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Eran angreal, como el hombrecillo grueso que Rand llevaba guardado en el bolsillo de la chaqueta, y sa’angreal, como Callandor, que incrementaban la cantidad de Poder que podía manejarse sin peligro mucho más que un simple angreal. Eran piezas escasas, muy apreciadas por las Aes Sedai, aunque sólo podían reconocer las afines con las mujeres y con el saidar. Estas dos figurillas eran algo más, algo no tan escaso pero igualmente apreciado. Los ter’angreal se habían creado para usar el Poder, no aumentándolo, sino con fines específicos. Las Aes Sedai ignoraban el propósito de la mayoría de los ter’angreal que tenían en la Torre Blanca; algunos los utilizaban, pero sin saber si el uso que les daban tenía algo que ver con la función para la que habían sido hechos. Rand sabía la función de estos dos.

La figurilla del hombre podía vincularlo a una gigantesca réplica suya, el sa’angreal de varones más poderoso que se había creado jamás, aunque el objeto y él estuvieran separados por el Océano Aricio. Había quedado terminado justo después de que se hubiera vuelto a sellar la prisión del Oscuro —«¿Y cómo sé yo eso?»— y fue escondido antes de que cualquier Aes Sedai varón loco pudiera encontrarlo. La figurilla femenina tenía las mismas funciones para una mujer, a la que podía unir a su equivalente de la estatua gigante; una estatua que Rand esperaba que continuara completamente enterrada en Cairhien. Con tanta cantidad de poder… Moraine había dicho que la muerte no tenía Curación.

El recuerdo no buscado, no deseado, lo hizo revivir aquella vez que se había permitido empuñar Callandor, y las imágenes evocadas flotaron al otro lado del vacío.

Su mirada se detuvo en el cuerpo de una chiquilla de cabello oscuro, casi una niña, que yacía despatarrada en el suelo, boca arriba, con los ojos muy abiertos y fijos en el techo; la sangre oscurecía la pechera de su vestido, donde un trolloc la había acuchillado…

El Poder estaba dentro de él. Callandor resplandecía, y él era el Poder. Encauzó la energía y dirigió los flujos hacia el cuerpo de la chiquilla, buscando, tanteando; la pequeña se incorporó de golpe, con una rigidez antinatural en los brazos y las piernas.

—¡Rand, no puedes hacer esto! —gritó Moraine—. ¡No!

«Aire. Necesita respirar». El pecho de la niña empezó a subir y a bajar. «El corazón. Tiene que latir». La sangre, ya oscura y espesa, manó de la herida del pecho. «¡Vive! ¡Vive, maldita sea! ¡No fue mi intención llegar demasiado tarde!» Sus ojos lo miraban vidriosos, sin vida. Las lágrimas corrieron por las mejillas de Rand.

Rechazó violentamente el recuerdo; aun estando dentro del vacío, resultaba doloroso. Con tanta cantidad de Poder… Con tanta cantidad de Poder él no era de fiar. «No eres el Creador», le había dicho Moraine mientras él se incorporaba, con la vista prendida en la pequeña tendida a sus pies. Pero con esa figurilla masculina, con sólo la mitad de su poder, en otros tiempos había conseguido mover montañas. Con muchísimo menos, sólo con Callandor, había tenido la certeza de que podía hacer que la Rueda girara hacia atrás, conseguir que la niña muerta volviera a vivir. No sólo el Poder Único era tentador; también lo era el poder personal. Debería destruir las dos figurillas. En cambio, en lugar de hacer eso, tejió de nuevo los flujos e instaló las trampas otra vez.

—¿Qué hacías ahí? —preguntó una voz femenina mientras la pared adquiría una apariencia intacta, lisa.

Rand ató precipitadamente los flujos —así como el propio nudo con sus letales sorpresas—, absorbió más Poder y giró sobre sus talones.

Al lado de Lanfear, Elayne, Min o Aviendha parecerían casi vulgares. Los oscuros ojos de la mujer bastaban para que un hombre entregara hasta su alma. Al verla, el estómago se le encogió hasta sentir deseos de vomitar.

