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Preguntándose quién podría ser, Liandrin se dirigió hacia la escalera de trazado curvo que estaba más cercana. Sabía que conocía a muy pocas hermanas del Ajah Negro, naturalmente, por razones de seguridad; lo que otras no supieran no podían delatarlo. En la Torre sólo conocía a una de las doce que habían partido con ella cuando se marchó. Dos de esas doce había muerto, y sabía a quién culpar de ello: Egwene al’Vere, Nynaeve al’Meara y Elayne Trakand. Todo había salido tan terriblemente mal en Tanchico que habría jurado que aquellas tres Aceptadas advenedizas estaban allí de no ser porque eran unas necias que, por dos veces, se habían metido mansamente en las trampas tendidas por ella. El que hubieran escapado en ambas ocasiones no tenía relevancia. Si hubiesen estado en Tanchico habrían caído en su poder, a pesar de lo que dijera haber visto Jeane. La próxima vez que se las encontrara, no escaparían. Acabaría con ellas de manera definitiva, tuviera las órdenes que tuviera.

—Mi señora —balbució Amellia—. Sobre mi esposo, señora… Por favor, ¿alguna de vosotras querría ayudarlo? Jorin no lo hizo con intención, mi señora. Ha aprendido la lección.

Liandrin hizo un alto en la escalera, con la mano apoyada en la balaustrada tallada, y miró hacia atrás.

—No tendría que haber pensado que su juramento al Gran Señor podía olvidarlo cuando le conviniera, ¿verdad?

—Ha aprendido la lección, mi señora. Por favor. Yace bajo las mantas todo el día, tiritando a pesar de este calor. Solloza cuando alguien lo toca o habla en susurros.

Liandrin simuló estar sopesando la idea y después asintió.

—Le pediré a Chesmal que vea lo que puede hacer al respecto. Empero, ten presente que no te prometo nada.

Las vacilantes palabras de agradecimiento de la mujer la siguieron escaleras arriba, pero ella no prestó atención. Temaile se había dejado llevar por el genio. Había pertenecido al Ajah Gris antes de entrar a formar parte del Negro y siempre ponía un gran empeño en prolongar el dolor de un modo parejo y regular cuando mediaba; había obtenido excelentes resultados como mediadora porque disfrutaba alargando el dolor. Chesmal aseguraba que Jorin podría realizar pequeñas tareas dentro de unos cuantos meses siempre y cuando no fueran demasiado duras y nadie levantara la voz. Había sido una de las mejores Curadoras de las Amarillas desde hacía generaciones, de modo que tenía que saberlo.

Se sorprendió al entrar en la salita principal. Nueve de las diez hermanas Negras que habían venido con ella estaban de pie alrededor de la habitación, contra los paneles de madera que recubrían las paredes, tallados y pintados, a pesar de que había cómodas sillas de sobra sobre la alfombra. La décima hermana, Temaile Kinderode, le entregaba una taza de té, de delicada porcelana, a una mujer morena, de robusto atractivo, que llevaba un vestido de color broncíneo con un corte desconocido para Liandrin. La mujer sentada tenía un vago aire familiar aunque no era Aes Sedai; se encontraba en la madurez y, a despecho de las tersas mejillas, no había en su rostro la apariencia de intemporalidad.

Empero, la atmósfera que había en la estancia despertó la cautela en Liandrin. Temaile tenía una engañosa apariencia frágil, con sus enormes ojos azules de expresión infantil que hacían que la gente confiara en ella; ahora parecían preocupados o inquietos, y la taza tintineó en el platillo antes de que la otra mujer la cogiera. Todos los semblantes tenían una expresión inquieta salvo el de la extrañamente familiar mujer. Jeane Caide, con uno de aquellos indecentes vestidos domani que llevaba dentro de casa y que dejaban al aire gran parte de su piel cobriza, todavía tenía el rastro húmedo de las lágrimas en las mejillas; había sido una Verde y le gustaba lucirse y llamar la atención de los hombres más aun que cualquier otra Verde. Rianna Andomeran, antes Blanca y siempre una arrogante y fría asesina, no dejaba de toquetear con nerviosismo el mechón blanco que tenía en la negra melena y que le caía sobre la oreja izquierda. Toda su altanería había desaparecido.

—¿Qué pasa aquí? —demandó Liandrin—. ¿Quién sois vos y qué…? —De repente la reconoció. Una Amiga Siniestra, una sirvienta de Tanchico que continuamente se excedía, olvidando el lugar que le correspondía—. ¡Gyldin! —espetó. Esta criada las había seguido de algún modo y, obviamente, intentaba hacerse pasar por un correo de las Negras con alguna noticia terrible—. Esta vez te has pasado de la raya en exceso.

