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Junto a cualquier otra mujer que no fuera Lanfear, a Graendal se la habría considerado una belleza exuberante, en plena sazón. Llevaba un vestido de seda verde, con el escote bajo. Un rubí del tamaño de un huevo de gallina reposaba entre sus senos, y sobre su dorado cabello brillaba una tiara con más rubíes incrustados. Sin embargo, al lado de Lanfear no era más que una mujer bonita y algo rolliza. Si le molestaba la inevitable comparación, su divertida sonrisa no lo daba a entender.

Los brazaletes de oro tintinearon cuando agitó una mano, cuajada de anillos, con un ademán dirigido a su espalda; la criada le puso apresuradamente la copa entre los dedos, exhibiendo una sonrisa zalamera que era reflejo de la del hombre. Graendal no les hizo caso.

—Vaya —dijo alegremente—. Casi la mitad de los Elegidos supervivientes reunidos en un mismo lugar, y nadie intenta matar a nadie. ¿Quién habría esperado cosa igual antes de la llegada del Gran Señor de la Oscuridad? Ishamael se las ingenió para que no nos lanzáramos sobre la yugular de los demás durante un tiempo, pero esto…

—¿Siempre hablas tan a las claras delante de tus sirvientes? —inquirió Sammael con una mueca.

Graendal parpadeó y miró hacia atrás a la pareja, como si se hubiera olvidado de ellos.

—No hablan a menos que se lo ordene. Me adoran. ¿No es cierto? —Los dos sirvientes cayeron de hinojos, atropellándose para proclamar su ferviente amor por ella; y lo sentían de verdad… en ese momento. Al cabo de un instante, Graendal frunció ligeramente el ceño y los sirvientes se quedaron paralizados, con la boca abierta a mitad de una palabra—. Seguirían si no los parara, pero no quiero que os molesten.

Rahvin sacudió la cabeza y se preguntó quiénes eran o habían sido. La belleza física no bastaba para los sirvientes de Graendal; también tenían que poseer poder y posición. Un antiguo lord como lacayo o una dama para prepararle el baño: eso era lo que le gustaba a Graendal. Darse caprichos no era reprochable, pero lo que hacía ella era un derroche. Esa pareja habría sido de gran utilidad con la adecuada manipulación, mas el nivel de compulsión empleado por Graendal seguramente sólo los había dejado válidos para poco más que como objetos decorativos. No tenía estilo.

—¿Falta alguno más, Lanfear? —gruñó—. ¿Acaso has convencido a Demandred de que deje de considerarse el heredero del gran Señor?

—Dudo que sea lo bastante arrogante para creerse algo así —repuso suavemente Lanfear—. Ha visto adónde lo llevó tal idea a Ishamael. Y ése es el asunto, un asunto que ha planteado Graendal. Antaño éramos trece e inmortales. Ahora han muerto cuatro y otro nos ha traicionado. No falta nadie más. Nosotros cuatro somos los únicos que teníamos que reunirnos aquí hoy, y bastamos.

—¿Estás segura de que Asmodean se ha pasado al otro bando? Jamás tuvo valor para correr riesgos, así pues ¿de dónde sacó redaños para unirse a una causa perdida?

La fugaz sonrisa de Lanfear fue divertida.

—Tuvo valor para tender una emboscada que creyó lo situaría por encima del resto de nosotros, y cuando la única elección que le quedó fue la muerte o una causa perdida, no era menester mucho valor para tomar una decisión

—Y apuesto a que tampoco dispuso de mucho tiempo para tomarla. —La cicatriz acentuó la mueca burlona de Sammael—. Si estabas lo bastante cerca de él para saber todo esto, ¿por qué lo dejaste con vida? Podrías haberlo matado antes de que se percatara de tu presencia.

—No estoy tan ansiosa por matar como tú. La muerte es definitiva, sin vuelta atrás, y por lo general hay otros métodos más provechosos. Además, utilizando términos comprensibles para ti, no quería lanzar un ataque frontal contra fuerzas superiores.

—Ese tal Rand al’Thor, ¿es realmente tan fuerte? —inquirió en tono quedo Rahvin—. ¿Habría podido superarte en un mano a mano? —Con ello no quería decir que él mismo, o Sammael fuera incapaz de vencerla si llegaba el caso, aunque Graendal tomaría partido por Lanfear si cualquiera de ellos lo intentaba. En realidad, seguramente las dos mujeres estaban llenas a reventar de Poder en ese mismo instante, prestas para atacar ante el menor gesto sospechoso de cualquiera de los dos varones. O de una de ellas. Pero ese granjero… ¡Un pastor sin adiestrar! A menos, claro, que Asmodean se estuviera encargando de ello.

