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—Eso me parece estupendo —contestó él—. Mat está vivo por esa razón.

—Es terrible, Rand. —La voz de la Aes Sedai tenía un tono apremiante—. ¿Por qué crees que hasta los Renegados temían utilizarlo? Piensa en el efecto que tendría en el Entramado que la urdimbre realizada durante horas o incluso días de un único hilo, de un hombre, fuera desbaratada, como una hebra sacada parcialmente de un trozo de tela. Fragmentos de manuscritos que quedan de la Guerra del Poder relatan que ciudades enteras fueron destruidas con el fuego compacto antes de que ambos bandos comprendieran los peligros que entrañaba. Cientos de miles de hilos entresacados del Entramado, desaparecidos durante días que ya habían pasado; lo que quiera que esas gentes hicieran en ese período, ya no había sido hecho, como tampoco lo que otras hicieron como consecuencia de las anteriores. Las alteraciones fueron incalculables, y hasta el Entramado estuvo a punto de destejerse. Habría sido la destrucción de todo: el mundo, el tiempo, la propia Creación.

Rand se estremeció y no por el frío que se colaba a través de su chaqueta.

—No puedo prometer que no vuelva a utilizarlo, Moraine. Tú misma dijiste que hay veces en que es preciso hacer lo que está prohibido.

—No esperaba que lo hicieras —repuso fríamente la mujer. Su agitación estaba desapareciendo e iba recuperando la calma habitual en ella—. Pero debes tener cuidado. —Ya empezaba otra vez con el término «debes»—. Con un sa’angreal como Callandor podrías aniquilar una ciudad con fuego compacto. El Entramado quedaría alterado durante años, y quién sabe si el tejido permanecería centrado en ti, a pesar de que seas ta’veren, hasta que se normalizara de nuevo. Ser ta’veren, y más tan fuerte como tú, podría significar el margen preciso para la victoria, incluso en la Última Batalla.

—Quizá lo sea —dijo, sombrío. En todos los relatos heroicos, el protagonista clamaba que se alzaría con la victoria o moriría. Por lo visto, lo que podía esperar él, en el mejor de los casos, era la victoria y la muerte—. Tengo que comprobar cómo está una persona —adujo en voz queda—. Te veré por la mañana. —Absorbió el Poder, vida y muerte en capas superpuestas, e hizo un agujero en el aire más alto que él y que se abría a una oscuridad tal que hacía parecer pleno día la luz de la luna. Un acceso, lo llamaba Asmodean.

—¿Qué es eso? —inquirió Moraine con una exclamación ahogada.

—Una vez que he hecho algo, recuerdo cómo realizarlo. Casi siempre. —No era una respuesta, pero había llegado el momento de poner a prueba el juramento de la mujer. No podía mentir, pero una Aes Sedai sabía cómo buscar huecos por los que escabullirse hasta en una roca—. Deja en paz a Mat esta noche. Y no intentes quitarle el medallón.

—Tiene que ir a la Torre para ser estudiado, Rand. Debe de ser un ter’angreal, pero hasta ahora no se había encontrado uno que…

—Sea lo que sea —manifestó firmemente—, le pertenece. Déjaselo.

Por un momento la mujer pareció luchar consigo misma; su espalda se puso rígida y levantó la barbilla mientras lo miraba de hito en hito. No estaba acostumbrada a recibir órdenes de nadie excepto de Siuan Sanche, y Rand habría apostado que jamás lo había hecho sin antes pelearse con ella. Finalmente, asintió con la cabeza e incluso llegó a hacer un atisbo de reverencia.

—Como quieras, Rand. Es suyo. Por favor, ten cuidado. Aprender por uno mismo algo como el fuego compacto puede resultar suicida, y la muerte no tiene Curación. —Esta vez no había mofa en su voz—. Hasta mañana.

Se marchó seguida por Lan. El Guardián miró a Rand con una expresión indescifrable; puede que no le complaciera este giro en los acontecimientos. Rand atravesó el acceso y desapareció.

