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Completado el disfraz, se agarró la trenza que ahora era dorada rojiza y se encogió al ver reflejada en el espejo la imagen de Melaine. Vaya, a ésta sí que le gustaría dejarla en manos de Sheriam un rato.

El estudio de la Maestra de las Novicias se encontraba próximo a los aposentos de las jóvenes iniciadas, y en los anchos pasillos enlosados se advertían fugaces movimientos delante de los tapices y las lámparas apagadas; eran efímeras vislumbres de muchachas asustadas, todas vestidas con la túnica blanca de novicia. Muchas pesadillas de las jóvenes debían de tener a Sheriam de protagonista. Nynaeve hizo caso omiso de ellas mientras pasaba presurosamente a su lado; no permanecían en el Mundo de los Sueños el tiempo suficiente para verla o, si lo hacían, la tomarían como parte de sus sueños.

Había un corto tramo de anchos escalones hasta el estudio de la Amyrlin. Cuando se acercaba a él, de pronto casi se dio de bruces con Elaida, el rostro sudoroso y vestida de rojo, con la estola de la Sede Amyrlin echada sobre los hombros. Aunque había una diferencia con la estola de la Amyrlin: no tenía franja azul. Aquellos ojos severos se posaron en Nynaeve.

—¡Soy la Sede Amyrlin, muchacha! ¿Es que no sabes mostrar el respeto debido? Tendré que… —Desapareció en mitad de la frase.

Nynaeve respiró entrecortadamente. Elaida como Amyrlin; eso sí que era una pesadilla. «Probablemente es su más ferviente sueño —pensó con ironía—. Antes nevará en Tear que esa mujer llegue tan alto».

La antesala seguía como la recordaba, con un amplio escritorio y una silla detrás para la Guardiana de las Crónicas. Había unas cuantas sillas más colocadas contra la pared, destinadas a las Aes Sedai que estuvieran esperando para hablar con la Amyrlin; las novicias y las Aceptadas debían hacerlo de pie. Sin embargo, el pulcro orden de los papeles sobre la mesa, rollos de pergaminos atados y grandes hojas con cartas y sellos, no era propio de Leane. No es que la mujer fuera desordenada, todo lo contrario, pero Nynaeve siempre había pensado que lo dejaba recogido todo por la noche.

Abrió la puerta que comunicaba la antesala con el estudio, pero aflojó el paso nada más entrar. No era de extrañar que le resultara imposible soñarse allí, pues la estancia no tenía nada que ver con la que recordaba. Esa mesa excesivamente tallada y el alto sillón, semejante a un trono. Las banquetas talladas a semejanza de enredaderas, colocadas en un perfecto semicírculo, al centímetro, frente a la mesa. Siuan Sanche prefería los muebles sencillos, como si pretendiera seguir siendo la hija de un simple pescador, y sólo tenía una silla extra, que no siempre dejaba utilizar a sus visitantes. Y el jarrón blanco lleno de rosas rojas, colocadas perfectamente sobre un pedestal, como un monumento. A Siuan le gustaban las flores, pero prefería un ramo colorido, como un campo de flores silvestres en miniatura. Encima de la chimenea había colgada una sencilla pintura de barcas pesqueras entre altos cañizales, pero ahora se veían dos cuadros, uno de los cuales reconoció Nynaeve: Rand combatiendo contra el Renegado que se había llamado a sí mismo Ba’alzemon entre las nubes, sobre Falme. El otro, un tríptico, representaba unas escenas relativas a algún suceso que no alcanzaba a recordar.

La puerta se abrió, y a Nynaeve le dio un vuelco el corazón. Una Aceptada de cabello pelirrojo a la que nunca había visto entró en la estancia y la miró de hito en hito. No desapareció, y, justo cuando Nynaeve se disponía a regresar de inmediato al estudio de Sheriam, la mujer pelirroja le dijo:

—Nynaeve, si Melaine se entera que estás utilizando su rostro, no se limitará a vestirte con ropas de niña. —Y de repente se transformó en Egwene, con sus ropas Aiel.

—Me has dado un susto de muerte —rezongó Nynaeve—. ¿Así que las Sabias han decidido por fin dejarte ir y venir a tu antojo? O es que Melaine está…

—Haces bien en estar asustada —espetó Egwene, cuyas mejillas habían enrojecido—. Eres una necia, Nynaeve. Una cría jugando en el pajar con una vela.

