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—Apenas he sacado información. Los delincuentes escasean en Amadicia, Nynaeve. El primer delito se castiga con una marca a fuego, el segundo, con la amputación de la mano derecha y el tercero, con la horca, ya sea por el robo de la corona del rey o una hogaza de pan. No hay muchos ladrones en una villa de este tamaño, al menos de los que hacen de ello su profesión. —Juilin despreciaba a los ladrones aficionados—. Y de esos pocos en su mayoría sólo quieren hablar de dos temas: si el Profeta viene realmente a Amadicia, como afirman los rumores, y si los próceres locales cederán y permitirán que ese espectáculo ambulante de animales dé una función. Por otro lado, Sienda está demasiado lejos de la frontera para que los contrabandistas…

Nynaeve lo atajó con un gesto entre perentorio y satisfecho.

—¡Eso es! ¡El espectáculo ambulante de animales!

Todos la miraron como si se hubiera vuelto loca.

—Claro —dijo Thom con voz excesivamente suave—. Haremos que Luca traiga de vuelta a los mastodontes y escaparemos mientras destrozan algún otro local de la villa. No sé cuánto le diste, Nynaeve, pero nos arrojó una piedra mientras nos alejábamos.

Por una vez, la mujer disculpó el sarcasmo del juglar. Y también su corto ingenio por no ver lo que ella había visto.

—Puede que tengas razón en lo que dices, Thom Merrilin, pero maese Luca quiere un patrocinador, y es lo que vamos a ser Elayne y yo. En cualquier caso, tenemos que dejar el carruaje y el tiro… —Eso la escocía; podría construirse una bonita casa en Dos Ríos con lo que les habían costado esas cosas—. Y tendremos que escabullirnos por el callejón de atrás. —Abrió la tapa del baúl con las bisagras en forma de hojas, rebuscó entre ropas, mantas, ollas y todo lo que no había querido dejar atrás con la carreta llena de tintes, para lo cual se había asegurado de que los dos hombres empaquetaran todo salvo los arreos, hasta que encontró los cofres dorados y las bolsas de dinero.

»Thom, tú y Juilin salid por el portón trasero y buscad una carreta y cualquier tiro. Comprad algunas provisiones y reuníos con nosotras en la calzada que va hacia el campamento de Luca. —No sin pesar llenó la mano de Thom con monedas de oro, sin molestarse siquiera en contarlas; no había modo de calcular lo que costarían esas cosas, y no quería que el juglar perdiera tiempo regateando.

—Es una idea estupenda —opinó Elayne, sonriente—. Galad buscará dos mujeres, no una compañía de artistas y animales amaestrados. Y jamás se le ocurrirá que nos dirigimos hacia Ghealdan.

Nynaeve no había caído en esto último. Su intención era convencer a Luca de que se dirigiera directamente hacia Tear. Un espectáculo ambulante como el que tenía, con saltimbanquis y malabaristas además de los animales, podía ganar dinero dondequiera que fuera, no le cabía duda. Pero si Galad iba en su busca o enviaba a alguien, lo haría hacia el este, y quizás era lo bastante listo para registrar incluso el espectáculo ambulante; a veces también los hombres utilizaban el cerebro, por lo general cuando una menos se lo esperaba.

—Es lo primero que pensé, Elayne. —Hizo caso omiso del repentino amargor de su boca, el recuerdo del horrendo sabor de una cocción de ricino y agrimonia.

Ni que decir tiene que Thom y Juilin protestaron. No de la idea en sí, sino porque pensaban que uno de los dos debería quedarse, al parecer convencidos de que cualquiera de ellos podría protegerlas de Galad y todo un regimiento de Capas Blancas. No parecían darse cuenta de que, llegado el caso, encauzar sería más efectivo que ellos dos juntos y diez más. Aunque no se borró el gesto preocupado de los hombres, consiguió sacarlos a empujones mientras les daba una última orden con actitud severa:

—Y no se os ocurra volver aquí. Nos reuniremos con vosotros en la calzada.

