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Con todo, los asuntos de las Far Dareis Mai no le concernían. Aviendha así se lo había hecho saber con amabilidad pero firmemente. Adelin y Enaila se habían mostrando un tanto rudas al respecto, y una Doncella nervuda y canosa, llamada Sulin, de hecho la había amenazado con llevarla de vuelta con las Sabias arrastrándola por la oreja. A despecho de sus esfuerzos para persuadir a Aviendha de que dejara de llamarla Aes Sedai, le resultó irritante descubrir que el resto de las Doncellas, tras mostrar cierta incertidumbre respecto a qué trato darle, se habían decantado por considerarla simplemente como una pupila más de las Sabias. ¡Vaya, pero si ni siquiera le permitían que cruzara las puertas del Techo a menos que fuera a cumplir algún encargo!

La presteza con la que taconeó a Niebla para pasar entre la multitud no tenía nada que ver con la aceptación de la justicia de las Far Dareis Mai ni con la incómoda constatación de que algunas Doncellas la observaban, sin duda dispuestas a sermonearla si pensaban que intentaba inmiscuirse. Tampoco tuvo mucho que ver con el desagrado que le inspiraba Isendre. No quería recordar la fugaz ojeada a los sueños de la mujer justo antes de que Cowinde entrara para despertarla. Habían sido pesadillas de torturas, de cosas que le habían hecho, y Egwene salió de ellas estremecida de horror, notando la presencia de algo oscuro y maligno que reía al verla huir. No era pues de extrañar que el aspecto de Isendre fuera de agotamiento. Egwene había despertado tan bruscamente, con tal sobresalto, que Cowinde retrocedió de un brinco cuando iba a posar la mano sobre su hombro.

Rand estaba en la calle, delante del Techo de las Doncellas, con el shoufa envuelto en la cabeza para protegerse del sol que empezaba a asomar, y vestido con una chaqueta de seda azul con bordados en oro tan recargados que era más apropiada para un palacio, bien que la llevaba desabrochada hasta la mitad. Su cinturón lucía una hebilla nueva, una detallada pieza emulando un dragón. Saltaba a la vista que empezaba a tener una gran opinión de sí mismo. De pie junto Jeade’en, su semental rodado, hablaba con los jefes de clan y algunos de los comerciantes Aiel que se quedarían en Rhuidean.

Jasin Natael, casi pegado a los talones de Rand, con el arpa a la espalda y sujetando las riendas de una mula ensillada que le habían comprado a maese Kadere, iba ataviado aun más ostentosamente; los bordados en hilo de plata casi cubrían su chaqueta negra, que lucía además grandes chorreras de encaje en el cuello y los puños. Hasta las botas tenían repujados de plata en el doblez, a la altura de la rodilla. La capa del juglar, con sus parches de colores, echaba a perder el efecto, pero los juglares eran tipos raros.

Los comerciantes vestían el cadin’sor, y, aunque los cuchillos del cinturón eran más pequeños que los de los guerreros, Egwene sabía que todos ellos podían manejar bien las lanzas si llegaba el caso; tenían parte, si no toda, de esa agilidad grácil y letal de sus hermanos que llevaban la lanza. Las comerciantes, vestidas con blusas de algode sueltas y amplias faldas de lana, pañuelos a la cabeza y chales, resultaban más distinguibles. Salvo por las Doncellas y las gai’shain —y Aviendha— todas las Aiel lucían un sinnúmero de brazaletes y collares de oro y marfil, plata y gemas, algunos de manufactura Aiel, otros comprados a buhoneros, y algunos procedentes de saqueos. Empero, entre las comerciantes Aiel la exhibición de joyas se duplicaba, como poco, con respecto a las demás.

Egwene alcanzó a oír parte de lo que Rand decía a los comerciantes:

—… dad carta blanca a los constructores Ogier en parte de las obras que acometan. Hasta donde lo consideréis oportuno. No tiene sentido limitarse a intentar rehacer el pasado.

Así que los enviaba a los steddings en busca de Ogier que reconstruyeran Rhuidean. Eso estaba bien. Gran parte de Tar Valon era obra de los Ogier, y, allí donde se los había dejado trabajar según sus propios criterios, los edificios eran tan bellos que quitaban la respiración.

