba el revestimiento metálico—. ¿Sabes? Es gracioso cómo la mente te juega malas pasadas. Cuando estaba poniendo todo lo que tenía a mano para mantener la puerta cerrada, habría jurado que uno de ellos había abierto un agujero de un mordisco, y pude ver su condenada cabeza. Y sus dientes. La lanza de Melindhra ni siquiera lo asustó.
La llegada de Moraine resultó más espectacular esta vez, corriendo, con las faldas remangadas, jadeando y echando pestes. Lan la seguía pisándole los talones, con la espada en la mano y una expresión tormentosa en su pétreo semblante; y, justo detrás de él, una multitud de Far Dareis Mai tan nutrida que llegaba hasta la calle. Algunas de las Doncellas sólo llevaban la ropa interior, pero todas ellas iban equipadas con lanzas y el shoufa enrollado a la cabeza, con el negro velo cubriéndoles la cara salvo los ojos, preparadas para matar. Moraine y Lan, al menos, parecieron aliviados al verlo de pie en la puerta de la habitación, charlando tranquilamente con Mat, aunque la Aes Sedai también daba la impresión de estar dispuesta a decirle unas cuantas palabras gruesas. Con los velos, era imposible adivinar lo que pensaban las Doncellas.
Mat soltó un chillido y regresó corriendo dentro del cuarto, donde empezó a ponerse un par de pantalones con precipitación, aunque no acertaba a meter el pie por la pernera porque mientras tiraba de la prenda hacia arriba no dejaba de rascarse el brazo. La Doncella rubia lo observaba sonriendo de oreja a oreja, a punto de prorrumpir en carcajadas.
—¿Qué te pasa en el brazo? —preguntó Rand.
—Ya te dije que la mente gasta malas pasadas —contestó Mat, que seguía intentando rascarse y vestirse al mismo tiempo—. Cuando me pareció que esa cosa abría un agujero en la puerta, también tuve la sensación de que me babeaba todo el brazo, y ahora me pica de un modo rabioso. Tengo incluso la sensación de que me arde.
Rand abrió la boca, pero en ese momento Moraine llegó a su altura y lo apartó de un empellón. Al verla entrar, Mat se echó al suelo a la par que intentaba, frenético, acabar de subirse los pantalones; la Aes Sedai se arrodilló a su lado, haciendo caso omiso de sus protestas, y le cogió la cabeza entre ambas manos. Rand ya había sido sanado antes con la Curación y también había visto hacerlo; pero, en lugar de la reacción que esperaba, Mat sólo se estremeció y levantó el medallón por el cordón de cuero de modo que quedó suspendido sobre su mano.
—Esta maldita cosa se ha puesto de repente más fría que el hielo —rezongó—. ¿Qué hacéis, Moraine? Si queréis ser útil curadme este picor; ahora se ha extendido a todo el brazo. —Lo tenía colorado desde la muñeca hasta el hombro y empezaba a hinchársele.
Moraine lo miraba con la expresión más estupefacta que Rand había visto nunca en ella; puede que fuera la primera vez que la veía así.
—Lo haré —dijo lentamente—. Si el medallón está frío, quítatelo.
Mat frunció el entrecejo y finalmente se sacó el adorno por la cabeza y lo dejó a su lado. La Aes Sedai volvió a cogerle la cabeza, y el joven soltó un chillido tan penetrante como si lo hubieran zambullido de cabeza en el hielo; las piernas se le pusieron rígidas y la espalda se le arqueó; sus ojos miraron fijamente el vacío, desorbitados al máximo. Cuando Moraine retiró las manos, Mat se desplomó, respirando trabajosamente, inhalando aire a boqueadas. La rojez y la hinchazón habían desaparecido. Hubo de hacer tres intentos antes de ser capaz de hablar:
—¡Rayos y truenos! ¿Es que todas las malditas veces tiene que ser de ese maldito modo? ¡Sólo era un jodido picor!
—Cuidado, no utilices ese lenguaje conmigo —advirtió Moraine mientras se incorporaba—, o buscaré a Nynaeve y te pondré a su cargo. —Pero no estaba centrada en lo que decía; parecía que hablara en sueños. Procuró no mirar fijamente la cabeza de zorro cuando Mat se colgó el medallón al cuello—. Necesitarás descansar —dijo con aire ausente—. Guarda cama mañana, si te apetece.
La Doncella tapada con la manta —¿Melindhra?— se arrodilló detrás de Mat, puso las manos sobre sus hombros y miró a Moraine por encima de la cabeza del joven.
—Me encargaré de que haga lo que le habéis mandado, Aes Sedai. —Esbozó una sonrisa y le revolvió el cabello—. Ahora es mi pequeño travieso.
Por la expresión aterrada de Mat, Rand supo que hacía acopio de fuerzas para salir corriendo. Oyó a su espalda unas suaves y divertidas risitas. Las Doncellas, con el shoufa y el negro velo sobre los hombros ahora, se habían apiñado en el acceso y se asomaban al cuarto.
—Enséñale a cantar, hermana de lanza —dijo Adelin, y más Doncellas se sumaron a las carcajadas.
Rand salió del cuarto y les habló con aire serio.
—Dejadlo descansar. ¿No os parece que a algunas no os vendría mal poneros encima algo de ropa?
Las mujeres cedieron de mala gana, pero siguieron echando ojeadas al interior del cuarto. Hasta que Moraine salió a la antesala.
—¿Os importaría dejarnos solos, por favor? —dijo la Aes Sedai mientras cerraba a su espalda la destrozada puerta. Miró de soslayo por encima del hombro; tenía los labios apretados en un gesto iracundo—. He de hablar con Rand al’Thor a solas.
Las Doncellas asintieron con un gesto y se dirigieron hacia la salida, algunas todavía bromeando respecto a si Melindhra —una Shaido, al parecer; Rand se preguntó si su amigo lo sabría— enseñaría a cantar a Mat. Significara lo que significara eso.