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—¿Puedes encontrarla aun cuando quiere permanecer oculta, Birgitte? —Era mucho pedir si Moghedien sabía que estaban buscándola; como rastrear un león entre hierba alta yendo armada con un simple palo.

Empero, la otra mujer no vaciló.

—Tal vez. Lo intentaré. —Aferró el arco y añadió—: He de marcharme ahora. No quiero correr el riesgo de que me vean las otras cuando lleguen.

Nynaeve la detuvo poniendo la mano en su brazo.

—Sería una ayuda si me dejas que se lo cuente. Eso me permitiría compartir lo que me has dicho sobre los Renegados con Egwene y las Sabias, y ellas a su vez le informarían a Rand. Birgitte, Rand necesita saber…

—Lo prometiste, Nynaeve. —Aquellos brillantes ojos azules eran tan inflexibles como un pedazo de hielo—. Los preceptos establecen que no debemos dejar que nadie sepa que residimos en el Tel’aran’rhiod. He incumplido muchos al hablar contigo, y muchos más al ayudarte, porque soy incapaz de ver cómo lucháis contra la Sombra y mantenerme al margen. He luchado esa batalla en más vidas de las que puedo recordar. Sin embargo, tengo intención de guardar todos los preceptos que me sea posible. Tienes que mantener tu promesa.

—Pues claro que la mantendré —repuso, indignada—, a menos que tú me liberes de ella. Y eso es lo que te pido, por favor…

—No.

Y Birgitte desapareció en un visto y no visto; en cierto momento, Nynaeve tenía la mano sobre la manga de una chaqueta blanca y, al siguiente, estaba suspendida en el aire. Para sus adentros, repitió todo el repertorio de imprecaciones que había escuchado mascullar a Thom y a Juilin sin que ellos lo supieran; la clase de palabrotas por las que habría reprendido a Elayne por escucharlas, cuanto más por decirlas. No tenía sentido llamar de nuevo a Birgitte, porque seguramente no vendría. Nynaeve confiaba en que acudiría la próxima vez que Elayne o ella la llamaran.

—¡Birgitte! ¡Mantendré mi promesa, Birgitte!

Eso lo habría oído. Tal vez en su próximo encuentro la mujer ya sabría algo sobre las actividades de Moghedien. Nynaeve casi deseó que no fuera así porque, en tal caso, significaría que la Araña estaba realmente acechando en el Tel’aran’rhiod.

«¡Necia! Si no buscas rastros de serpientes, no te quejes cuando te muerda una, como dice Lini». Verdaderamente, algún día tenía que conocer a la antigua nodriza de Elayne.

La soledad de la inmensa cámara la oprimía; todas aquellas enormes columnas, y esa sensación de que la estaban vigilando desde la penumbra que las envolvía. «Si realmente hubiera alguien aquí, Birgitte lo habría sabido».

Reparó en que estaba alisándose el vestido de seda sobre las caderas, y, para quitarse de la cabeza la idea de unos ojos acechantes que no existían, se concentró en el atuendo. Había sido con ropas de buena lana de Dos Ríos como Lan la había conocido, y llevaba un vestido con sencillos bordados cuando le había confesado su amor, pero deseaba que la viera con atuendos como éste. No resultaría indecente si fuera él quien la veía.

Apareció un espejo de cuerpo entero que reflejó su imagen mientras se volvía hacia uno y otro lado, incluso mirándose por detrás girando la cabeza sobre el hombro. El tejido amarillo se le ajustaba al cuerpo sugiriendo todo aquello que ocultaba. El Círculo de Mujeres de Campo de Emond la habría llevado a rastras para mantener con ella una conversación en privado, ni que fuera Zahorí ni que no. Sin embargo, era precioso. Aquí, a solas, podía admitir que se había acostumbrado más que de sobra a vestir así en público. «Y te gustaba —se reprendió—. ¡Buena maula estás hecha! ¡Tan maula como parece que se está volviendo Elayne!» Pero era precioso. Y quizá no tan inmodesto como siempre había dicho ella. Nada de un escote por el ombligo, como el de la Principal de Mayene, por ejemplo. Bueno, tal vez el escote de Berelain no era tan bajo, pero aun así seguía sobrepasando los límites que exigía la respetabilidad.