—Es la reencarnación de Lews Therin Telamon —respondió Lanfear con un tono igualmente quedo—, y Lews Therin era tan fuerte como cualquiera.

Sammael se frotó con gesto absorto la cicatriz que le cruzaba la cara; había sido obra de Lews Therin, hacía tres mil años o más, mucho antes del Desmembramiento del Mundo; antes de que el Gran Señor quedara prisionero; antes de tantas cosas… Pero Sammael nunca lo olvidaba.

—Vaya —intervino Graendal—, por fin entramos en materia y vamos a discutir el asunto que nos ha traído aquí. —Rahvin hizo un gesto de desagrado y Sammael masculló entre dientes.

»Si el tal Rand al’Thor es realmente Lews Therin Telamon —continuó la mujer mientras se sentaba en la espalda del sirviente puesto a gatas—, me sorprende que no hayas intentado engatusarlo para meterlo en tu lecho, Lanfear. ¿O no es una tarea tan fácil? Si no recuerdo mal, era Lews Therin quien te llevaba de la nariz, no al contrario. Ponía fin a tus pequeñas rabietas. Te mandaba corriendo a buscar su vino, por decirlo de algún modo. —Dejó su propia copa sobre la bandeja que sostenía la mujer arrodillada en una rígida postura—. Estabas tan obsesionada con él que te habrías tendido a sus pies si hubiera pronunciado la palabra «felpudo».

Los oscuros ojos de Lanfear centellearon brevemente antes de que la mujer recobrara el control.

—Por más que sea la reencarnación de Lews Therin, no es el propio Lews Therin.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Graendal que sonreía como si todo aquello fuera un chiste—. Podría ser que, como creen muchos, todos renacemos una y otra vez mientras la Rueda gira, pero nunca ha pasado nada igual, que yo sepa. Un hombre específico que renace según se ha profetizado. ¿Quién sabe lo que es realmente?

Lanfear esbozó una sonrisa de menosprecio.

—Lo he observado de cerca. No es más que el pastor que aparenta, y puede que más cándido de lo que parece. —La expresión de mofa dio paso a otra seria—. Pero ahora tiene a Asmodean, aunque sea un aliado débil. Y, antes de Asmodean, cuatro de los Elegidos murieron al enfrentarse con él.

—Deja que reduzca la leña seca —comentó Sammael bruscamente. Tejió flujos de Aire para arrastrar otra silla sobre la alfombra y apoyó las piernas cruzadas por los tobillos sobre el bajo respaldo tallado. Cualquiera que pensara que estaba relajado sería un necio; a Sammael le gustaba embaucar a sus enemigos haciéndoles creer que podían cogerlo por sorpresa—. Así tocaremos a más los que quedemos cuando llegue el Día del Retorno. ¿O es que crees que se alzará con la victoria en el Tarmon Gai’don, Lanfear? Aun en el caso de que consiga insuflar coraje a Asmodean, esta vez no cuenta con los Cien Compañeros. Solo o con Asmodean, el Gran Señor lo extinguirá como un blandón roto.

La mirada que le asestó Lanfear rebosaba desprecio.

—¿Y cuántos de nosotros seguiremos vivos cuando el Gran Señor se libere por fin? Ya han muerto cuatro. A lo mejor tú eres el próximo en su lista. ¿Te gustaría eso, Sammael? Puede que por fin te libres de esa cicatriz si lo derrotas. Oh, lo olvidaba. ¿Cuántas veces te enfrentaste a él en la Guerra del Poder? ¿Venciste en alguna ocasión? No consigo recordarlo. —Sin hacer una pausa se volvió hacia Graendal—. O puede que seas tú la siguiente. Por alguna razón se muestra reacio a hacer daño a las mujeres, pero tú ni siquiera tendrás la oportunidad de elegir como Asmodean. No puedes enseñarle más de lo que podría una piedra. A menos que decida conservarte como mascota. Eso sería toda una novedad para ti, ¿no es cierto? En lugar de decidir cuál de tus bellezas te complace más, tendrías que aprender a complacer.

El semblante de Graendal se crispó, y Rahvin se aprestó a levantar un escudo tras el que protegerse contra lo que quiera que las dos mujeres pudieran lanzarse la una a la otra, dispuesto a Viajar al más mínimo atisbo de fuego compacto. Entonces percibió que Sammael hacía acopio de Poder, notó una diferencia —lo que Sammael llamaría aprovechar una ventaja táctica— y se inclinó para agarrarlo por el brazo. Sammael se soltó con una brusca sacudida, furioso, pero el momento había pasado. Las dos mujeres los miraban ahora a ellos, no la una a la otra. Ninguna de ellas podía saber lo que había estado a punto de ocurrir, pero era evidente que algo había sucedido entre Rahvin y Sammael, y la desconfianza brilló en sus ojos.