—Evidentemente, querías hablar conmigo a solas, Nynaeve. ¿Es respecto a Moghedien?
Nynaeve parpadeó y miró de soslayo a la joven. Buena cosa recordar que Elayne no tenía nada de tonta. Sólo actuaba como si lo fuera. La antigua Zahorí decidió controlar bien su genio; esto ya iba a ser bastante difícil para permitir que acabara en una bronca.
—De ese asunto no, Elayne. —La muchacha era partidaria de incluir a Moghedien en la persecución de las hermanas negras. Por lo visto no se daba cuenta de la diferencia que había entre la Renegada y, por ejemplo, Liandrin o Chesmal—. Pensé que deberíamos discutir tu comportamiento con Thom.
—No sé a qué te refieres —manifestó Elayne, que mantenía la vista al frente, hacia la ciudad, aunque los colores habían teñido sus mejillas de manera repentina, poniendo en evidencia su mentira.
—No solamente es lo bastante mayor para ser tu padre e incluso tu abuelo, sino que…
—¡Él no es mi padre! —espetó Elayne—. ¡Mi padre era Taringail Damodred, un príncipe de Cairhien y Primer Príncipe de la Espada de Andor! —Enderezándose innecesariamente el sombrero, continuó en un tono más comedido, aunque no en exceso—: Lo lamento, Nynaeve, no era mi intención gritar.
«Contrólate», se recordó la otra mujer.
—Creí que estabas enamorada de Rand —dijo, obligándose a adoptar un tono sosegado aunque no le resultó fácil—. Los mensajes que me encargaste que transmitiera a Egwene para que ella a su vez se los diera a Rand lo daban a entender así, sin duda. Confío en que tú le dijeras lo mismo.
El rubor de la joven aumentó.
—Lo amo, pero… Está muy lejos, Nynaeve. En el Yermo, rodeado de miles de Doncellas Lanceras que saltan para cumplir cualquier deseo suyo. No puedo verlo ni hablar con él ni tocarlo. —Su voz se fue haciendo un susurro conforme hablaba.
—No creerás que va a fijarse en una Doncella —adujo Nynaeve con incredulidad—. Es un hombre, pero no tan inconstante como para hacer algo así. Y, además, una de ellas lo atravesaría con la lanza si la mirara con esas intenciones, aunque sea el del Alba o comoquiera que lo llamen. En fin, Egwene dice que Aviendha lo está vigilando en tu nombre.
—Lo sé, pero… Tendría que haberme asegurado de que supiera que lo amaba. —En la voz de Elayne había una gran decisión. Y preocupación—. Debí habérselo dicho claramente.
Nynaeve no había prestado atención a ningún hombre antes de conocer a Lan, al menos seriamente, pero había observado y aprendido mucho como Zahorí; de esas observaciones, había llegado a la conclusión de que no había un modo más rápido que aquél para hacer que un hombre saliera corriendo por pies, a no ser que fuere él quien lo dijera primero.
—Creo que Min tuvo una visión sobre Rand y sobre mí —continuó Elayne—. Siempre solía bromear respecto a tener que compartirlo, pero creo que no era ninguna broma y que fue incapaz de decir lo que vio realmente.
—Eso es ridículo. —Lo era, indudablemente. Aunque en Tear Aviendha le había hablado de una repugnante costumbre Aiel… «Tú compartes a Lan con Moraine», insinuó una vocecilla dentro de su cabeza. «¡Eso es completamente diferente!», replicó con prontitud—. ¿Estás segura de que Min tuvo una de sus visiones?
—Sí. Al principio no tenía la certeza, pero cuanto más pienso en ello más convencida estoy que es así. Bromeaba respecto a ello demasiado a menudo para referirse a otra cosa.
Bien, hubiera visto lo que hubiera visto Min, Rand no era Aiel. Quizá su ascendencia lo era, como proclamaban las Sabias, pero se había criado en Dos Ríos, y ella no estaba dispuesta a consentir que adquiriera costumbres indecentes. Y dudaba que Elayne se lo permitiera—. ¿Acaso es ésa la razón de que hayas estado… —Iba a decir «provocando» pero prefirió suavizar la frase—, insinuándote con Thom?
Elayne la miró de soslayo; de nuevo sus mejillas habían enrojecido.