Nynaeve se quedó pasmada. ¿Egwene riñéndola a ella?

—Escúchame bien, Egwene al’Vere. No he permitido que Melaine me eche una filípica y no voy a admitir que tú…

—Pues harías bien en seguir los consejos que te dan antes de que acabes muerta.

—Yo…

—Debería quitarte ese anillo de piedra. Tendría que habérselo confiado a Elayne con la advertencia de que no te dejara usarlo ni poco ni mucho.

—¡Que no me dejara…!

—¿Crees que Melaine exageraba? —dijo severamente Egwene al tiempo que sacudía el índice casi exactamente igual que la Sabia—. Pues no lo hacía, Nynaeve. Las Sabias te han dicho la simple verdad sobre el Tel’aran’rhiod una y otra vez, pero parece ser que piensas que son unas estúpidas y que es mejor hacer oídos sordos a sus advertencias. Se supone que eres una mujer adulta, no una cría tonta. Juro que si alguna vez has tenido una pizca de sentido común ahora ha desaparecido como una voluta de humo. ¡Bueno, pues búscalo, Nynaeve! —Resopló al tiempo que se ajustaba el chal sobre los hombros—. Ahora mismo intentas jugar con las bonitas llamas de la chimenea, demasiado estúpida para darte cuenta de que puedes caerte en el fuego.

Nynaeve no salía de su estupor. Siempre habían discutido, pero Egwene jamás la había tratado como a una niña a la que ha sorprendido con los dedos metidos en un frasco de miel. ¡Jamás! El vestido. Seguía siendo el de Aceptada que llevaba antes, así como el rostro de otra mujer. Volvió a ser ella misma, con un buen vestido de lana azul que a menudo llevaba en las reuniones del Círculo y para poner al Consejo en su sitio. Así se sentía arropada por toda su autoridad como Zahorí.

—Soy muy consciente de lo mucho que ignoro —dijo con tono impasible—, pero esas Aiel…

—¿Te das cuenta de que podrías haberte soñado en algo de lo que quizá no fueras capaz de salir? Aquí los sueños son reales. Si te dejas llevar y envolver por un sueño indulgente podrías quedar atrapada en él. Te atraparías a ti misma. Hasta que murieras.

—¿Quieres…?

—Hay pesadillas con vida propia en el Tel’aran’rhiod, Nynaeve.

—¿Quieres dejarme hablar?

—No, no quiero —replicó firmemente Egwene—. No hasta que vayas a decir algo que merezca la pena ser escuchado. He dicho pesadillas, y lo decía en serio, Nynaeve. Cuando alguien tiene una pesadilla mientras se encuentra en el Tel’aran’rhiod, también es real. Y a veces pervive después de que el soñador ha desaparecido. No lo entiendes, ¿verdad?

De repente, unas rudas manos rodearon los brazos de Nynaeve, que giró la cabeza a uno y otro lado, con los ojos desorbitados. Dos corpulentos y desarrapados individuos le levantaron en vilo; sus rostros eran unos desechos de carne medio podrida, y las babeantes bocas estaban llenas de afilados y amarillentos dientes. La mujer intentó hacerlos desaparecer —si una caminante de sueños Aiel podía hacerlo, ella también podía— y uno de los hombres le desgarró el vestido por delante, de arriba abajo, como si fuera papel. El otro le aferró la barbilla con la callosa mano y le hizo girar la cara hacia él; se inclinó hacia ella, entreabriendo la boca. Nynaeve ignoraba si lo que intentaba era besarla o morderla, pero antes prefería morir que permitir ninguna de las dos cosas. Buscó el contacto con el saidar y no halló nada; era el terror lo que la colmaba, no la ira. Unas gruesas uñas se hincaron en sus mejillas, sujetándole firmemente la cabeza. Egwene era la responsable de esto, de algún modo.

—¡Por favor, Egwene! —Fue un chillido, pero estaba tan aterrada que no le importó—. ¡Por favor!

Los hombres —los seres— desaparecieron, y sus pies tocaron el suelo con un ruido sordo. Durante un momento lo único que pudo hacer fue temblar y sollozar. Arregló el vestido roto precipitadamente, pero los arañazos de las uñas permanecieron inalterables en su cuello y su torso. La ropa se reponía fácilmente en el Tel’aran’rhiod, pero cualquier cosa que le ocurriera a una persona… Las rodillas le temblaban de tal modo que casi no se sostenía en pie.