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—Me temo que no, maese Luca —le dijo.

—Entonces, permitid que actuemos para vos —se apresuró a proponer el hombre—. Como podéis ver, éste no es un espectáculo de animales salvajes corriente, sino algo totalmente nuevo. Será una actuación privada. Saltimbanquis, malabaristas, animales amaestrados, el hombre más fuerte del mundo… Hasta fuegos artificiales. Tenemos a un Iluminador entre nosotros. Vamos de camino a Ghealdan, y mañana habremos partido en alas del viento. Por un pequeño donativo…

—Mi señora ha dicho que no —lo atajó Nynaeve—. Tiene cosas mejores en las que emplear su dinero que en mirar animales. —De hecho, era ella quien administraba los fondos comunes casi con tacañería, y, cuando tenía que soltar dinero para lo que necesitaban, lo hacía a regañadientes. Parecía pensar que todo tendría que costar igual que en su tierra natal, Dos Ríos.

—¿Y cómo es que tenéis intención de ir a Ghealdan, maese Luca? —preguntó Elayne. Nynaeve siempre levantaba ampollas y luego le tocaba a ella poner los emplastos—. Según he oído, hay muchos problemas por allí. Al parecer, el ejército ha sido incapaz de reprimir a ese hombre que se hace llamar el Profeta y que predica sobre el Dragón Renacido. Dudo mucho que queráis veros envuelto en revueltas y desórdenes.

—Se han exagerado mucho las cosas, mi señora. Demasiado. Allí donde hay multitudes, la gente quiere que alguien la entretenga. Y donde hay gente que quiere divertirse, mi espectáculo siempre es bienvenido. —Luca vaciló y luego se acercó más al carruaje. Una expresión azorada asomó fugazmente a su semblante cuando alzó la vista hacia Elayne—. Mi señora, la verdad es que me haríais un gran favor permitiéndome que actuáramos para vos. El hecho es que uno de los mastodontes ocasionó un pequeño problema en la próxima ciudad que encontraréis en el camino. Fue un accidente —se apresuró a añadir—, os lo aseguro. Son criaturas mansas y afables, en absoluto peligrosas. Pero la gente de Sienda no sólo se opone a que represente el espectáculo sino que no me permite acercarme a… En fin, que tuve que gastar todo mi dinero para pagar los daños y las multas. —Se encogió—. Sobre todo las multas. Si me permitís que haga la representación para vos, por una miseria, de veras, os proclamaría como protectora de mi espectáculo dondequiera que viajemos por el mundo, propagando la fama de vuestra generosidad, mi señora…

—Morelin —dijo—. Lady Morelin de la casa Samared. —Con el nuevo color de cabello, podía hacerse pasar por cairhienina; pero, aunque habría disfrutado mucho en otro momento, no tenía tiempo para ver su espectáculo, y así se lo dijo, añadiendo—: Pero os ayudaré un poco, si no tenéis dinero. Dale algo de dinero, Nana, para ayudarlo en su viaje a Ghealdan. —Lo que menos deseaba era que Luca «propagara su fama», pero socorrer a los pobres y a los afligidos era un deber que no descuidaría cuando tenía medios para ello, incluso en un país extranjero.

Rezongando, Nynaeve sacó la bolsa de dinero que llevaba sujeta al cinturón y rebuscó en su interior. Se asomó por la ventanilla lo bastante para poner en la mano de Luca lo que le daba. El hombre sufrió un sobresalto cuando le espetó:

—Si realizaseis un trabajo honrado, no tendríais que mendigar. ¡Arranca, Thom!

Thom hizo restallar el látigo, y Elayne fue arrojada contra el respaldo del asiento.

—No tenías que ser tan ruda —dijo—. Ni tan brusca. ¿Qué le diste?

—Un céntimo de plata —repuso tranquilamente Nynaeve mientras volvía a guardar la bolsa del dinero en el cinturón—. Y es más de lo que se merece.

—Nynaeve —gimió Elayne—, ese hombre seguramente cree que nos estábamos burlando de él.

La antigua Zahorí resopló con desdén.

—Con esos hombros —opinó—, un buen día de trabajo no acabará con él.