Se encontró de pie sobre un disco, una copia del antiguo símbolo Aes Sedai de casi dos metros de diámetro. Incluso su mitad negra misma parecía más clara en contraste con las infinitas tinieblas que lo rodeaban; Rand estaba convencido de que, si se caía, estaría cayendo eternamente. Asmodean afirmaba que había un método más rápido, llamado Viaje, de utilizar un acceso, pero había sido incapaz de enseñárselo, en parte porque carecía de la fuerza necesaria para crear un acceso al estar aislado por el escudo de Lanfear. En cualquier caso, el Viaje requería que se conociera muy bien el lugar de partida; Rand comentó que, a su entender, lo lógico era que hubiera que conocer muy bien el punto de destino, pero Asmodean lo miró como si le estuviera preguntando por qué el aire no era agua. Había muchas cosas que Asmodean daba por sentadas. En fin, Rasar era un sistema bastante rápido.

Tan pronto como plantó los pies en el disco, éste se desplazó lo que pareció una distancia de un palmo y luego se detuvo ante otro acceso que apareció delante. Bastante rápido, sobre todo cuando la distancia por cubrir era corta. Rand salió al pasillo donde estaba la habitación de Asmodean.

La luna que se colaba por los ventanales de los extremos era la única luz que alumbraba el corredor; la lámpara de Asmodean estaba apagada. Los flujos que Rand había tejido en torno al cuarto seguían intactos, firmemente atados. No se movía nada, pero flotaba en el aire un leve tufo a azufre quemado.

Se aproximó a la cortina de cuentas y atisbó al otro lado. El cuarto estaba en penumbras, pero una de las sombras era la figura de Asmodean, que se agitaba entre las mantas. Rodeado por el vacío, Rand alcanzaba a oír el latido del corazón del otro hombre y percibía el olor de unos sueños inquietantes. Se inclinó para examinar las baldosas, azul pálido, y las huellas impresas en ellas.

Había aprendido a rastrear siendo pequeño, de modo que no le costó trabajo interpretarlas. Tres o cuatro Sabuesos del Oscuro habían estado allí. Se habían aproximado al umbral en fila, aparentemente, pisando casi sobre las huellas del primero. ¿Habría sido la red tejida alrededor del cuarto lo que los había detenido? ¿O sólo los habían enviado para observar e informar? Inquietante, imaginar que incluso unos Sabuesos del Oscuro fueran tan inteligentes. Claro que los Myrddraal también utilizaban cuervos y ratas como espías, así como otros animales relacionados con la muerte. Los Ojos de la Sombra, los llamaban los Aiel.

Encauzó delicados flujos de Tierra e igualó las baldosas, y fue levantando las compresiones dejadas en el suelo hasta que estuvo en la desierta calle envuelta en la noche y a un centenar de pasos del alto edificio. Por la mañana, cualquiera vería el rastro acabando en ese punto, pero nadie sospecharía que los Sabuesos del Oscuro se habían acercado a Asmodean. Estas criaturas no tenían por qué estar interesadas en Jasin Natael, el juglar.

A estas alturas, seguramente todas las Doncellas de la ciudad debían de estar despiertas, y, desde luego, no quedaría dormida ninguna bajo el Techo de las Doncellas. Creó otro acceso en la calle, una abertura a una negrura más intensa que la propia noche, y dejó que el disco lo transportara a su propia habitación. Se preguntó por qué había elegido el antiguo símbolo, ya que era elección suya, aunque inconsciente; otras veces había sido un escalón o un trozo de suelo. Los charcos en que se habían convertido los Sabuesos del Oscuro antes de volver a formarse escurrieron apartándose del círculo. «Bajo este emblema vencerá».

Plantado en medio del oscuro dormitorio, encauzó para encender las lámparas, pero no cortó el contacto con el saidin. En cambio, volvió a encauzar, con cuidado de no hacer saltar ninguna de sus propias trampas, y un trozo de pared desapareció y dejó a la vista un nicho que él mismo había excavado allí.

En la pequeña oquedad había dos figurillas de un palmo de alto, un hombre y una mujer, ambos con rostros serenos y vestidos con amplias y largas túnicas; cada uno de ellos sostenía una esfera de cristal en una mano levantada. Le había mentido a Asmodean respecto a que los había destruido.