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Al otro lado de la frontera

Aferrándose con una mano a su asidero, en la parte trasera de la traqueteante carreta, Nynaeve utilizó la otra para sujetarse el sombrero de paja mientras echaba una ojeada a la feroz tormenta de polvo que se iba quedando atrás, en la distancia. La amplia ala le resguardaba el rostro del caluroso sol matinal, pero la brisa generada por la rápida marcha del vehículo bastaba para quitárselo de la cabeza a despecho del pañuelo, rojo oscuro, que llevaba atado bajo la barbilla. Viajaban a través de una pradera salpicada de ondulantes colinas y alguna que otra arboleda; la hierba era rala y estaba seca con el calor de finales de verano, y el polvo levantado por las ruedas le enturbiaba la vista en cierto modo, además de hacerla toser. Las nubes que surcaban el cielo eran engañosas; no había llovido desde antes de que salieran de Tanchico, hacía semanas, y había pasado cierto tiempo desde que la amplia calzada había tenido trasiego de carretas, lo cual mantenía la tierra compacta.

Nadie salió cabalgando de aquel muro pardo, aparentemente sólido, lo que estaba bien. Había desahogado toda su rabia con los asaltantes que habían intentado detenerlos cuando ya faltaba muy poco para dejar atrás la locura de Tarabon, y a menos que estuviera furiosa no sentía la Fuente Verdadera y menos aún podía encauzar. Incluso estando iracunda, se había sorprendido de ser capaz de desatar semejante tormenta; una vez liberada, alimentada con su furia, cobró vida propia. También Elayne se había sorprendido por la magnitud de la tormenta, aunque, afortunadamente, lo había disimulado con vistas a Thom y a Juilin. Sin duda su fuerza iba incrementándose —sus maestras de la Torre habían pronosticado que sería así, y, por descontado, ninguna era lo bastante fuerte para derrotar a una de las Renegadas como había hecho ella—, pero, aun así, seguía supeditada a esa limitación. Si volvían a aparecer bandidos, Elayne tendría que encargarse de ellos por sí misma, sin su ayuda, y eso era algo que no quería que ocurriera. Su anterior rabia se había disipado, pero estaba sembrando y cultivando la próxima cosecha para recogerla cuando fuera menester.

Trepando torpemente por encima de la lona atada sobre la carga de toneles, alargó la mano hacia uno de los barriles de agua, sujeto a un costado de la carreta junto con los arcones que guardaban sus pertenencias, así como las provisiones. De inmediato, el sombrero resbaló sobre su nuca, sujeto únicamente por el pañuelo. Solamente llegaba con las yemas de los dedos a la tapa del barril, a no ser que se soltara de la cuerda que agarraba con la otra mano, pero por el modo en que se zarandeaba la carreta, si lo hacía corría el riesgo de irse de narices al suelo.

Juilin Sandar condujo su montura, un castrado pardo y desgarbado al que había puesto el inverosímil nombre de Furtivo, acercándola a la carreta y le tendió una de las cantimploras que llevaba colgadas a la silla de montar. Nynaeve bebió con ganas, aunque sin habilidad. Zarandeada como un racimo de uvas en un viñedo sacudido por un vendaval, derramó casi tanta agua sobre la pechera de su estupendo vestido gris como consiguió echarse a la boca.

El atuendo era apropiado para una mercader, con el cuello alto, de buen tejido y excelente corte, pero sencillo. El broche prendido sobre el pecho —un pequeño círculo de granates engastados en oro— era quizás excesivo para una mercader, pero era regalo de la Panarch de Tarabon, así como otras joyas más valiosas que iban escondidas en un compartimiento secreto situado debajo del pescante. Lo llevaba para recordarse a sí misma que incluso mujeres que se sentaban en tronos a veces necesitaban que las cogieran por el cogote y las sacudieran. Comprendía mejor las manipulaciones de la Torre sobre reyes y reinas ahora que había tratado con Amathera.

