Выбрать главу

Ya en la calle, se detuvo para recuperar el aliento y dejar que su corazón volviera a latir con normalidad. «¡Esa horrible y vieja arpía! ¡Debería…!» Daba igual lo que debería haber hecho; esa repulsiva mujer le había dicho lo que necesitaba. Nada de Sally Daer; no era en absoluto una mujer, pero eso sólo lo sabría o incluso lo sospecharía una Azul. Salidar. El lugar de nacimiento de Deane Aryman, la hermana Azul que había ascendido a Amyrlin después de Bonwhin y que había salvado a la Torre del desastre al que Bonwhin la había empujado. Salidar. Uno de los últimos lugares, aparte de la mismísima Amadicia, en el que nadie buscaría Aes Sedai.

Dos hombres con blancas capas y reluciente cota de malla cabalgaban calle abajo, en su dirección, apartando a regañadientes los caballos del paso de las carretas. Hijos de la Luz. En la actualidad se los encontraba en cualquier sitio. Siuan agachó la cabeza, observando a los Capas Blancas, cautelosamente, por debajo del ala del sombrero, y se acercó más a la fachada azul y verde de la posada. Le echaron un vistazo cuando pasaban a su lado —unos duros rostros bajo los brillantes yelmos cónicos— y siguieron adelante.

Siuan se mordió los labios, mortificada. Probablemente había llamado su atención al echarse hacia atrás. ¿Y si le habían visto la cara…? No pasaría nada, claro está. Los Capas Blancas intentarían matar a una Aes Sedai a la que encontraran sola, pero su rostro ya no era el de una Aes Sedai. Únicamente la habían visto intentar esconderse de ellos. Si Duranda Tharne no la hubiera irritado tanto, no habría cometido un error tan estúpido. Todavía recordaba un tiempo en que algo tan sin importancia como los comentarios de la posadera no habría hecho que su paso vacilara en lo más mínimo; naturalmente, esa oronda rabanera oxigenada jamás se habría atrevido a decirle una sola palabra de aquello. «Si a esa verdulera no le gustan mis modales, le…» Lo que tenía que hacer era continuar con el asunto que le importaba, y hacerlo antes de que la señora Tharne la azotara de modo que no pudiera sentarse en la silla de montar. A veces costaba acordarse que habían quedado atrás los días en que podía emplazar a reyes y reinas y hacer que acudieran aunque fuera a la fuerza.

Mientras seguía caminando calle adelante, asestó unas miradas tan duras a algunos carreteros que éstos se tragaron los comentarios que empezaban a dedicar a una hermosa joven que iba sola. Sólo algunos.

Min se encontraba sentada en un banco pegado a la pared de la abarrotada sala, en El Tiro de Nueve Caballos, observando una mesa que estaba rodeada por hombres en pie, algunos con látigos de carreteros enrollados al hombro y otros con espadas al cinto, que los señalaban como guardias de mercaderes. Alrededor de la mesa había otros seis más, sentados hombro con hombro. Apenas alcanzaba a ver a Logain y a Leane, que se habían colocado al otro lado de la mesa. El hombre tenía el ceño fruncido, en un gesto malhumorado; todos los demás parecían pendientes de cada una de las palabras de la sonriente Leane.

El aire estaba cargado con el humo de las pipas, y las conversaciones casi ahogaban la música de flauta y tambor y la voz de la chica que cantaba y bailaba encima de una mesa, entre las chimeneas de piedra. La canción hablaba de una mujer que trataba de convencer a seis hombres que cada uno de ellos era el único hombre de su vida; a Min le pareció interesante a pesar de que la letra la sonrojó. De vez en cuando, la cantante asestaba miradas celosas a la mesa abarrotada. O, más bien, a Leane.

La alta domani ya tenía encandilado a Logain para cuando entraron en la posada, y había atraído a más hombres como moscas a la miel con aquellos andares sinuosos y la ardiente mirada de sus ojos. Había faltado poco para que estallara una reyerta. Logain y los guardias de mercaderes habían llevado la mano a la espada, se habían desenvainado cuchillos, y el fornido propietario y dos tipos musculosos se habían dirigido apresuradamente hacia el grupo blandiendo porras. Y Leane había apagado las llamas con la facilidad con que había atizado el fuego, lanzando una sonrisa aquí, unas cuantas palabras allí, una palmadita en la mejilla acullá. Hasta el posadero había remoloneado un poco junto a la mesa, sonriendo como un estúpido, hasta que los parroquianos le instaron a que se marchara. ¡Y Leane creía que necesitaba practicar! No era justo.