Había oído hablar de lo que las domani solían llevar puesto; hasta los taraboneses consideraban aquello indecente, Al mismo tiempo que la idea acudió a su mente, la prenda de seda amarilla se convirtió en ondulantes plisados sujetos por un estrecho cinturón de oro tejido. Y vaporosos. Sus mejillas enrojecieron. Demasiado vaporosos. De hecho, casi traslúcidos. El vestido hacía algo más que insinuar. Si Lan la viera así, dejaría de farfullar que su amor era imposible y que no le daría como presente de bodas las ropas de luto. Una ojeada, y su sangre ardería. Se…

—¿Pero qué demonios llevas puesto, Nynaeve? —dijo Egwene con tono escandalizado.

La antigua Zahorí dio un brinco y giró al mismo tiempo, y cuando estuvo de frente a Egwene y a Melaine —tenía que ser Melaine precisamente, aunque ninguna de las otras Sabias habría sido mejor— el espejo había desaparecido y ella se cubría con un oscuro vestido de lana de Dos Ríos, el paño lo bastante grueso para pleno invierno. Mortificada tanto por haberse sobresaltado como por lo demás —en especial por haberse sobresaltado— cambió de vestido al punto, sin pensar, volviendo de nuevo a la gasa domani e igualmente rápido al tarabonés de seda amarilla.

La cara le ardía. Seguramente la tomaban por una completa idiota. Y encima, delante de Melaine. La Sabia era hermosa, con el largo cabello rubio rojizo y los ojos de un tono verde claro. Y no es que le importara un pimiento la apariencia de la Aiel. Pero Melaine había estado presente en el último encuentro que había tenido con Egwene, y le había tirado puntadas sobre Lan. Nynaeve se había puesto furiosa, a pesar de que Egwene afirmaba que no eran indirectas malintencionadas, no entre las Aiel, pero Melaine había hecho cumplidos sobre los hombros de Lan, y sus manos, y sus ojos. ¿Qué derecho tenía esa gata de ojos verdes de mirar los hombros de Lan? Y no es que albergara dudas sobre su fidelidad. Pero al fin y al cabo era un hombre, y estaba lejos de ella, y Melaine sí estaba allí, y… Firmemente, interrumpió el derrotero de sus pensamientos.

—¿Está Lan…? —Creyó que la cara le iba a arder. «¿Es que eres incapaz de controlar tu lengua, mujer?» Pero ya no podía, no quería, echar marcha atrás, y menos estando presente Melaine. Ya tenía bastante con la sonrisa socarrona de Egwene, aunque la Sabia tuvo buen cuidado en adoptar una expresión comprensiva—. ¿Se encuentra bien? —Procuró recobrar la compostura, pero su voz sonó tensa.

—Sí —contestó Egwene—. Y preocupado por tu seguridad.

Nynaeve soltó la respiración que había estado conteniendo sin darse cuenta. El Yermo era un lugar peligroso aunque no existieran gentes como Couladin y los Shaido, y Lan desconocía lo que significaba tener precaución. ¿Que estaba preocupado por su seguridad? ¿Es que ese estúpido hombre pensaba que no sabía cuidar de sí misma?

—Por fin hemos llegado a Amadicia —se apresuró a decir, confiando en disimular sus sentimientos. «¡Primero, una lengua demasiado suelta, y después suspiros! ¡Ese hombre me ha sorbido el seso!» Imposible saber por las expresiones de las otras mujeres si estaba teniendo éxito con su actuación—. Estamos en una villa llamada Sienda, al este de Amador. Hay Capas Blancas por todas partes, pero no hemos despertado su interés. Es de otros de quienes tenemos que preocuparnos. —Delante de Melaine tenía que andarse con cuidado, disfrazar un poco la verdad, dándole un toque aquí y allí, pero les habló de Ronda Macura y su extraño mensaje, así como de su intento de drogarlas. Dijo intento, porque fue incapaz de admitir ante Melaine que la mujer había tenido éxito. «Luz, ¿qué estoy haciendo? Jamás, en toda mi vida, le he mentido a Egwene!»

La supuesta razón —el llevar de vuelta a la fuerza a una Aceptada que había escapado— ciertamente no podía mencionarla estando presente una de las Sabias, porque las Aiel creían que tanto Elayne como ella eran Aes Sedai. Empero, tenía que hacer saber a Egwene esta circunstancia de un modo u otro.