Elayne guardó silencio, aunque no estaba de acuerdo con ella. No del todo. Ciertamente, trabajar no perjudicaría al hombre, pero no creía que hubiera mucha oferta de trabajo. «Y no es que piense que maese Luca aceptaría una ocupación en la que no pudiera lucir esa capa». Empero, si daba su opinión, Nynaeve empezaría a discutir —cuando le hacía notar, con toda gentileza, cosas que ella ignoraba, su amiga solía reaccionar acusándola de ser arrogante o de querer darle lecciones— y no merecía la pena que por Valan Luca tuvieran otro altercado cuando hacía tan poco que habían limado asperezas por el último.

Las sombras se iban alargando para cuando llegaron a Sienda, un pueblo grande con casas de piedra y techos de bálago en el que había dos posadas. La primera, El Lancero del Rey, tenía un gran agujero donde había estado la puerta, y una multitud observaba a los obreros que hacían las reparaciones. Quizás al «mastodonte» de maese Luca no le había gustado el letrero, apoyado junto al agujero y, al parecer, partido, que representaba a un soldado cargando con la lanza.

Sorprendentemente, había más Capas Blancas en las abarrotadas calles de tierra que en Mardecin, muchos más, aparte de otros soldados, unos hombres equipados con cota de malla y yelmos cónicos de acero, cuyas capas azules lucían el emblema de Amadicia, la Estrella y el Acanto. Debía de haber guarniciones en las cercanías. Los hombres del rey y los Capas Blancas no parecían tenerse en mucho aprecio. O se empujaban al pasar junto al hombre que llevaba la capa del color contrario, como si no existiera, o intercambiaban miradas retadoras que amenazaban con llegar a las manos de un momento a otro. Los hombres de blancas capas lucían el símbolo del cayado de pastor rojo con el sol resplandeciente encima. La Mano de la Luz, como se autodenominaban, la Mano que busca la verdad; pero todos los demás los llamaban interrogadores. Hasta los otros Capas Blancas mantenían las distancias con ellos.

En suma, era suficiente para que a Elayne se le encogiera el estómago. Pero sólo quedaba una hora para la puesta de sol, como mucho, y eso considerando lo largos que eran los días a finales de verano. Aunque continuaran hasta medianoche, no tenían garantías de encontrar otra posada más adelante, y viajar a tan altas horas podría llamar la atención. Además, tenían una razón para parar temprano hoy.

Intercambió una mirada con Nynaeve y, al cabo de un momento, la otra mujer asintió y dijo:

—Tenemos que parar.

Cuando el carruaje se detuvo ante la fachada de La Luz de la Verdad, Juilin descendió de un salto para abrir la puerta, y Nynaeve esperó con actitud respetuosa a que ayudara a bajar a Elayne. Sin embargo, lanzó una fugaz sonrisa a la joven; no volvería a enfurruñarse por su papel de doncella. El morral de cuero que colgaba de su hombro resultaba un tanto chocante, aunque Elayne confió en que no demasiado. Ahora que la antigua Zahorí había conseguido tener a su disposición una provisión de hierbas curativas y ungüentos, no estaba dispuesta a perderla de vista.

El primer vistazo al letrero de la posada —un sol resplandeciente como el que los Hijos lucían en sus capas— bastó para que la joven deseara que el «mastodonte» la hubiera emprendido contra este establecimiento en lugar de destrozar el otro. Por lo menos no tenía el cayado de pastor detrás del sol. La mitad de los hombres que abarrotaban la sala llevaban capas níveas, y sus yelmos descansaban sobre la mesa, ante ellos. Elayne respiró hondo y se dominó para no girar sobre sus talones y marcharse de allí.

Dejando aparte a los soldados, la posada era agradable, con techos altos atravesados por vigas y las paredes cubiertas con paneles de madera pulida. Trozos de leña verde decoraban los hogares fríos de dos grandes chimeneas, y de la cocina salía el apetitoso olor de comida. Las camareras, con delantales blancos, se movían entre las mesas con actitud alegre, llevando bandejas con alimentos, vino y cerveza.