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—Llora, hija, llora, de algo servirá aunque no sea de consuelo, que para esto no lo hay.

Y Felisa recordó su propio llanto, cuando Juan decidió marcharse a buscar un futuro que ofrecerle, y ella se quedó a esperarlo. Esperando siempre, hasta que el cansancio le trajo la certeza de que no había futuro para ella; y no existía siquiera el que había llegado ya, porque no era Juan quien se lo había traído.

—Felisa, dile a la madre Amparo que avise al padre Romero.

—¿A estas horas el cura? Ya lo verás mañana.

—No, tata, no. ¿No ves que me voy a morir?

Su cabeza continuaba escondida en el pecho que tantas veces la había acunado.

—Y ahora que te has hecho mayor, ¿vuelves a decirme tata?

Le secó las mejillas con el pañuelo que llevaba al cuello. Y recordó el que Juan le desató en el olivar. Aún debía de estar en la caja donde lo guardó, para ponérselo el día que él regresara y escucharle de nuevo reír cuando ella le pidiese que volviera a quitárselo. Lo había olvidado. Y había olvidado también en cuántas ocasiones lo sacó, a lo largo de cuántos años, para mirarlo y acordarse de Juan.

Con el pañuelo en sus manos, recuperaba la seguridad de que cumpliría su promesa. Regresaría de Barcelona a buscarla. Y después de haber soñado con aquel regreso, volvía a mirar el pañuelo, y lo guardaba otra vez en la caja, bien doblado.

—Avisa al padre Romero, Felisa, dile que voy a morir.

—Qué vas a morirte.

—Te digo que me estoy muriendo.

—Y yo te digo que sólo se te ha roto el alma, y de esa herida no se muere una.

—Sí que me voy a morir. Voy a morir, tata.

—Cuando eras chiquinina, y te daban berrinches así, yo te salpicaba con agua, ¿te acuerdas? Capaz es que si te salpico ahora, se te pasa lo mismo. Y mejor, que el agua que tenemos en la mesilla está bendita.

—No, no. Me voy a morir y estoy en pecado. Estoy en pecado. No quiero morir en pecado.

—Qué pecado ni qué pecado.

—Avisa a la madre Amparo. Dile que necesito la confesión.

—Calma ya ese sofoco, niña, que te va a prender la calentura otra vez.

No hubo manera de convencerla de que esperase al día siguiente para ver a su confesor. Felisa, alarmada por su llanto incontenible, avisó a la madre superiora y ésta, a su vez, ordenó que llamaran al padre Romero.

Sólo cuando el sacerdote entró en la celda, la novicia dejó de llorar.

Esa misma noche, los señores de Albuera enviaron al chofer a recoger a su hija al convento y la instalaron en la habitación más apartada de «Los Negrales».

El médico lo supo por la mañana, el padre de su paciente se presentó en la consulta sin previo aviso, rogándolo que le acompañara al cortijo.

—Nos la hemos llevado del convento. Está fuera de sí. Repite continuamente que renuncia a su vocación. Y no deja de gritar que se llama Aurora.

9

Por las cartas, rediez, por ahí tenía que seguir, señor comisario. Si ya digo yo que me distraigo con razón o sin ella. La última que le he referido yo a usted es cuando nació el tercero, que le pusieron Julián, por su abuelo el marqués, y por eso me he perdido.

¿La siguiente? Sí, como usted mande. La siguiente y las que se me vengan detrás. «Agustín y Julián me han roto el tren, mama, y la señora me ha echado una buena riña, porque yo les he pegado un puño a cada uno y nos ha encontrado llorando a los tres. A ellos no les ha reñido, pero a mí me ha dicho que soy un desagradecido, y que ya soy mayor, y me ha cambiado de cuarto. Ella dice que es de preferir que duerma con Lorenzo, que no es bueno que me acostumbre a cosas que después no voy a tener, pero yo sé que es un castigo.» «Dígale a padre que ya sé leer y escribir bien, como usted quería, pero que ya no entro en la escuela. Ahora sólo voy a llevar a los hijos de la señora y los dejo en la puerta.» «Estoy aprendiendo a conducir, porque la señora dice que Lorenzo se hará viejo, y que yo voy siendo demasiado hombre para ayudar a la cocinera y hacer los mandados. En cuanto aprenda, seré yo el que lleve al señorito y a los niños al cortijo en vacaciones, y entonces podré verla, madre. Y a padre.» « He pasado de ser un juguete de la señora a juguete de los niños, madre.» «Tengo ya veinte años, madre, y no puedo entender por qué me tiene usted ignorante de todo. Por qué no me da su permiso para ir a verla.» «Voy a ir al pueblo, madre. He ahorrado unos cuantos duros, ya me falta poco para pagarme el viaje.» «No quiero que padre se enfade con usted, madre. Si él lo manda, esperaré. Pero si tarda mucho, iré con su permiso o sin su permiso.»