«Si pudiera hacer eso mismo con un hombre en particular, me sentiría más que satisfecha. A lo mejor podría enseñarme a… ¡Luz! ¿Pero qué estoy pensando?» Siempre había sido fiel a sí misma, y los demás podían aceptarla como era o no. Y ahora estaba pensando en cambiar su forma de ser y de pensar por un hombre. Bastante malo había sido tener que esconderse debajo de un vestido, en lugar de llevar la chaqueta y los pantalones que siempre vestía. «Seguro que te miraría luciendo un vestido de escote bajo. Tienes más que enseñar que Leane, y ella… ¡Oh, basta!»

—Tenemos que ir hacia el sur —dijo Siuan junto a su hombro, y Min se llevó un susto de muerte. No había visto entrar a la mujer—. Ahora.

Por el brillo de los azules ojos de Siuan, era evidente que se había enterado de algo. Que lo compartiera con los demás, era harina de otro costal. La mujer parecía creer que seguía siendo la Amyrlin la mayoría del tiempo.

—No podremos llegar a ningún sitio con posada antes de la caída de la noche —argumentó Min—. Deberíamos coger habitaciones aquí para esta noche. —Era agradable la idea de dormir otra vez en una cama en lugar de hacerlo debajo de unos matorrales o dentro de graneros, aunque por lo general tenía que compartir el cuarto con Leane y Siuan. Logain no habría tenido inconveniente en alquilar habitaciones individuales para cada una de ellas, pero Siuan se ponía en plan ahorrativo cuando Logain empezaba a repartir dinero a manos llenas.

Siuan miró en derredor, pero todos aquellos que no estaban pendientes de Leane se dedicaban a escuchar a la cantante.

—Eso es imposible. Creo… Creo que algunos Capas Blancas podrían empezar a hacer preguntas sobre mí.

Min soltó un quedo silbido.

—A Dalyn no le hará gracia eso.

—Entonces, no se lo cuentes. —Siuan sacudió la cabeza al reparar en la muchedumbre apiñada alrededor de Leane—. Dile a Amaena que tenemos que marcharnos. Él la seguirá. Y esperemos que el resto no haga lo mismo.

Min sonrió irónicamente. Puede que Siuan afirmara que no le importaba que Logain —Dalyn— se hubiera puesto al mando, principalmente haciendo caso omiso de ella cuando la mujer intentaba obligarlo a que hiciera algo, pero no había renunciado a seguir llevándolo pegado a los talones.

—Por cierto, ¿qué demonios será lo de El Tiro de Nueve Caballos? —preguntó la joven mientras se levantaba. Había salido a la puerta esperando encontrar una pista, pero el letrero que colgaba sobre la entrada sólo llevaba puesto el nombre—. Los he visto de ocho e incluso de diez, pero jamás de nueve.

—En esta ciudad —dijo Siuan, con remilgo—, más vale no hacer preguntas. —Un repentino rubor en las mejillas hizo sospechar a Min que la mujer lo sabía, y muy bien—. Ve a buscarlos. Nos aguarda un largo camino y no hay tiempo que perder. Y que no te oiga nadie más.

Min resopló bajito. Absortos en la sonrisa de Leane, ninguno de los hombres repararía siquiera en ella. Le habría gustado saber qué había hecho Siuan para llamar la atención de los Capas Blancas. Era lo que menos les interesaba que ocurriera, y no era propio de Siuan cometer esa clase de errores. Ojalá supiera cómo lograr que Rand la mirara como esos hombres estaban mirando a Leane. Si se iban a pasar toda la noche cabalgando —y sospechaba que era así— a lo mejor Leane accedería a darle unos cuantos consejos.

12

Una vieja pipa

Una racha de viento que arremolinaba el polvo bajó por la calle de Lugard y le arrebató el sombrero de terciopelo a Gareth Bryne; la prenda fue a parar directamente debajo de la rueda de una traqueteante carreta. El aro de hierro machacó el sombrero contra la dura arcilla de la calle, dejando tras de sí un inservible pingo aplastado. Gareth se quedó mirándolo un momento y después siguió caminando. «Después de todo, ya estaba lleno de manchas tras el viaje», se dijo para sus adentros. La chaqueta de seda también estaba llena de polvo antes de llegar a Murandy, y ya no servía de mucho cepillarla cuando se tomaba ese trabajo, cosa harto infrecuente. Ahora parecía más parda que gris. Debería buscar algo más sencillo; al fin y al cabo, no se dirigía a un baile de palacio.