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—Administro el dinero —le contestó mientras daba una palmada al morral—. A menos que queráis ofrecerme a vuestro carromato. —Le asestó una sonrisa que borró de golpe la suya, además de hacerlo retroceder dos pasos.

Las voces habían sacado de los carromatos a la gente, y todo el mundo se reunió alrededor mientras Luca presentaba a los nuevos componentes de la compañía. Fue bastante vago respecto a Nynaeve y se limitó a tildar de espeluznante lo que hacía; la mujer pensó que tendría que mantener una charla con él.

Los encargados de los caballos, como Luca llamaba a los hombres que no poseían talento artístico, eran una desaliñada pandilla de amargados, quizá porque su paga era inferior. No eran muchos si se comparaba con el número de carromatos. De hecho, resultó que todo el mundo colaboraba en el trabajo, incluido el de conducir los vehículos; en una compañía ambulante de artistas y animales amaestrados no sobraba el dinero, aunque fuera una como ésta. El resto de la compañía era un grupo heterogéneo.

Petro, el hombre forzudo, era el tipo más grande que Nynaeve había visto en su vida, no a lo alto, sino a lo ancho; el chaleco de cuero dejaba al aire unos brazos del tamaño de troncos. Estaba casado con Clarine, la rellenita domadora de perros, que parecía pequeña al lado de su esposo. Latelle, que trabajaba con los osos, era una mujer de rostro serio y ojos oscuros que llevaba corto el negro cabello y en cuyos labios se insinuaba de manera continua una mueca burlona. Aludra, la esbelta mujer que se suponía era una Iluminadora, sí que podría ser tal. No llevaba el oscuro cabello recogido con las trenzas tarabonesas, cosa nada sorprendente dada la forma de pensar de Amadicia, pero tenía el acento de esas tierras; además, a saber qué habría sido de la Corporación de Iluminadores. De hecho, la casa filial de Tanchico había cerrado sus puertas. Los acróbatas, por otro lado, afirmaban ser hermanos y llamarse Chavana, pero aunque todos eran hombres de constitución baja y compacta, su apariencia no podía ser más distinta, desde Taeric, con sus verdes ojos, pómulos altos y nariz aguileña que proclamaban su ascendencia saldaenina, hasta Barit, que tenía una tez más oscura que Juilin y llevaba tatuadas las manos como los Marinos, si bien no lucía pendientes ni anillos en la nariz.

Todos salvo Latelle dieron una calurosa bienvenida a los recién llegados; más artistas significaba que más gente acudiría al espectáculo y, por ende, entraría más dinero. Los dos malabaristas, Bari y Kin —que resultaron ser hermanos— entablaron conversación con Thom sobre su actividad artística cuando se enteraron de que realizaba el mismo trabajo que ellos. Atraer más gente al espectáculo era una cosa, y la competencia, otra. Empero, fue la mujer de cabello claro que se ocupaba de los mastodontes quien atrajo de inmediato el interés de Nynaeve. Cerandin se mantuvo apartada, con actitud tensa, y apenas habló; Luca afirmaba que procedía de Shara, como los animales, pero su forma de hablar tan suave, casi un ronroneo, hizo que Nynaeve aguzara los oídos.

Les costó un rato colocar el carromato en su sitio. Thom y Juilin se mostraron más que complacidos por la ayuda de los cuidadores de caballos con el tiro, a pesar del modo hosco en que les fue ofrecida, y Nynaeve y Elayne recibieron invitaciones. Petro y Clarine las invitaron a tomar té una vez que se hubieran instalado. Los Chavana querían que las dos mujeres cenaran con ellos, y Kin y Bari, también, con lo que consiguieron que la mueca burlona de Latelle se tornara ceñuda. Dichas invitaciones fueron declinadas con cortesía, quizás un poco más por parte de Elayne que de Nynaeve; el recuerdo de sí misma contemplando embobada a Galad como una tonta muchachita estaba demasiado fresco en su memoria para mostrarse poco más amable con cualquier hombre que lo mínimamente preciso. Luca hizo su propia invitación, sólo a Elayne, cuando Nynaeve no podía oírlo. Se ganó una bofetada, y Thom hizo una ostentosa exhibición con sus cuchillos, que parecían girar entre sus dedos con vida propia, hasta que finalmente el hombre se alejó rezongando entre dientes y frotándose la mejilla.