Buscó el contacto con el saidar, pero antes de conseguirlo el brillo del poder envolvió a la otra mujer y el intento de Liandrin se estrelló contra un muro invisible que le impedía llegar a la Fuente, que quedó suspendida como un sol, tentadoramente fuera del alcance.

—Cierra la boca, Liandrin —dijo la otra mujer sosegadamente—. Pareces un pez fuera del agua. No soy Gyldin, sino Moghedien. A este té le hace falta un poco más de miel, Temaile.

La esbelta hermana de rostro zorruno se apresuró a cogerle la taza, con la respiración entrecortada.

Tenía que ser eso. ¿Qué otra persona habría amedrentado de ese modo a las demás? Liandrin las observó, recorriendo con la mirada las figuras plantadas de pie en derredor del cuarto. Eldrith Johndar, con su cara redonda, por una vez no parecía totalmente absorta a pesar de la mancha de tinta que tenía en la nariz y asintió con la cabeza enérgicamente. Las otras parecían temerosas de mover un solo músculo. No entendía por qué una de las Renegadas —se suponía que no debían utilizar ese apelativo, pero generalmente lo hacían para hablar entre ellas—, por qué Moghedien había tenido que disfrazarse de sirvienta. Esa mujer tenía, o podía tener, todo cuanto quisiera. No sólo conocimientos del Poder Único más allá de lo que Liandrin era capaz de soñar, sino poder. Poder sobre otros, poder sobre el mundo. E inmortalidad. Poder para toda una vida que jamás acabaría. Ella y sus hermanas habían especulado sobre disensiones entre los Renegados; había habido órdenes que chocaban entre sí, instrucciones dadas a otros Amigos Siniestros que estaban en contra de las que tenían ellas. Quizá Moghedien se había estado escondiendo de los otros Renegados.

Liandrin extendió la falda pantalón de montar lo mejor posible para hacer una profunda reverencia.

—Os damos la bienvenida, Insigne Señora. Con la guía de los Elegidos, triunfaremos sin duda antes del Día del Retorno del Gran Señor.

—Muy bien expresado —replicó secamente Moghedien mientras cogía de nuevo la taza que le tendía Temaile—. Sí, así está mucho mejor.

Temaile parecía absurdamente complacida y aliviada. ¿Qué había hecho Moghedien? De repente se le pasó algo por la cabeza a Liandrin; algo poco grato. Había tratado a una de las Elegidas como a una sirvienta.

—Insigne Señora, en Tanchico ignoraba que fueseis vos…

—Pues claro que lo ignorabas —la interrumpió Moghedien con un dejo de irritación—. ¿De qué me habría servido quedarme en las sombras si tú y las demás lo hubieseis sabido? —Inopinadamente, un atisbo de sonrisa asomó a sus labios, pero no se reflejó en el resto de los rasgos de la mujer—. ¿Estás preocupada por todas las veces que mandaste a Gyldin para que el cocinero la castigara? —El sudor perló de manera repentina la cara de Liandrin—. ¿Crees de verdad que habría permitido que ocurriera algo así? Sin duda el hombre te informó que lo había hecho, pero recordaba sólo lo que yo quería que recordara. De hecho, sentía lástima por Gyldin, que tan cruel trato recibía de su señora. —Eso pareció divertirla enormemente—. Me dio algunos postres que había preparado para ti. No me desagradaría que siguiera vivo.

Liandrin soltó un suspiro de alivio. No iba a morir.

—Insigne Señora, no es necesario que me aisléis del Poder. También yo sirvo al Gran Señor. Presté juramento como Amiga Siniestra incluso antes de ir a la Torre Blanca. Busqué al Ajah Negro desde el día en que supe que podía encauzar.

—Así pues ¿serás tú la única en este indócil grupo a la que no haga falta enseñarle quién es su señora? —Moghedien enarcó una ceja—. Nunca lo habría imaginado en alguien como tú. —El brillo a su alrededor desapareció—. Tengo trabajo para ti. Para todas vosotras. Sea lo que sea lo que estuvieseis haciendo, tendréis que olvidaros de ello. Sois un puñado de ineptas, como lo demostrasteis en Tanchico. Si blando el látigo de la jauría, puede que actuéis como sabuesos mejor entrenados y tengáis más éxito en la cacería.