—Si nos vemos obligadas a encauzar —adujo Elayne en voz queda cuando Nynaeve hubo cerrado la puerta—, nos encontraremos haciendo frente a toda la guarnición en un visto y no visto, y probablemente también contra el destacamento del ejército. El Poder no nos hace invencibles. Sólo harán falta dos flechas.

—Nos preocuparemos de eso en su momento, si surge el problema —le respondió Nynaeve.

Confiaba en que los dos hombres no pensaran en tal posibilidad. De ser así, seguramente uno de ellos se quedaría rondando por allí, al acecho, y probablemente haría sospechar a Galad si no se andaba con cuidado. Estaba dispuesta a aceptar su ayuda cuando la precisaran —lo de Ronda Macura había sido una lección, aunque todavía la irritaba que hubieran tenido que rescatarlas como si fueran unas gatitas indefensas—, pero sería cuando ella lo considerara necesario, no ellos.

Bajó rápidamente a la planta inferior y encontró a la señora Jharen; le dijo que su señora había cambiado de idea, que no se creía capaz de afrontar de nuevo el calor y el polvo de la calzada tan pronto, que tenía intención de tumbarse a descansar y que no quería que se la molestara hasta entrada la tarde, para tomar otro refrigerio que mandaría subir a su cuarto. Entregó otra moneda para otra noche de estancia. La posadera se mostró muy comprensiva con la delicadeza de una noble dama y con la caprichosa inconstancia de sus deseos. Nynaeve estaba segura de que la señora Jharen se habría mostrado comprensiva con cualquier cosa salvo el asesinato siempre y cuando se pagara la cuenta.

Dejó a la oronda posadera y abordó a una de las criadas durante un momento. Unos cuantos céntimos de plata cambiaron de mano y, seguidamente, la chica salió presurosa, sin quitarse el delantal, en busca de dos de esas profundas tocas por cuyo aspecto, según dijo Nynaeve, tenían que resguardar del sol y del calor estupendamente; no era el tipo de tocado que su señora luciría, naturalmente, pero a ella le vendrían muy bien.

Cuando regresó al cuarto, Elayne había puesto los cofrecillos dorados sobre una manta, así como la caja de oscura madera pulida que guardaba los ter’angreal recuperados y la bolsita de cuero en cuyo interior iba el disco. Las hinchadas bolsas de dinero estaban con el morral de Nynaeve, sobre la otra cama. Envolvió la manta y ató el bulto con una sólida cuerda de uno de los baúles. Nynaeve se había llevado todo lo que iba en la carreta.

La mujer lamentaba tener que dejarlo ahora, y no sólo por el gasto. Uno nunca sabía cuándo le vendría bien cualquiera de esas cosas. Como por ejemplo, los dos vestidos de lana que Elayne había puesto sobre su cama. No eran bastante finos para una dama, y lo eran demasiado para una doncella; pero, si los hubieran dejado en Mardecin como quería Elayne, ahora estarían en un buen apuro al no tener ropa que ponerse.

Nynaeve se arrodilló y rebuscó en otro de los baúles. Había unas cuantas mudas; otros dos vestidos de lana para tener quita y pon. Las dos sartenes de hierro, metidas en una bolsa de lona, se encontraban en perfectas condiciones, pero pesaban demasiado; ciertamente, a los hombres no se les olvidaría adquirir otras para reemplazar éstas. Los utensilios de costura se hallaban en una bonita caja con incrustaciones de hueso; a ellos nunca se les pasaría por la cabeza comprar ni siquiera un alfiler. Empero, su mente sólo estaba puesta a medias en hacer la selección.

—¿Conocías a Thom de antes? —preguntó con un tono que esperaba sonase coloquial. Observó a Elayne por el rabillo del ojo mientras simulaba estar absorta en enrollar medias.

La muchacha había empezado a sacar vestidos suyos, suspirando con pesar antes de apartar los de seda. Se quedó paralizada, con las manos metidas en uno de los baúles, y no miró a Nynaeve.