—Hay mil leguas entre Rand y yo, Nynaeve. ¿Crees que él se priva de tontear con otras mujeres? «Un hombre es un hombre, tanto si está en un trono como en una pocilga». —Tenía un amplio repertorio de dichos populares aprendidos de su niñera, una mujer de mente despierta llamada Lini a quien Nynaeve esperaba conocer algún día.
—Bueno, no veo por qué tienes que coquetear sólo porque creas que Rand puede estar haciéndolo. —Se contuvo a tiempo de no mencionar otra vez la edad de Thom. «Lan también tiene edad para ser tu padre», murmuró aquella vocecilla interior. «Amo a Lan. Si fuera capaz de encontrar el modo de liberarlo de Moraine… ¡Ése no es el tema que tenemos entre manos!»—. Thom es un hombre con secretos, Elayne. Recuerda que Moraine le mandó acompañarnos. Sea quien sea, desde luego no es un simple juglar.
—Fue un gran hombre —musitó Elayne—. Y podría haberlo sido más de no interferir el amor.
Aquello acabó con el control de Nynaeve, que se dejó llevar por el genio; se volvió hacia la joven y la agarró por los hombros.
—¡No sabe si ponerte sobre sus rodillas y darte una azotaina o… o… trepar a un árbol!
—Lo sé. —Elayne soltó un suspiro de frustración—. Pero no se me ocurre qué otra cosa puedo hacer.
Nynaeve rechinó los dientes por el esfuerzo de no empezar a sacudirla violentamente.
—¡Si tu madre se entera de esto mandará a Lini para que te lleve a rastras de la oreja y te meta de nuevo en el cuarto de niños!
—Ya no soy una chiquilla, Nynaeve. —La voz de Elayne sonaba tensa, y el rubor que le teñía las mejillas ya no era a causa del azoramiento—. Soy tan mujer como mi madre.
La antigua Zahorí echó a andar de nuevo hacia Mardecin, apretando la coleta con tanta fuerza que le dolían los nudillos. Elayne la alcanzó después de que hubiera dado varias zancadas.
—¿De verdad vamos a comprar verduras? —Su gesto era sereno y el tono de su voz, despreocupado.
—¿Viste lo que trajo Thom? —preguntó secamente Nynaeve.
—Tres jamones. —Elayne se estremeció—. ¡Y esa horrible carne curada con pimienta! ¿Es que los hombres no comen nada más que carne si no se lo ponen delante de las narices?
El malhumor de Nynaeve se apaciguó a medida que caminaban y charlaban de las flaquezas del sexo más débil —los varones, por supuesto— y otros temas por el estilo. No le desapareció por completo, claro está. Le gustaba Elayne y disfrutaba con su compañía; en ocasiones parecía que fuera de verdad la hermana de Egwene, como a veces se llamaban entre ellas. Pero no cuando Elayne actuaba como una niña malcriada queriendo llamar la atención. Thom podría poner fin a esta situación, naturalmente, pero el viejo necio la consentía como un padre afectuoso a su hija preferida, incluso cuando no sabía si echarle un rapapolvo o desmayarse. De un modo u otro, Nynaeve estaba dispuesta a llegar al fondo del asunto, y no por bien de Rand, sino porque esta forma de proceder no era propia de Elayne. Era como si hubiera contraído una rara enfermedad. Y ella se proponía curarla.
Las calles de Mardecin estaban pavimentadas con láminas de granito que aparecían desgastadas por el paso de pies y ruedas de carretas a lo largo de generaciones, y todos los edificios eran de ladrillo o de piedra. Algunos de ellos estaban deshabitados, sin embargo, ya fueran viviendas o tiendas, a veces con la puerta principal abierta de manera que Nynaeve podía ver el vacío interior. Contó tres herrerías, de las que dos estaban abandonadas, y en la tercera un herrero frotaba desganadamente sus herramientas con aceite mientras que la forja permanecía apagada. Una posada con el tejado de pizarra, en donde los hombres estaban sentados con gesto taciturno en unos bancos colocados ante la fachada, tenía varias ventanas rotas; en otra, el establo anexo tenía las puertas medio arrancadas de los goznes, y en el patio sólo se veía un polvoriento carruaje, en cuyo alto pescante estaba anidando una gallina abandonada. En esta última había alguien tocando una canción; parecía La garza en el ala, pero sonaba desanimada. La puerta de otra posada aparecía atrancada con dos planchas de madera sujetas con clavos.