Mat ya estaba montado en su castrado, Puntos, con su sombrero de ala ancha bien calado y la punta del astil de la extraña lanza apoyada sobre el estribo. Como siempre, parecía que había dormido con la chaqueta verde puesta. Egwene había evitado sus sueños. Una de las Doncellas, una mujer rubia muy alta, dedicó a Mat una pícara sonrisa que pareció causarle sonrojo. Y debería; la Doncella era demasiado mayor para él. Egwene resopló con desdén. «Sé muy bien qué era lo que soñaba, así que ¡no, muchas gracias!» Si frenó a la yegua al lado del joven fue sólo para buscar a Aviendha.

—Le dijo que se callara, y ella obedeció —comentó Mat cuando Egwene detuvo a Niebla. Señaló con la cabeza a Moraine y a Lan; la mujer llevaba un vestido azul pálido y aferraba las riendas de su blanca yegua, mientras que él, con la capa de Guardián, sujetaba corto al enorme y negro caballo de guerra. Lan observaba a Moraine con intensidad, el gesto inexpresivo como siempre, en tanto que la Aes Sedai miraba furibunda a Rand y parecía a punto de estallar de impaciencia—. Ella empezó a explicarle por qué hacer esto es un error, y por su tono imaginé que debía de ser la enésima vez que repetía lo mismo, pero él respondió: «Ya lo he decidido, Moraine. Quédate allí y guarda silencio hasta que disponga de un momento para hablar contigo». Así, como si esperara que hiciera lo que le decía. Y lo bueno es que ella lo hizo. ¿Es vapor eso que le está saliendo por las orejas?

Su risita queda sonó tan complacida, tan divertida por su propio ingenio, que Egwene estuvo a punto de abrazar el saidar y enseñarle una lección allí mismo, delante de todo el mundo. En cambio, volvió a resoplar, lo bastante alto para que Mat comprendiera que era por él y por su ingenio y su guasa. El joven le lanzó una mirada de reojo, con sorna, y volvió a reír entre dientes, cosa que empeoró aun más el mal humor de la muchacha.

Egwene miró brevemente a Moraine, perpleja. ¿Que la Aes Sedai había hecho lo que Rand le mandó? ¿Sin protestar? Eso era como decir que una de las Sabias obedecía o que el sol salía a medianoche. Se había enterado del ataque, por supuesto; desde que amaneció no habían dejado de correr rumores sobre perros gigantescos que dejaban huellas marcadas en la piedra. No obstante, que ella supiera, era la única novedad aparte de la noticia relativa a los Shaido, y no era suficiente para justificar esta reacción. En realidad, no se le ocurría absolutamente nada que la justificara. Si le preguntaba, sin duda Moraine le diría que no era de su incumbencia, pero, en cualquier caso, era un tema que le incomodaba. Le desagradaba no entender las cosas.

Localizó a Aviendha al pie de la escalinata del Techo, de modo que condujo a Niebla hacia allí rodeando a la muchedumbre que había en torno a Rand. La joven Aiel lo miraba tan intensa y duramente como la Aes Sedai, pero con el semblante totalmente inexpresivo. No dejaba de dar vueltas al brazalete de marfil que adornaba su muñeca, aparentemente sin ser consciente de ello. Por una razón u otra, aquel brazalete era parte de los problemas que la Aiel tenía con él. Egwene no lo comprendía; Aviendha se negaba a hablar de ello, y ella no se atrevía a preguntarle a nadie más por temor a causar embarazo a su amiga. Su propio brazalete de marfil con tallas en forma de llamas era un regalo de Aviendha para sellar su relación como medio hermanas; su presente había sido el collar de plata que la otra joven lucía, y que maese Kadere afirmaba que era un diseño kandorés llamado copos de nieve. Le tuvo que pedir a Moraine algo de dinero ya que no tenía bastante para pagarlo, pero le había parecido lo más apropiado para una mujer que nunca vería la nieve. O, mejor dicho, que no la habría visto si no hubiera salido del Yermo; no creía muy probable que pudiera regresar antes del invierno. Fuera cual fuera el significado de ese brazalete, Egwene confiaba en que su amiga resolviera finalmente el conflicto.