—¿Qué quieres? —demandó. En una ocasión había dejado aisladas de la Fuente Verdadera a Egwene y a Elayne al tiempo, pero era incapaz de recordar cómo lo había hecho. Mientras Lanfear estuviera en condiciones de entrar en contacto con la Fuente, él tenía tantas posibilidades de atrapar el aire entre sus manos como de dejar inmovilizada a la mujer. «Una fugaz descarga de fuego compacto y…» No podía hacerlo. Lanfear era una Renegada, pero el recuerdo de la cabeza de una mujer rodando por el suelo lo dejó paralizado.

—Así que tienes dos —dijo finalmente ella—. Me pareció ver que… Una es de una mujer, ¿verdad? —Su sonrisa podría parar el corazón de un hombre y hacer que se sintiera agradecido—. Empiezas a tener en cuenta mi plan, ¿no? Con esas estatuillas, juntos, tendremos a los otros Elegidos de rodillas a nuestros pies. Podemos incluso suplantar al Gran Señor en persona. Podemos retar al mismísimo Creador. Podemos…

—Siempre fuiste ambiciosa, Mierin. —Su voz le sonó chirriante—. ¿Por qué crees que te aparté de mí? Puedes pensar lo que quieras, pero no fue por Ilyena. Hacía mucho que había dejado de amarte cuando la conocí. La ambición es lo único que cuenta para ti. Poder es todo lo que has querido siempre. ¡Me das asco!

La mujer lo miraba de hito en hito, con las manos apretadas contra el estómago y los ojos desorbitados.

—Graendal dijo… —empezó débilmente. Tragó saliva con esfuerzo y volvió a intentarlo—: ¿Lews Therin? Te amo, Lews Therin. Siempre te he amado y siempre te amaré. Lo sabes. ¡Tienes que saberlo!

El rostro de Rand semejaba una roca; esperaba que no denotara su conmoción. Ignoraba de dónde habían salido esas palabras, pero, por lo visto, se acordaba de ella; un borroso recuerdo de antaño. «¡No soy Lews Therin Telamon!»

—¡Soy Rand al’Thor! —gritó roncamente.

—Por supuesto que lo eres. —Lo observó atentamente y asintió para sus adentros. Recobró la fría compostura de antes—. Por supuesto. Asmodean te ha estado contando cosas sobre la Guerra del Poder y sobre mí. Pues miente. Me amabas. Hasta que esa ramera rubia, Ilyena, me robó tu amor. —Por un momento la ira transformó su rostro en una máscara grotesca; Rand dudó que la mujer fuera consciente de ello—. ¿Sabías que Asmodean seccionó a su propia madre? Me refiero a lo que ahora llaman neutralizar. Bien, pues, seccionó a su madre y dejó que se la llevara un Myrddraal haciendo oídos sordos a sus aullidos de terror. ¿Cómo vas a confiar en un hombre así?

Rand se echó a reír con ganas.

—Después de que lo atrapé colaboraste para obligarlo a que me enseñara ¿y ahora dices que no me fíe de él?

—En cuanto a enseñarte, sí. —Resopló con desdén—. Lo hará porque es consciente de que su suerte va unida inapelablemente a la tuya. Aun en el caso de que convenciera a los otros de que ha sido un prisionero, no evitaría que lo despedazaran, y lo sabe. El cachorro más débil de la camada suele sufrir esa suerte. Además, vigilo sus sueños de vez en cuando. Sueña que triunfas sobre el Gran Señor y que lo llevas contigo a lo más alto. En ocasiones sueña conmigo. —Su sonrisa dejó ver que tales sueños le resultaban agradables, aunque no lo eran para Asmodean—. Sin embargo, intentará ponerte en contra mía.

—¿Por qué has venido? —demandó. ¿Ponerlo en su contra? En este momento debía de estar henchida de Poder, presta para aislarlo de la Fuente a la más leve sospecha de que intentaba algo. Ya lo había hecho en otra ocasión y con humillante facilidad.

—Me gustas así, arrogante y orgulloso, seguro de tu propia fuerza.

En otro momento le había dicho que le gustaba inseguro, que Lews Therin había sido demasiado arrogante.

—¿Por qué has venido? —insistió.

—Rahvin envió a los Sabuesos del Oscuro contra ti esta noche —dijo calmosamente mientras enlazaba las manos ante sí—. Habría venido antes para ayudarte, pero todavía no puedo revelar a los demás que estoy de tu parte.