Nynaeve dejó a Elayne colocando sus cosas en el carromato —más bien zarandeándolas mientras farfullaba, furiosa, entre dientes— y se dirigió hacia donde estaban los mastodontes. Las colosales bestias grises parecían criaturas bastante plácidas; pero, al recordar aquel agujero en la pared de piedra de El Lancero del Rey, no se sintió muy segura respecto a la efectividad de las trabas de cuero que sujetaban las macizas patas delanteras de los animales. Cerandin estaba rascando al macho con el aguijón de punta de cobre.

—¿Cómo se llaman realmente? —Nynaeve dio unas tímidas palmaditas en la larga nariz… u hocico o lo que quiera que fuera del macho. Aquellos colmillos eran tan anchos como su pierna y tenían más de dos metros de largo, sólo un poco más que los de la hembra. El largo hocico olisqueó su falda, y la mujer reculó con prontitud.

s’redit —contestó la mujer de cabello claro—. Son s’redit, pero maese Luca pensó que un nombre más imponente era mejor. —El acento, alargando las palabras, era inconfundible.

—¿Hay muchos s’redit en Seanchan?

El aguijón se detuvo un momento y luego siguió rascando al animal.

—¿Seanchan? ¿Dónde está eso? Los s’redit vienen de Shara, como yo. Nunca había oído hablar de…

—Puede que hayas estado en Shara, Cerandin, pero lo dudo. Eres seanchan. A menos que me equivoque, eres parte de la fuerza invasora que desembarcó en Punta de Toman y que fue abandonada en tierra después de lo de Falme.

—Indudablemente —convino Elayne, que apareció detrás de su amiga—. Oímos el acento seanchan en Falme, Cerandin. No te haremos daño.

Eso era más de lo que Nynaeve estaba dispuesta a prometer; no tenía buenos recuerdos de los seanchan. Y, sin embargo… «Fue una seanchan quien nos ayudó cuando más lo necesitábamos. No todos son perversos. Sólo la mayoría».

Cerandin soltó un largo suspiro y se encogió ligeramente de hombros. Era como si hubiera desaparecido una tensión que arrastraba desde tan lejos que ya no era consciente de ella.

—Pocas personas de las que he conocido saben algo que se parezca remotamente al Retorno o lo ocurrido en Falme. He oído cientos de versiones, cada cual más fantástica que la anterior, pero nunca la verdadera. Mejor para mí. Me dejaron en tierra, efectivamente, y también a muchos de los s’redit. Estos tres fueron los únicos que conseguí reunir. No sé qué ha sido del resto. El macho se llama Mer; la hembra, Sanit; y la cría, Nerin. No es de Sanit.

—¿A qué te dedicabas? —se interesó Elayne—. ¿A entrenar s’redit?

—¿O eras sul’dam? —añadió Nynaeve antes de que la otra mujer tuviera tiempo de contestar.

—No —sacudió la cabeza Cerandin—. Se me sometió a la prueba, como a todas las chicas, pero no conseguía hacer nada con el a’dam. Me alegré de que me eligieran para trabajar con s’redit. Son unos animales magníficos. Tenéis un amplio conocimiento de los seanchan si sabéis lo de las sul’dam y las damane. Hasta ahora no había topado con nadie que estuviera enterado de su existencia. —No denotaba miedo. O tal vez era que había acabado por acostumbrarse después de ser abandonada en una tierra extraña. Claro que también podía estar mintiendo.

Los seanchan eran tan aciagos para las mujeres que podían encauzar como los amadicienses, tal vez peor. Ellos no las exiliaban o mataban; las apresaban y utilizaban. Mediante un artilugio llamado a’dam —Nynaeve estaba convencida de que tenía que ser una especie de ter’angreal— una mujer que tenía el don de manejar el Poder Único era controlada por otra mujer, una sul’dam, que obligaba a la damane a utilizar su talento para lo que quiera que los seanchan ordenaran, incluso como arma. Una damane era tratada como un animal, aunque estaba bien cuidada. Y hacían damane a todas las mujeres que encontraban con la habilidad de encauzar o con el don innato; los seanchan habían registrado Punta de Toman más exhaustivamente de lo que la Torre habría soñado hacer nunca. La mera noción del a’dam, las sul’dam y las damane le revolvía el estómago a Nynaeve.