No, no crea que es tan buena mi memoria. Se me vienen solas, como los recuerdos.

Pues ni siquiera hice fuerza por aprenderlas. Y la última me la sé entera, de pe a pa. La recibió la Isidora a poco de pasar el cumpleaños de la hija de doña Victoria.

¿Se acuerda que le iba a contar que ella también tenía una carta?

¿No se acuerda, que se lo empecé a referir ayer, que mi difunta dejó de fregar la loza y se sentó donde usted? No. No. Para que entienda la última carta del hijo de la Isidora, antes tiene que saber lo que ponía en la que recibió la señorita al filo de su cumpleaños, cuando se acercaba a los quince. Pero si no quiere, señor comisario, no se lo cuento.

Me va comprendiendo usted. Los antecedentes, eso es.

Y total, que los antecedentes son como sigue: estando yo aquí, donde ahora mismo, y mi Catalina donde usted, me relató mi santa que una mañana temprano estaba planchando los manteles para el convite. Tan tranquilamente estaba ella, a su plancha y mirando por la ventana, en un cuarto que da frente al caserón de atrás. Habrá visto, sin más remedio lo tiene que haber visto, un caserón la mar de grande, más cerca que lejos del que está en el medio.

Uno que tiene tinajas en derredor cuajaítas de jazmines.

Unas tinas bien hermosas, ¿verdad usted?, y menudo mérito que le dan a la marquesina, grandísimo. Y resisten sin una sola raja desde que mi padre las llevó.

Sí, señor, él fue quien las puso en aquel pórtico. Y él mismo las hizo, con sus propias manos. Con alma, y a conciencia.

Pues desde allí la vio venir corriendo, a la hija de doña Victoria, hecha un mar de lágrimas. Mi santa la persiguió hasta su cuarto, y la encontró sentada en lo alto la cama con un sofocón de aquí te espero. Ella, mi difunta, que siempre reñía al que le desbaratara las camas recién hechas, cosa que le fueran a ensuciar las cobijas, se sentó con la señorita sin ningún miramiento. La niña tenía la carta en la mano, y la Catalina, que ya le he dicho yo que era muy lista, reconoció la letra del hijo de la Isidora nada más echarle el ojo.

No la leyó, qué va, la señorita no se lo consintió de ninguna de las maneras. Pero mi santa me contó que pudo ver toda la cuartilla emborronada de tinta, de las lágrimas que debió de llorar la muchacha.

Ya, ya. Ya sé lo que le dije antes, que para entender la del hijo de la Isidora era menester que usted supiera primero lo que ponía en la carta de la señorita.

Que no, que no la leyó, recontra. ¿No se lo estoy diciendo?

Se lo voy a explicar, si usted me deja que se lo explique.

Y yo le digo que sí, que lo va a comprender, rediez, claro que lo va a comprender.

Porque yo le voy a contar lo que la señorita le contó a mi Catalina, y que luego después, mi Catalina me contó a mí.

Me contó que la señorita Aurora estaba en la marquesina con unas amigas que habían venido de la capital y con un primo de don Leandro, el ciego que vive en la casa azul, ¿ha visto usted la casa azul, una de la calle Ancha, que tiene todo el frente de baldosines?

Una casa la mar de bonita, verídico. Allí sirvió mi hija antes de morirse. Pues ahí vive el ciego.

Se quedó ciego en una montería, uno de sus hermanos disparó contra él creyendo que era un venado detrás de un matorral, su propio hermano, una maldad de la suerte.