Sospechaba que la Panarch les había hecho estos presentes como un soborno para que abandonaran Tanchico. Hasta se mostró dispuesta a comprar un barco con tal de que no permanecieran en la ciudad ni un minuto más que lo estrictamente necesario, pero nadie quiso venderle uno. Las pocas embarcaciones que quedaban en el puerto de Tanchico y que servían para algo más que bordear la costa estaban llenas hasta los topes con refugiados. Además, un barco era el medio de transporte obvio, el más rápido, para huir, y no era disparatado imaginar que el Ajah Negro las estuviera buscando a Elayne y a ella después de lo que había ocurrido. Habían ido allí con la misión de dar caza a Aes Sedai que eran Amigas Siniestras, no para caer en una emboscada. Tal era el motivo de que hicieran este largo viaje por carreta a través de un país arrasado por la guerra civil y la anarquía. Nynaeve empezaba a desear no haber insistido en evitar los barcos, aunque jamás admitiría tal cosa ante los demás.

Cuando intentó devolverle la cantimplora a Juilin, el hombre la rechazó con un ademán. Era un hombre duro que parecía haber sido tallado en algún tipo de madera oscura, pero no se sentía cómodo a lomos de un caballo. Ofrecía un aspecto ridículo, al parecer de Nynaeve, y no por su evidente inseguridad sobre la silla de montar, sino por el absurdo gorro tarabonés de color rojo que había cogido por costumbre ponerse sobre el liso y negro cabello, una cosa cónica, sin ala, alta y de copa recta. Desentonaba con la oscura chaqueta teariana que se ajustaba a la cintura para después abrirse en un corte acampanado. En realidad, Nynaeve dudaba que fuera bien con ningún tipo de ropa. En su opinión, daba la impresión de que Juilin llevara un pastel sobre la cabeza.

Por si no fuera ya bastante difícil aguantar los zarandeos, las cosas empeoraron al tener que sujetar también la cantimplora; además, el sombrero no dejaba de sacudirse contra su nuca. Empezó a mascullar maldiciones contra el husmeador —¡nada de rastreador!—, contra Thom Merrilin —¡ese petulante juglar!— y contra Elayne de la casa Trakand, heredera del trono de Andor, a quien habría que coger por el pescuezo y sacudirla.

Nynaeve decidió sentarse en el pescante al lado de Thom y de Elayne, pero la joven rubia iba pegada al juglar, con el sombrero de paja colgando sobre la espalda. Se agarraba al brazo del necio viejo de bigote blanco como si tuviera miedo de caerse. Con los labios apretados, Nynaeve tuvo que sentarse al otro lado de Elayne. Se alegraba de llevar de nuevo el cabello trenzado en una coleta, gruesa como una muñeca y tan larga que le llegaba a la cintura; así se conformaría con darse un buen tirón en lugar de propinarle un cachete a la muchacha. Elayne se había mostrado siempre bastante razonable, pero era como si en Tanchico algo le hubiera reblandecido el cerebro.

—Ya no nos persiguen —anunció la antigua Zahorí mientras volvía a ponerse el sombrero—. Ahora puedes aminorar la velocidad, Thom. —Podría haber dicho lo mismo desde la parte trasera de la carreta, sin necesidad de trepar por encima de los toneles, pero imaginarse a sí misma zarandeándose y gritando que fuera más despacio se lo impidió. No le gustaba ponerse en ridículo, y menos aun que otros pensaran que era una necia—. Ponte el sombrero —le dijo a Elayne—. Esa delicada piel tuya no aguantaría el sol mucho tiempo.

Como casi había esperado que ocurriera, la joven no hizo caso del amistoso consejo.

—Qué bien conduces —dijo con entusiasmo Elayne a Thom mientras éste tiraba de las riendas hasta poner al paso al tiro de cuatro caballos—. Mantuviste a los animales bajo tu control en todo momento.

El alto y nervudo juglar la miró de soslayo y sus espesas cejas se fruncieron, pero se limitó a comentar:

—Nos espera más compañía allá adelante, pequeña.